Torcer la esquina
- publicado el 18/11/2013
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La Balada del Hombre y el Espectro
Ahí estaba otra vez, ya se había acostumbrado a aquella sensación. Llevaba mucho tiempo sintiendo lo mismo, podía sentirlo todos los días durante semanas o una vez al mes, siempre y cuando estuviese a punto de quedarse dormido o a punto de despertarse. Tampoco importaba si era de noche, porque en varias ocasiones le había ocurrido mientras tomaba una siesta durante el día.
Empezaba como una pequeña molestia en medio de la frente, como cuando alguien acerca un dedo a esta zona mientras se permanece con los ojos cerrados; las mejillas se le templaban y la boca se le sellaba súbitamente; Después el hormigueo le bajaba por los brazos para llegar, finalmente, hasta la punta de los dedos de la mano; después el frío se le clavaba en la espalda y la parálisis se le trasladaba, por último, a la planta de los pies.
Era como un adormecimiento pero sin la sensación dolorosa, sólo prevalecía la parálisis, y lo único que permanecía bajo su control era el movimiento de sus ojos y párpados, y la lengua, aunque de qué podía servir con la boca más sellada que una tumba. Cuando se encontraba completamente inmovilizado, y después de unos cuantos parpadeos, se aparecía frente a él la imagen de un hombre, un anciano encorvado que bien podría ser su abuelo.
Nunca pudo definir un rostro reconocible, pues la imagen nunca le fue nítida a excepción de unos ojos que parecían observarlo desde más allá de la muerte; Sabía que era un anciano porque así lo sentía, era la misma presencia que le imponía su viejo padre o uno que otro amigo pasado de años. Nunca conversaron de nada en las muchas ocasiones que el visitante fue a verlo, se quedaban congelados en un mutismo infinito. La aparición sencillamente se quedaba observándolo con su mirada felina, mientras que el hombre, indefenso, no podía evitar el vértigo frente a esos ojos abismales.
Tampoco reconoció en su acompañante algo que le indicara que fuese humano, nunca emitió sonido alguno, un suspiro, un crujido en la madera en que reposaba, es más, no se le escuchaba siquiera respirar, tampoco pudo apreciar sentimiento alguno a través de esos vidriosos ojos de cadáver. Era como estar sentado frente un muñeco, algo que aparenta ser, pero que no es, y durante sus cortas visitas el cuarto se tornaba inexplicablemente frío y sonoro, como si todos los ruidos de la ciudad se hubieran reunido e intensificado en su habitación para destacar aún más la presencia de esa cosa.
“La cosa”, como el hombre empezó a llamar a la aparición, generalmente se sentaba apacible en un banco que era usado como mesilla auxiliar, pero también la veía de pie junto a la ventana, recostada contra el librero o acurrucada en alguna esquina oscura desde la que se vislumbraban los destellos de sus horrorosos ojos. En una ocasión el hombre se sintió desfallecer cuando, al abrir los ojos, se encontró con aquella mirada horrenda a pocos centímetros de su rostro; lo que le hizo helar la sangre no fue la visión en si, sino la escabrosa sensación de ser escudriñado por algo que él mismo no entendía y que, muy seguramente, no tenía la capacidad de ver.
Estos eventos tendrían una explicación fácil para una persona crédula, podía ser un fantasma o una persona que entraba en un trance tan profundo que lograba desprenderse del plano físico y que, por alguna razón, iba a visitarlo. Pero existía un problema, el hombre no creía en nada, creía en la ciencia, en las explicaciones concretas, en los hechos y en las cosas que podía ver, oler, sentir o palpar; no creía en Dios, en reencarnaciones ni en nada por el estilo, o mejor dicho, el hombre sufría de un exceso de creencia y un ego infinito, era por eso que cuando le sucedía un evento “paranormal” entraba en un estado tal de negación que le permitía buscar una explicación mediocre a un suceso que no tenía una.
Consideraba que los fantasmas eran cuentos para asustar niños, y que las historias de desdoblamientos eran habladurías de charlatanes que buscaban explicaciones fantásticas a sueños extraños; Por esta razón se encontraba en un dilema cruel. Por una parte, si le daba crédito a las habladurías toda su pragmática se iría al suelo, y si por el contrario, entraba en negación como era su costumbre, qué mediocre respuesta le podía dar a algo que estaba viendo y sintiendo.
Esta situación creó en el hombre una apremiante necesidad de explicarse lo que ocurría, había descartado la opción de creer, -loro viejo no aprende a hablar y yo ya estoy muy viejo para empezar a creer en cuentos raros- se decía, -debe ser un sueño, eso es, esto debe ser el reflejo de algo que ocurre en mi cabeza, “la cosa” es una invención de mi cerebro que intenta exteriorizar algo que ocurre adentro- y así siguió el hombre, pasó muchas tardes repitiéndose a si mismo que la aparición no era aparición sino reflejo, hasta que se percató de que su visitante ya llevaba varias semanas sin ir a verlo.
En un comienzo se alegró mucho, había vencido a su propio inconsciente y pulverizado varios de los temores que atormentaban a la humanidad. Pero después sintió que un vacío empezaba a consumirle las entrañas, ¿Cómo un fenómeno tan extraño y por el cual tantos filósofos, teólogos, científicos y personas del común se habían devanado los sesos podía tener una explicación tan simple?.
Por esa razón cuando empezó a sentir el hormigueo en la frente tuvo, por primera vez en varios meses, una gran sensación de alivio; pues entonces supo que esa noche el anciano vendría a verlo, y que él, ya desde hace tiempo, había empezado a extrañarlo.
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en «la historia interminable», fantasia y la emperatriz infantil desaparecian cuando la gente dejaba de creer en ellas.
no entiendo mucho el «miedo» que tendria que dar este relato; o es mas bien que el miedo que tiene el protagonista a si mismo le hace tener esa compañia fantasmal?
en cualquier caso, ten cuidadin con las descripciones que das de los ojos del espectro porque no tiene nada que ver tener una mirada felina con una vidriosa como la de un cadaver.