Un Alma en Pena.
- publicado el 28/01/2009
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Parapeto
Los edificios parecen doblados, como si fueran a caerse hacia dentro, sobre las cabezas de los transeúntes. Al mirar hacia arriba veo que los pisos casi se rozan por los tejados, dejando tan sólo una rendija por la que contemplar el cielo, que es de color verde. Supongo que por eso hay tan poca luz, a pesar de los farolillos chinos que alumbran el ambiente, los cuales antes me habían pasado desapercibidos. El suelo es de gravilla y mientras camino veo pequeños brillos en él, azules y verdes y blancos, como si fueran piedras preciosas, pero no lo son. Son canicas. Huele a carne. El aire parece impregnado de ese olor, como si en todas las casas estuviesen asando chuletas, y en lugar de abrirme el apetito, me sobrecoge una arcada.
La gente que al principio me parecía normal ahora resulta extraña. Todos tienen unas ojeras verdosas, o dientes amarillentos y puntiagudos, o son escuálidos, o tremendamente gordos. Según avanzo los personajes son cada vez más imposibles y grotescos. Se mueven con lentitud y en silencio. Sin embargo, se escucha un jaleo de fondo que combina risas, tambores, gritos y cantos de pájaro, que no sé de dónde proviene, porque ni me acerco del ruido ni me alejo de él, a pesar de avanzar por esa calle que nunca termina.
Me adelanta una mujer de tres metros que al pasar a mi lado se gira hacia mí y puedo ver que en el lugar donde debiera tener los ojos tiene dos bocas que me sonríen. Vuelvo la vista y observo a un anciano que, apoyado en una pared, con navaja en mano, se está cortando el pulgar de la mano derecha, el único dedo que le queda, que cae a sus pies, reuniéndose con el resto en un charco de sangre. Entre la muchedumbre, unos metros por delante de mí, un adolescente hermoso, desnudo y con alas de cisne se eleva sin moverse. Asciende hasta igualar la altura de los edificios y luego se precipita al vacío, estrellándose contra el suelo. Mientras paso a su lado, siempre avanzando, veo unos niños que sentados alrededor del cuerpo juegan con sus órganos y sus sesos, desparramados. Aligero el paso cuando uno de ellos se lleva un puñado de vísceras a la boca. Los niños van vestidos de payaso. Un híbrido de mujer y comadreja recorre el ancho de la calle arrastrando con una cuerda un oso de peluche que no tiene extremidades. Una pareja, un hombre y una mujer, están chillándose en un idioma que no identifico, y un corro de espectadores les anima para que se maten, lanzándoles pistolas y cuchillos. En un soportal, amparado por la sombra, distingo la forma de un hombre sodomizado por un perro que lleva un sombrero de copa. Desde las ventanas, a veces, veo el resplandor de unos ojos rojos tan grandes como mi puño, que me vigilan.
El camino se vacía de personas para llenarse progresivamente de cadáveres. El olor a carne no se disipa, si acaso se sustituye por un hedor a carne fresca, a putrefacción.
Sigo avanzando hasta que la calle se ensancha en una gran plaza rodeada de árboles gigantescos y milenarios. La plaza está abarrotada de seres que parecen personas pero no lo son. El cielo ya no es verde, sino amarillo, pero no por ello hay más luz. Las ramas de los árboles parecen metal, y de ellas cuelgan una infinita variedad de cosas: señales de tráfico, chaquetas, animales muertos, sillas, frigoríficos, llaves, preservativos, relojes, mandarinas podridas, bombillas iluminadas, pinceles, personas ahorcadas, cascabeles e incluso coches.
Es un sueño, me digo.
Porque sé que es un sueño. Lo he tenido muchas noches y es el mismo con pequeñas variaciones. El cielo podía ser verde, o turquesa, o negro. Y a veces no olía a carne, sino a incienso, o a lejía. La calle era siempre la misma. Los engendros y atrocidades que encontraba podían cambiar, nunca dejando de ser desagradables. El único personaje que aparece invariablemente, siempre haciendo lo mismo, es el adolescente alado que se deja caer contra el pavimento.
En mitad de la plaza hay una pirámide escalonada, y en su cumbre, aunque mi vista no logra distinguirla, hay una enorme piedra plana de color gris. Sobre ella, inmovilizado por algún poder, con una túnica blanca, está Marcos.
Sé qué va a suceder porque ya lo he soñado. Sé que cuando empiece a granizar la cabeza de Marcos rodará por la escalinata de la construcción. Y también sé cómo puedo evitarlo. Porque aún sabiendo que es un sueño, que no es la realidad, me veo obligada a protegerle, a intentar salvar su vida.
Tengo que llegar a la cima de la pirámide y pronunciar una palabra para que eso no suceda. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Desde el principio del sueño sé que tengo que atravesar la calle, que puede ser más o menos larga, para llegar a la plaza. Desde el principio sé que él está en la cumbre sobre una fría roca, vulnerable y condenado. Desde el principio sé que tengo que llegar hasta allí y decir una palabra. Desde el principio sé que la palabra que tengo que gritar es parapeto.
Así que una noche más me dispongo a intentar lo que nunca consigo.
Me acerco a la mole de piedra y comienzo a subir los escalones, tan empinados que debo hacerlo a cuatro patas, ayudándome con las manos. La superficie está llena de afiladas aristas que rajan mis manos, mis rodillas y mis pies, porque ahora estoy descalza.
Y si no estuviera descalza, la roca estaría aceitosa y resbaladiza, y si no, me tropezaría con un animal deforme y hambriento que lucharía por hacerme retroceder, y si no, llegaría a un punto donde la pared se volvería lisa, imposible de escalar, y si no, de las grietas de la piedra asomarían unas raíces que abrasarían mi piel, y si no, mis músculos se negarían a continuar, y si no, a pesar de avanzar, me vería siempre a la misma distancia… Y si lograba alcanzar la cumbre, hazaña que sólo había conseguido dos veces, la palabra se me olvidaría. Vería a un encapuchado empuñando un hacha. Intentaría retenerlo, pero allí arriba, en cuanto poso los pies, no puedo despegarlos del suelo, ni moverme. Allí arriba sólo soy dueña de mi voz, y sólo una palabra puede detener el recorrido de la hoja que corta el aire, decapita a Marcos y produce un sonido metálico al chocar con la piedra.
Sigo ascendiendo, con los músculos entumecidos y las manos chorreando sangre. Me siento exhausta, pero no debo detenerme, porque arriba está Marcos y van a separar su hermosa cabeza de su hermoso cuerpo, y no puedo consentirlo. Mientras subo murmuro aquella palabra mágica como un mantra, para que esta vez no se me olvide. Parapeto. Parapeto. Parapeto.
Empieza a llover. Es una lluvia espaciada y fina que reviste la roca de lunares oscuros. Tengo que darme prisa. Sé que las gotas sueltas se convertirán en una lluvia torrencial y espesa, hasta que parezca que estoy bajo una catarata, imposibilitándome la vista, congelando mi cuerpo, inutilizando mis manos. Sé que luego comenzará el granizo, que se estrellará enfurecido contra mí. Y sé que poco después de comenzar a granizar, a pesar del ruido del agua, y de los tambores y los gritos y los pájaros que se oyen sin descanso, escucharé aquel golpe rotundo y metálico, casi cristalino, el hachazo. Y sé que después de ese sonido la cabeza de Marcos rodará por los escalones, rebotando, deformándose con cada choque, tiñéndose de rojo, pasando por mi lado a la velocidad suficiente para que vea sus ojos abiertos, mirándome sin mirar.
Tengo que darme prisa. La lluvia se hace más fuerte. El agua me hace resbalar, pero sigo ascendiendo. Parapeto. Parapeto. Parapeto. Repito la palabra creyendo que puede darme fuerzas. Parapeto. Parapeto. Parapeto. La cumbre está ahí, a menos de diez metros, pero no consigo acercarme. Siento la primera piedra congelada en mi gemelo. Luego otra en la espalda, en la cabeza, en mi brazo… En segundos todo mi cuerpo se siente apedreado con hielo. Cada vez que escalo un metro, resbalo y retrocedo dos. Tengo que darme prisa porque ha empezado el granizo y no estoy en la cima. Parapeto, grito. Parapeto, chillo con todas mis fuerzas. Parapeto. Parapeto. Parapeto. Pero sé que ahí abajo no sirve de nada, que ahí esa palabra no tiene poder. Tengo que llegar arriba para decirla. Parapeto.
Entonces escucho el sonido del hacha al golpear la piedra, apenas seis metros por encima de mí. Mi garganta grita aquella palabra que nunca evita lo inevitable mientras la cabeza de Marcos rueda por los escalones, rebotando, deforme y ensangrentada, pasando a mi lado con sus ojos abiertos vacíos de reproche y de amor.
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Me despierto con el corazón encogido y bañada en un sudor frío. Me giro para contemplar a Marcos, que duerme a mi lado ajeno a su desgracia. Otra noche más, aunque sea en un sueño, le he fallado. Ojalá pudiera salvarte, Marcos, susurro en su oído aterrorizada.
Senda, 2009
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Muy bueno.
muchas gracias Luis