Aquel lejano arcoiris.
- publicado el 29/10/2012
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La circularidad del tiempo
Ahora después de tanto tiempo es que entiendo que el error fue mío, ya soy lo suficientemente viejo como para dejar volar la fantasía, pero en ese momento yo era muy joven, era casi un niño, no tenía forma de saberlo, principalmente por esa impertinente necesidad de tener que comportarme como un adulto.
Después de esa tarde esperé durante la cena algún reclamo, pero los ojos de mi madre evadían los míos, luego esperé la confrontación durante meses, acostumbrado a esa tradición de que para criar hijos verracos hay que educarlos con chancleta. Una espesa nube se cernía sobre mi cabeza, pero el reclamo no llegó nunca, ni siquiera después de que me fui lejos, mucho después de que tu lo hicieras, incluso después de que mis hijos correteaban por los rincones de la casa el fantasma de esa tarde se inclinaba sobre ellos, inocentes de la tensión fulminante que se generaba, y aún así ese reproche nunca dado colgaba sobre cada reunión, ese “algo” que quedaba tácito entre las miradas que se cruzaban en medio de la taza de café, demasiado vergonzoso para ser nombrado.
Ahora que lo pienso no sé si esta carta llegue hasta tus manos, después de tantos años de no saber de ti, de no tener ni la menor idea de dónde estás, de no saber si aún vives, como deseo que aún vivas, hasta este momento tu existencia se ha resumido en mi vida como el secreto que esconde una deshonra innombrable. Pero en este momento sólo puedo recordar como antes era tan fácil encontrarte, me bastaba tu olor para encontrar tu cuerpo, imponente como el sudor de un caballo, un olor cargado de tierra, como el que se levanta con esta lluvia y hace más dolorosa tu ausencia en todas partes. Ese olor que se sembraba en mí, que se quedaba en mis manos cuando derramabas toda tu sensualidad en mis sábanas, como esa tarde en que, ebrio por un deseo que dolía, me dejé arrastrar por esa avalancha que despertaba tu presencia.
La lluvia, la cerveza de la tarde, el llegar temprano a casa, toda esta cadena de pequeñas casualidades culminaron conmigo, pensando en ti, tal vez sea ese el motivo de esta carta, la necesidad de exorcizar tu fantasma que me ha acosado por años. Esa noche en el bar también llovía, ¡como anhelaba una cerveza ese día!, helada, sin limón, siempre me molestaba la idea de revolverle limón y sal a la cerveza, nada más delicioso que sentir su sabor amargo que pasa por la garganta con dificultad. Pero a ti te encantaba esa combinación, a mi modo de ver ordinaria y odiosa ¿Qué sentido tenía tomar una cerveza que no sabía a cerveza?, si pudiera verte nuevamente te invitaría una, sólo para poder ver por una vez, aunque sea sólo una, esa forma tan tuya de lamer la sal de borde helado del vaso, si tan sólo supiera a donde enviar el sobre.
Pero esa noche algo cambió, algo fue irremediablemente diferente entre nosotros, cuando al querer entrar al bar encontramos el letrero, «sólo parejas», yo pensé en el tedio de buscar otro lugar, pero tú, con toda la tranquilidad que te caracterizaba me tomaste la mano e ingresamos. La vergüenza se me podía ver en la tensión de los hombros, en la electricidad que me estremeció cuando me tocaste, en los ojos que nos perseguían a lo largo del bar, en esa sonrisa traviesa del que sabe que hace algo indebido, la vergüenza que se depositó en la silla cuando me dijiste que ya podía soltarte la mano, la vergüenza que se me bajó a las piernas cuando, a la mitad de la cuarta cerveza, te sorprendí con el choque de mis labios en la mitad de tus dientes.
Creo que nunca llegué a entender lo que me atraía de ti, pensándolo bien tenías unos hábitos bien raros, como cuando pedías el café negro cargado y esperabas a que se enfriara haciendo figuritas con el pitillo manchando la servilleta, después me fulminabas con la luz de tus ojos y me decías algo como: “De aquí a cien años no valdrá la pena viajar, porque el mundo es cada vez más uniforme”, y yo me quedaba asombrado y te decía que era algo muy profundo, entonces tú recompensabas mi inocencia con el espejismo de tu sonrisa y terminabas diciendo que por lo menos eso era lo que pensaba Paul Bowles. Y yo me quedaba mirándote y me preguntaba qué carajos hacía con una persona como tú, entonces me acordaba de todo lo que nacía en ti, en tus ojos, lo que creabas con tus manos y toda esa magia que palpitaba en ti, magia era todo lo que te rodeaba, lo que palpabas con esas manos, la magia que nacía en tus manos y transmitían tus ojos cuando me tocabas.
Esa tarde remota también llovía, las gotitas golpeaban la ventana y tu jugabas a seguirlas con el dedo tendido boca arriba con toda tu esplendorosa desnudes, y yo también jugaba con mi dedo a seguir las gotitas de sudor que quedaban en tu pecho sin senos, esa tarde en la escuchamos los pasos en el corredor y se nos sembró en la piel la vergüenza, cuando los ojos de mi madre reflejaron el terror del que descubre una bajeza innombrable, el mismo reflejo en tus ojos cuando te dije que te fueras, que no quería volver a verte, que me parecía asqueroso lo que hacíamos, ese mismo reflejo lo vio en mis ojos Roberto, mi hijo, cuando al llegar a casa lo descubrí fundido en los brazos de su compañero de fútbol Matías.
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