La Roja
- publicado el 17/01/2014
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LA MISIÓN
Clara caminaba sola, como cada noche, por mitad de la carretera. Una fuerte corriente helada hacía ondular con viveza su vestido, y conseguía que los innumerables árboles que presidían ambos lados de la calzada hasta la lejanía oscilaran con violencia. Con la misma brusquedad, variaba la trayectoria de algunas de las finas gotas de lluvia cuya meta original era el asfalto, para que chocaran repetidamente contra su rostro. Le daba igual, aquello no era suficiente para impedir que siguiera, ya había pasado por cosas peores.
En mitad de aquella música indefinible que producía el resto de gotas chocando una y otra vez sin cesar contra el suelo, creyó escuchar, muy a lo lejos, el sonido del motor de un coche, acercándose a gran velocidad. Clara se paró en seco. No sentía miedo por lo que pudiera sucederle. Conocía de sobra qué iba a ocurrir, lo mismo que tantas otras veces.
Sólo transcurrieron escasos segundos antes de que el conductor frenara. Los neumáticos patinaron hasta que el vehículo quedó totalmente parado, justo detrás de Clara. Al momento, aquel hombre se acercó. Estaba alterado, nervioso, ¿qué hacía una niña en medio de la carretera y en plena madrugada? Una voz femenina procedente del interior le indicó que se acercara, y el hombre volvió con una rebeca que puso cuidadosamente sobre los hombros de Clara, para guarecerla del frío, aunque fuera en pequeña medida.
La invitó a entrar en el coche. Él la llevaría hasta su destino. En el otro asiento delantero estaba la dueña de esa voz que antes había llamado la atención del conductor, y que se mostraba muy amable con Clara: ¿Cómo te llamas? ¿Tienes frío? Tranquila, no tengas miedo.
La muchacha no respondía a ninguna de aquellas preguntas. Lo creía innecesario. Ni siquiera importaba quién era, tampoco él. Entonces, esbozó una leve sonrisa; recordaba cómo en tantas otras ocasiones, diferentes personas le habían formulado esas mismas cuestiones, muy similares al menos, pero que, en definitiva, siempre habían quedado sin respuesta, diluidas como un leve susurro incapaz de ser percibido.
El trayecto se prolongó unos minutos más, y a lo largo de esos metros que el vehículo iba recorriendo, aumentando de velocidad poco a poco, Clara se sentía cada vez más inquieta, aunque seguía manteniendo el mismo rictus. No debía malgastar sus escasas fuerzas en llamar demasiado la atención de sus dos acompañantes. No aún.
Así, en un momento determinado, justo en el mismo punto de la carretera en el que siempre lo hacía, Clara pronunció las únicas palabras que sabía decir, las únicas que una y otra noche repetía a los conductores que decidían acompañarla:
-Tengan cuidado. Aquí me maté yo.
Aquel hombre pisó bruscamente el pedal de freno. Cuando el coche se detuvo por completo, observó a través de la luna delantera, totalmente estupefacto, cómo se había parado a escasa distancia de una peligrosa curva que no esperaba, y en la que probablemente, y debido a su exceso de velocidad, habría perdido el control, haciendo inevitable el impacto, sin duda mortal, contra el tronco de alguno de los árboles que se erigían, ya fuera de la carretera, frente al vehículo. A la vez que su esposa, volvió la mirada al asiento trasero, para intentar encontrar una explicación, y así, al menos, dar las gracias a aquella muchacha, que les había salvado de sufrir un terrible accidente. Pero, para sorpresa de ambos, allí ya no había nadie. Clara había desaparecido, sin dejar rastro alguno, tan solo la rebeca, todavía húmeda, que la muchacha había llevado sobre sus hombros.
* * *
Hace años, no recuerdo bien cuantos, en una noche muy parecida, Clara y su novio volvían a casa en coche tras pasar unas horas junto a unos amigos de cierta ciudad cercana. Nunca se pudo aclarar de todo cuál fue la causa, si el exceso de alcohol, algún fallo del coche o, simplemente, la distracción en una fracción de segundo. Lo único cierto es que encontraron el vehículo al día siguiente, estampado brutalmente entre los árboles, únicos testigos de la tragedia. Ambos perdieron la vida en esa misma curva. Desde entonces, Clara vaga por aquella carretera, madrugada tras madrugada, subiendo en un coche tras otro, para avisar, para alertar a los conductores del peligro de ese determinado punto. Para evitar otra muerte. Esa, en definitiva, es la razón por la que sigue ligada aún a nuestro mundo. Alguna de las leyes inconcebibles que rigen el universo, la condición humana, la eligió a ella para desempeñar un papel previsor, y que así su muerte no fuera en vano. Tal es su condición, tal su misión.
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Vaya, hasta el momento en que dice «Tengan cuidado. Aquí me maté yo», no me había imaginado que se tratara de un fantasma! Muy reveladora la sorpresa… También me gusta como describes la actitud de Clara, ese rictus de alguien que ya sabe de qué va todo, que lo sabe de antemano. Muy bueno el personaje!