LAS   PATERAS  DE  LA   MUERTE

 

Viajaban seis personas en la patera. Un albañil que había dejado una miserable familia atrás para ir en busca de la fortuna; un comerciante conocido más bien por sus misteriosos contactos en el ámbito de la droga; una mujer melancólica acompañada de su hija, de unos dieciocho años, muy hermosa; yo mismo que, pese a mis diplomas, me encontraba sin trabajo ni dinero ni familia, y el guía de la patera, un hombre musculoso de cara de muchos insomnios que nos había prometido llevarnos sanos y salvos al Dorado español, a cambio de treinta mil dírhams  —para nosotros una verdadera fortuna en aquellos tiempos de indigencia total.

Anochecía cuando llegamos a Cabo Espartel, donde el guía recogió a otras personas, dos marineros con aire de fugitivos, ocho estudiantes también con diplomas superiores, tres funcionarios visiblemente asqueados por la situación miserable en que dejaron a sus familias y dos mujeres embarazadas al borde de la depresión nerviosa.

Además de nuestra patera, había otras diez que nos adelantaban guardando distancias respetables. Todas ellas iban cargadas de gente que huía del hambre, del abuso de poder, del acoso sexual, de la injusticia social o paternal, de la explotación bajo todas sus formas y del paro laboral continuo. Suicidarse siendo una apostasía [aunque sé de muchos que lo hicieron], pasar el Estrecho era la única salvación para gran parte de jóvenes sin futuro ni esperanza.

Y no importa lo que costara la travesía. Para lograrlo unos vendían hasta todos sus bienes; otros prostituían su cuerpo y muchos robaban desesperadamente.

La primera fase del itinerario había sido un éxito.

La segunda y última se anunciaba prometedora.

 

El guía maniobraba con destreza y el monótono remo era esperanzador. Nuestra patera se deslizaba rápidamente a lo largo de la costa atlántica, rumbo al norte, sin ningún incidente salvo el insistente canto de las numerosas gaviotas que parecían festejar su última retirada otoñal sobre el río Lixus. El «comerciante», viendo que estábamos algo inquietos, se apresuró a tranquilizarnos, recordándonos que sus viajes estaban siempre planeados minuciosamente y que era prácticamente imposible que fracasaran.

Mentía, el muy hipócrita, porque según unas estadísticas españolas recientes que consulté hubo más de tres mil ahogados en dos años, debido precisamente a las precarias condicionas en que viajaban los emigrantes ilegales. Además, los que lograban alcanzar tierra firme fueron apresados, condenados a prisión o  devueltos a su país de origen.

 

No quise contradecirle por temor a  frustrar la esperanza de mis compañeros.

Pero uno de los estudiantes encendió la radio para escuchar las noticias de la tarde, sintonizando en RNE, y la voz estrepitosa de la locutora rompió la monotonía y el silencio en que nos encontrábamos:

“Un total de 30 inmigrantes, menores de edad, fueron  atendidos hoy por  Cruz Roja. 20 de ellos presentaban un estado de mayor gravedad, con pérdida de consciencia y graves síntomas de hipotermia”.

“Ayer fueron rescatados 6 varones y 7 mujeres en una patera. En otras dos lanchas fueron localizadas nueve mujeres. Todos los inmigrantes han sido trasladados al puerto de Tarifa en grave estado de salud.”

“Salvamento Marítimo encontró tres embarcaciones volcadas y logró rescatar a veinte personas. Los servicios sanitarios, la policía nacional y la guardia civil han acudido al puerto de Tarifa.”

El comerciante y el guía, que hablaban también perfectamente español, ordenaron de inmediato al chico cambiar de emisora y poner música.

—Hay mucha exageración en estas narraciones —prorrumpió el mafioso, muy exasperado—. Lo hacen para disuadir y amedrentar a futuros emigrantes.

En mi fuero interno no creía que las autoridades españolas exagerasen en sus declaraciones. Todos los periódicos que he leído coincidían en que la inmigración clandestina marroquí y subsahariana creció bastante en el Estrecho tras años de descenso. El uso de barcas de juguete para cruzar los 14 kilómetros aumentó frente a los viajes organizados por mafias. España sigue siendo un sueño para África. Hay muchos datos que muestran ese incremento, que también avalan los cuerpos de seguridad y las ONG españoles. Porque es el camino más corto y barato hacia el bienestar.

Los que emigran lo hacen por necesidad y suelen cumplir un perfil. Jóvenes de entre 20 y 30 años, hombres y mujeres, bien formados, con dos o tres idiomas, como en nuestra patera. Quieren trabajar, encontrar una vida mejor, alejados de las hambrunas y las guerras que sufren sus países.  La crisis que afecta de lleno a África y, sobre todo, los nuevos conflictos que se están generando, están llevando a muchas personas a tomar la decisión de cruzar a Europa.

Las ONG hablan por su parte de miles de personas que aguardan entre dos y tres meses para atravesar el Estrecho. Permanecen semanas malviviendo en los bosques próximos a la costa norte, mendigando, hacinados en casas donde viven 30 o 40 personas que solo se alimentan de arroz y harina.

La mayoría de los que consiguen pisar España no se quedará allí. Es solo una parada. El sueño español será solo una prolongación de su camino. Su principal destino es Francia, Holanda o Bélgica. Países donde tienen más opciones de prosperar. Son los que, tras muchos pesares, tienen suerte. Era nuestro sueño. Otros no lo podrán alcanzar ni contar: los que han entregado y entregan su vida como precio a su viaje.

Como si adivinara mi desacuerdo, el “comerciante” corroboró la declaración del guía para tranquilizar a todos los pasajeros.

—Los que sí corren peligro son los que viajan en barcas hinchables por 100 euros por cabeza. Los inmigrantes saben que corren el riesgo de morir pero la imposibilidad de pagar otra forma de traslado y la necesidad de huir les lleva a exponer sus vidas. En España con esas barcas siguen jugando los niños en la playa. Pero en Marruecos  son la llave de un supuesto paraíso. La nuestra es sólida y potente y no tiene nada que ver con ésas.

—Pero la nuestra solo soporta a 8 personas y somos el doble  —reprochó un estudiante enfadado y muy preocupado.

—No pasa nada  —tranquilizó el guía—.  No hay temporal y vamos a una cadencia muy normal. He hecho este mismo viaje tres veces este mes y “hamdulah” no ha pasado nada.

Viendo que los viajeros se mostraban más optimistas y contentos con este discurso, el guía sacó algunas botellas de coca cola y nos las distribuyó.

A parte de estas lúgubres narraciones, todos estábamos casi hipnotizados por la belleza de la joven sentada enfrente de mí: irradiaba sensualidad, encanto y algo irresistible centelleaba en sus pupilas. Me sorprendió el que me sonriera a mí solo. Fijé la mirada en su rostro y no logré comprender qué razones trágicas podían empujar a un ángel como ella a emigrar a tierras extrañas. Sostuvo mi mirada, como si adivinara mi preocupación por ella, esbozó una sonrisa con sus labios, luego dejó caer su cabeza sobre el hombro de su madre y se echó a dormir. No sé quién dijo que el amor era una locura, pero en aquel entonces yo me quedé locamente enamorado de ella.

No llevábamos equipaje, por orden del guía, para no comprometer la seguridad del viaje. Desempaqueté mi bocadillo y empecé a saciar el hambre que me desgarraba el estómago. Lo mismo hicieron los demás.

Navegábamos acunados por el murmullo del remar. La tarde era plomiza. Pronto llegaremos a El Dorado.

Todos teníamos sueños que realizar. El albañil, con su experiencia, haría fortuna en la construcción. Madre e hija, tendrían que elegir entre muchos oficios, limpieza, turismo, restaurantes, harían también fortuna; incluso la joven podría beneficiarse de un braguetazo. Los funcionarios se integrarán fácilmente. Los estudiantes terminarán su carrera. La misma suerte me estaría esperando a mí. Con quizás más posibilidades debido a los idiomas que domino.

Después de ganar un poco de dinero realizaré lo que siempre he anhelado: escribir novelas negras. De hecho tenía ya un pitch, como dicen los americanos. Lo saqué de la rúbrica de los sucesos criminales:

“la tripulación del velero Buitre descubre flotando en el mar un cadáver equipado con traje de neopreno y aletas, y con una mochila que contenía documentación y dinero. Todo un misterio que la Guardia Civil intenta desentrañar.”

Tenía también recortes de otros periódicos donde detallaban cosas. Sabía hasta reconstruir de memoria los hechos más importantes que estructuraré luego a mi manera.

Rememoré el contenido del artículo:

            “Los tripulantes del velero avisaron a la Guardia Civil, a la que indicaron la situación exacta del cadáver, en el canal de Ibiza. Una embarcación del instituto armado navegó hasta el punto indicado y se hizo cargo de la víctima. Ni rastro de botellas de oxígeno. El buceador estaba esquelético. No conservaba ni un gramo de tejido blando, posiblemente por efecto de la acción del agua y de los ataques de la fauna marina. Los restos mortales fueron trasladados a Calpe y posteriormente al Instituto de Medicina Legal de Alicante, cuyos forenses realizaron la autopsia. La Comandancia de la Guardia Civil de Alicante se ha hecho cargo de las indagaciones para aclarar quién es la víctima y las circunstancias en que encontró la muerte. Al registrar la mochila, los agentes descubrieron un hatillo con 700 euros, un CV y un pasaporte marroquí expedido a nombre de M. El Ghayat, nacido el 8 de enero de 1989 en una ciudad del Rif, próxima a Alhucemas. En el interior de la mochila había también ropas perfectamente embaladas para lograr su impermeabilización. Eso induce a pensar que el buceador se había preparado a conciencia para que estas prendas no estuvieran mojadas cuando llegara el momento de ponérselas”.

 

Miles de rifeños, como él,  han emigrado a lo largo de los últimos años, preferentemente a Francia y Holanda, en busca de un trabajo y una vida mejor. ¿Decidió el buceador misterioso seguir el mismo camino que otros convecinos?

Si fue así, ¿optó por hacerlo por un método tan arriesgado como cruzar a nado el estrecho de Gibraltar para intentar llegar a la Europa de promisión? Hay indicios de que pudo ser así, ya que hay fuertes corrientes del Estrecho que empujan hacia el canal de Ibiza, precisamente el punto donde fue localizado el cadáver.

En su CV figura el nombre y la biografía de un joven con el nombre de la víctima, nacido el mismo día, el mismo mes y el mismo año que el titular del pasaporte que llevaba consigo el esqueleto del buceador. Según el CV  la víctima hizo bachillerato y más tarde se graduó en contabilidad y en gestión informática. Durante sus estudios, trabajó en una empresa de bizcochos y gofres, y más tarde en otra de pastelería y bollería de Tánger. Luego obtuvo su doctorado en física. Escribe correctamente árabe, francés, inglés y holandés. Y en sus hobbies  revela que sus aficiones son viajar, la música, los deportes y la natación.

¿Qué ocurrió después? Tal vez desesperado de no hallar empleo, decidió embutirse en un traje de neopreno e intentar llegar a nado a Europa…

La Guardia Civil no ha encontrado rastro de este muchacho marroquí en sus bases de datos, es decir, jamás había sido fichado ni detenido. Dado que no existe otra forma de cotejar si el misterioso esqueleto pertenece a este chico, los investigadores tendrán que solicitar la colaboración de las autoridades marroquíes para contactar con su familia. Y aclarar el misterio.

 

Empezaba a anochecer.

La luz de la luna era suficiente para permitirnos ver a distancia.

Me pareció vislumbrar una singular nube aislada que parecía dirigirse hacia nuestra barca. Se extendió y luego pareció cercar el horizonte. Nos sorprendió el que la luna desapareciera como por arte de magia.

Al mismo tiempo percibimos que el mar empezaba a agitarse súbitamente, como si alguna fuerza misteriosa lo estuviera estrujando y sacudiendo violentamente.

El guía pareció asustarse y, presa de un tremendo pavor, cambió repentinamente de rumbo, remando  hacia el este.

Pero fue demasiado tarde: la enorme nube que nos contornaba era ni más ni menos un gigantesco buque comercial que se echó sobre nosotros, provocando un estremecedor zumbido al franquear la línea india que formaban nuestras barcas. Casi al mismo tiempo, una enorme ola alzó nuestra barca en el aire de varios metros, haciendo que saliéramos catapultados hacia la izquierda e ir luego de pique al abismo del océano.

Las demás pateras tuvieron la misma suerte.

Varias olas colapsaron e iniciaron unos terribles torbellinos como consecuencia de la fulgurante trayectoria del buque. Tanto las barcas como la tripulación, nos precipitamos al abismo, aspirados por la prodigiosa potencia de las corrientes contrarias.

Simultáneamente, fuertes ráfagas de agua nos amortajaron literalmente, ahogándonos.

Sentí que la sofocación me invadía los pulmones mientras luchaba contra la muerte.

Por un momento, mientras bajaba en caída libre, tuve la precaución de sostener mi respiración y agarrarme con todas mis fuerzas a un trozo de madera enorme que pareció haberse desprendido de nuestra barca.

Vi cómo mis compañeros de viaje abandonaban toda esperanza, vencidos por la vertiginosa succión del abismo.

Vi también que la joven hermosa se precipitaba hacia el fondo, prisionera de su propia chilaba que le servía de mortaja.

Súbitamente, una fuerza irracional se apoderó de mí y sin saber por qué, en vez de intentar subir en busca de oxígeno, me zambullí en dirección contraria, hacia mi pérdida.

Logré alcanzar a la joven. La cogí por los hombros y la erguí, pero viendo que sofocaba me puse a su nivel, apliqué mi boca contra la suya y aspiré hondo para intentar extraerle el agua que había engullido. Toda esta operación no duró más de tres minutos. Pero no sirvió de nada. Era el final.

No obstante una furiosa tempestad se abatió sobre el mar y los vestigios de las barcas fluyeron hacia la profundidad, en dirección nuestra. Comprendí que aquello podría ser nuestra salvación.

Subimos a flote. Nos agarramos los dos con todas nuestras fuerzas a un armazón que llegó a escala de nuestras cabezas y esperamos, teniendo fe ciega en la teoría de Arquímedes: subir pronto disparados hacia la superficie. Y fue lo que ocurrió, para nuestra gran sorpresa: salimos expulsados del abismo  hacia la superficie del mar.

Respiramos hondo e intentamos expulsar el agua bebida.

Estábamos ambos exhaustos y muertos de frío.

Nos sentimos liberados del terror al descubrir que estábamos vivos.

Pero pronto supimos ella y yo que nos dejábamos arrastrar a la deriva sin tener ninguna posibilidad de orientarnos.

Con gran espanto, oímos un nuevo ronroneo.

Las olas empezaron de nuevo a agitarse.

Se formaron montañas de agua que se alzaron y luego se precipitaron sobre nosotros, para aplastarnos por última vez: otro navío, de unas tremendas dimensiones, pasó como una tempestad entre nosotros dos  y nos separó para siempre.

Vi de nuevo la misma escena. Las pateras escupieron a los viajeros, lanzándolos al firmamento. Y de nada sirvieron los  alaridos de pánico.

Chapoteamos con piernas y brazos para alzarnos y luchar contra el terrible monstruo. Mas la corriente nos arrastró de nuevo al fondo del mar.

Con espanto vi cómo mi primer y último amor se alejaba vertiginosamente, solo Dios sabía hacia dónde. El espectáculo de la joven agitando las manos, pidiendo socorro o quizás lanzándome un último adiós, me heló el alma y no pude tener tiempo para pensar.

Tuve la impresión de evolucionar sobre lo que los musulmanes llamamos El Sendero Recto, un puente de hilo que separa el infierno del paraíso, echando a los malos en el primero y a los buenos, en el segundo.

Intuí que yo caía en el primero.

Perdí luego el conocimiento. Y todo terminó.

 

Cuando pude abrir los ojos, vi que alguien me estaba practicando la respiración artificial.

—¡Ha vuelto en sí!  —gritó una voz.

Un policía se inclinó y viendo que estaba consciente me explicó que pronto vendría una ambulancia para trasladarnos al hospital más próximo.

—¿Nos?  —pregunté con voz ronca e incrédula.

—Sí.  —aclaró el guardia civil—.  Usted y una joven llamada Hayat sois los únicos supervivientes. Hasta ahora son cincuenta los  cadáveres que hemos encontrado. —Hizo una pausa y agregó en tono paternal—: la joven debe quererle mucho: no ha cesado ni un momento de preguntar por usted.

 

A pesar de la tragedia, una especie de felicidad empezaba a invadirme, porque estábamos milagrosamente juntos, de nuevo.

¡Qué extraordinaria coincidencia el que la joven se llamara Hayat! es decir, vida.

Como respuesta, sonreí al amable policía, no sin dejar de vislumbrar mentalmente las increíbles circunstancias en que había nacido aquel inolvidable amor…

 

FIN

Ahmed Oubali
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2 Comentarios

  1. Alex Bremdon dice:

    Bellísimo y trágico relato este que hace referencia a una dramática realidad. Me ha gustado mucho el desenlace lleno de esperanza.
    Enhorabuena y sigue escribiendo así. Un saludo.

  2. Ahmed Oubali dice:

    No sé cómo agradecerte estas gratas palabras sobre mi relato. Tu interés y apoyo me animan a seguir. GRACIAS, estimado Alex. un saludo desde Tánger.-)

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