Aurelio el avaro
- publicado el 11/08/2008
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Vivimos de amor
Resulta difícil de explicar, pero durante un año, nueve meses y cuatro días, viví de amor.
Eva y yo nos conocimos en una fiesta de un amigo común. Esa noche la pasamos hablando encerrados en la cocina. A los dos días quedamos para ir al cine, y después de la película, en su casa, nos acostamos por primera vez. A la semana siguiente nos declaramos como pareja oficial. A las dos semanas desaparecimos para el resto del mundo.
Estuvimos sin salir de mi dormitorio un año, nueve meses y cuatro días.
Recuerdo el día de nuestro encierro. Habíamos desayunado churros, eran las diez de la mañana y nos recogíamos después de una noche irresponsable y feliz. Entramos en mi habitación, medio sobrios, y nos quitamos la ropa con mucha prisa. Hicimos el amor y nos quedamos dormidos. Me desperté de noche, o eso creo, cuando sentí la mano de Eva hurgando en mis calzoncillos. Cuando sus gemidos se ahogaron, sus dedos se clavaron en mi espalda y su cuerpo pareció sacudido por una descarga eléctrica, proclamando la cumbre de su placer, la besé en la frente incontables veces, y la abracé.
Estuvimos horas abrazados en silencio, y, de pronto, sentí hambre. Me levanté de la cama pero Eva me retuvo agarrándome de las piernas, jugando revoltosa a detenerme, mordiéndome el culo, lloriqueando con echarme de menos, chantajeándome con no amarme si me separaba de ella, provocándome con su necesidad de sexo, tan urgente que si me iba se vería obligada a satisfacerse sin mí, tan urgente que si me quedaba y no la tocaba lo haría aunque la mirase, y decidí comer más tarde, porque ella me parecía mejor que cualquier delicia culinaria.
Después de unas horas, o de un día, Eva quiso beber agua, pero esta vez fui yo el que la retuve aferrándome a sus pechos, suplicando que no se fuera, exagerando o minimizando la necesidad de su presencia, exponiendo argumentos tan válidos como que si cruzaba la puerta iba a morirme de pena, convenciéndola de las ventajas de la cama mientras mis pulgares redondeaban sus pezones, y ella decidió que la sed de agua podía esperar, porque mi boca ya era un manantial donde saciarse.
En otra ocasión creí sentir ganas de orinar, pero cuando Eva empezó a contarme aquella historia de los gatos de su vecino, y a sacar sus propias conclusiones, amplificando las manías del hombre, con los ojos resplandecientes y la risa floja, quise aprenderme todas sus palabras, y se me olvidó que quería ir al baño.
Otra vez Eva comentó algo de ir a lavarse los dientes, y luego alguno pregunto que para qué, si no los ensuciábamos con comida, y el propósito se olvidó entre nuestras carcajadas, y las carcajadas se convirtieron en risitas, en palabras cariñosas y en gemidos.
Perdimos la noción del tiempo, supongo. No recuerdo otro orden de las cosas y no puedo establecer ningún calendario que no se base en aquellos primeros días en los que aún pensábamos precisar algo más que amor. Luego descubrimos que estábamos equivocados, y que tan sólo necesitábamos amor para vivir.
No nos preocupaba cuando era de día o de noche. No teníamos más hambre que no fuera la de chuparnos los dedos de los pies. No teníamos más sed que la que saciaba nuestra saliva, nuestra excitación y nuestro sudor. Dormíamos poco porque la emoción de tenernos cerca apenas nos dejaba conciliar el sueño. Hablábamos con sinceridad y escuchábamos con atención. Nos detallábamos anécdotas ridículas pero decisivas, y exponíamos teorías nuevas sobre el universo, o sobre la técnica perfecta de rascar la espalda. Nos confesamos delitos y pecados, susurrando secretos en la penumbra, confiándonos cada pesadilla, cada sueño, cada vivencia y cada sensación. No sabíamos la estación ni el clima que reinaba fuera de aquellas paredes, ni nos importaba. No teníamos calor, porque el sudor se enfriaba con soplos que ponían el vello de punta y nos refrescaba un escalofrío desde la nuca. No teníamos frío, porque calentarnos los pies, los abrazos y competir en darnos placer eran inagotables fuentes de calor. No queríamos relacionarnos con otras personas porque eso hubiera restado tiempo para poder mirarnos a los ojos. No necesitábamos más aire que el aliento que escapaba de los labios del otro. No teníamos más baño que el que nos procurábamos a base de lamernos, y si alguna vez desinfectamos una herida, lo hicimos con lágrimas. No llevábamos ropa porque era una tontería vestirse y desvestirse tantas veces y porque, además, no teníamos nada que esconder. No queríamos otra cosa que no fuera estar en aquella cama para siempre, y así nos lo decíamos al oído entre un beso y una historia contada mil veces, o un recuerdo inesperado que compartes conmovido. La soledad era algo imposible porque nos teníamos el uno al otro, y cuando no nos mirábamos a los ojos mirábamos en la misma dirección. Nos conocíamos y nos descubríamos de forma innata, premonitoria y empática, aprendiéndonos las posturas, intuyéndonos los gestos y las sonrisas, terminándonos las frases con una carcajada. No existía nada que no fuera aquella cama protegida por esas paredes ni nadie que no fuésemos nosotros desnudos en esa cama. La rutina era innaccesible porque no nos cansábamos de las cosquillas ni de las confidencias. Manteníamos el misterio y la pasión porque seguíamos dándonos sorpresas agradables. Inventamos formas de besar que quitaban el dolor de cabeza, el cansancio o la nostalgia, y unas caricias que eliminaban las agujetas, las grietas del corazón y los nudos del pelo. Construimos una lista de palabras mágicas que eran capaces de hacernos llorar de risa, serenarnos cualquier inquietud o apresarnos en la más salvaje lujuria. No echábamos en falta un libro, ni una televisión, ni un paseo, porque contarnos las lecturas, las películas y los viajes que habíamos vivido por separado ya eran suficiente interesantes. No buscábamos nada que no estuviera en nuestros pensamientos o nuestras pieles, porque todas las incógnitas del mundo, y toda la verdad, se concentraba en el satisfecho agradecimiento de encontrarnos y reconocernos en el otro. No hacíamos otra cosa más que amarnos con las palabras, con el cuerpo y con el espíritu. No había más pleito que discutir quién quería más a quién.
Después de aquello se sucedieron otras quejas parecidas. Una vez, mientras estábamos abrazados en silencio, me propuso que le contase algo, porque se aburría, y me sorprendió tanto aquel comentario que la voz se me quebró cuando me atreví a sacarla. En otra ocasión fui yo el que me decepcioné a mí mismo cuando comencé a notar la boca seca y pastosa y sus besos no acababan de quitarme la sed.
Quizás fueron dos semanas, cinco días, o siete horas, lo que aguantamos añorando cosas que habíamos olvidado, de las que habíamos prescindido cuando sólo necesitábamos amor para vivir. Empecé a no reconocerme, o a que no me gustara lo que reconocía en mí, porque me rugían las tripas, o me palpitaba la vejiga, o me apetecía estirar las piernas. Una vez Eva retiró mi mano de sus muslos y no pude comprender aquel sacrilegio. Al poco rato comenzó a hablar de sus padres y de su hermana, preguntándose si estarían bien. A mí, no sé por qué, se me ocurrió preguntar cuánto tiempo llevábamos sin salir, y ella se pasó horas encogida en un rincón sin decir nada.
No sé cuánto tiempo pasamos así, convenciéndonos el uno al otro de no tener hambre, o de no echar de menos a la familia, o de no tener ganas de salir de fiesta. Comenzamos a discutir por tonterías, a declararnos la guerra, a espiarnos los movimientos, a firmar treguas, a herirnos y a volver a la batalla, como dos militares orgullosos y seniles. Nos aferrábamos a las confidencias, a las caricias preferidas y a las promesas queriendo satisfacernos como antes, pero ya no nos llenábamos de complicidad.
El amor dejó de alimentarnos, y se hizo definitivo el día que escuchamos el timbre de la puerta. Los dos nos miramos boquiabiertos, pero fue Eva la que se encogió de hombros y dijo «¿quién será?», y yo, que también sentía curiosidad, me quedé perplejo cuando la vi levantarse, ponerse mi bata, avanzar hasta la puerta, agarrar el pomo, girarlo y salir de la habitación, sin mirar ni una sola vez hacia atrás.
Eva se asomó por el quicio de la puerta diciendo que era una carta certificada para mí. Me levanté a firmarla y luego decidí darme una ducha. Cuando salí de ella Eva, mientras se tomaba un café solo con azúcar, aduciendo que la leche llevaba meses caducada, me dijo que ya no estaba enamorada de mí.
Y así acabó todo.
Mi madre puso el grito en el cielo cuando me escuchó a través del teléfono. Por lo visto, llevábamos desaparecidos más de un año y medio. Habían puesto fotos en todas las tiendas, habían barrido todos los barrancos y llamado a todos los hospitales buscándonos a mí y a Eva. La policía se había aburrido del caso hacía más de un año, suponiendo que nos habíamos fugado en un loco y romántico viaje de novios, teoría que, en cierta forma, era acertada.
Registraron mi casa los primeros días, y, según me contó mi madre, allí no había nada. Según ella, que lo vio con sus propios ojos, el dormitorio estaba vacío. Por eso no me creyó cuando le contesté a la pregunta de dónde habíamos estado. A Eva le sucedió algo parecido, bombardeada con preguntas y dudas que, en el fondo, no quería ni sabía resolver.
Fueron días ajetreados y extraños, llenos de la inseguridad que se apropiaba de mi voz cuando alguien volvía a preguntar aquello de «¿dónde te habías metido?» y de la nostalgia del cuerpo de Eva en aquella cama en la cual yo seguía durmiendo.
Las cosas, poco a poco, volvieron a su sitio, y yo seguí durmiendo solo. Al cabo de unos años un antiguo amigo mío y de Eva me preguntó sobre aquel viaje a Argentina que nunca habíamos hecho. Resulta que ella, al final, había inventado una historia para justificar nuestra ausencia. Después de mucho tiempo, cuando coincidimos en una cena, ya la había contado tantas veces que descubrí que incluso ella se había creído su coartada de nuestro viaje a Sudámerica, olvidando que durante más de un año sólo necesitamos nuestro amor para vivir, y, lo que es todavía más importante, para vivir felices.
Han pasado ya más de veinte años y, a veces, si estoy melancólico, o si me emborracho en una reunión con viejos amigos, o si una mujer bonita me pregunta más de la cuenta, suelto esta historia. La cuento porque es la experiencia más sobrenatural que he vivido nunca y a veces la encuentro tan extraña y magnífica que quiero compartirla. La cuento aunque me haya quedado mudo ante las ironías de mis oyentes, comentando si nos habíamos pasado aquel tiempo drogados o cómo era que ella, follando tanto, no se hubiera quedado embarazada. La cuento aunque todos me miran como si estuviese loco.
Lo comprendo. Yo también tengo mis dudas. Son millones las incógnitas que me reconcomen. A mí más que a nadie, porque los hechos son los hechos, y yo los he vivido. Quisiera comprenderlo, pero no puedo explicar que no necesitásemos comida, ni orinar, ni luz, ni aire fresco, ni ver otras personas. No puedo explicar que la policía, y mi madre, y seguramente mis suegros, entraran en mi dormitorio y no nos vieran allí. No puedo explicar que nosotros, estando allí, nunca viéramos a nadie, ni escuchásemos otro timbre más que el de aquel día. Tampoco puedo explicar que a mí no me hubiese crecido la barba en todo ese tiempo y que a Eva, en tantos meses, jamás le viniera la regla. No puedo discutir las ocurrencias de mis amigos porque yo mismo nunca he descifrado el misterio.
Es algo que nunca me había pasado, ni volverá a sucederme. Sin embargo, nadie cree esta historia. Ni siquiera Eva que, como yo, vivió de amor durante un año, nueve meses y cuatro días.
Senda, 2009
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