Llaman a la puerta, y es un chaval que creo que se llama Rafa, no lo tengo claro. Pero sí sé que siempre me dio morbo. Viene a entregar una carta certificada para mi padre, la cual tengo que firmar. Él sí recuerda mi nombre, y lo apunta y pregunta mis apellidos. Escribe, desdobla papeles, se le cae el bolígrafo, lo recoge, sonríe, me mira el escote, vuelve a pedirme que firme…

–Te llamabas Rafa, ¿no?

–Eh… sí.

–¿Tienes novia, Rafa?

–No…

–¿Quieres mi número?

Rafa me ha contemplado con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa. Parece que, por fin, lo entiende. De nuevo siento cómo su mirada se desvía un segundo a mi cuello, y saco mi media sonrisa, hacia la izquierda, sin enseñar los dientes, mirándolo por encima de las gafas.

–Eh… sí. Sí. Dámelo.

Me mira, ansioso, con boli en mano, y dicto los números mientras los anota en un sobre con garabatos. Contemplo extasiada cómo escribe mi nombre en mayúsculas y lo mete todo en un recuadro, remarcando la importancia sobre lo demás.

Nos miramos unos segundos. Estoy apoyada en el marco de la puerta, y sólo lo observo divertida. Parece que no sabe qué hacer, así que le digo que ya puede irse, y que me llame. Rafa se ríe y asegura que sí, que me llamará, y me pregunta si quiero quedar esta noche. Acepto la invitación.

Vuelve a sonreír mientras se gira, con su carrito lleno de papeles. Yo me meto en casa.

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