El beso
- publicado el 22/12/2010
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Un hijoputa en Nueva York –
01 ago 11
Deseo comer tarde y deseo comer solo. Tontería de la que en España no caía en la cuenta, aquí en Nueva York, la comida se ha convertido en un rito importantísimo a medias entre un festín a mitad del día y comer tarde por morriña española, lo que me lleva a mirar el reloj compulsivamente a partir de las doce.
Voy en moto hasta Chinatown, dos o tres veces por semana, ahora que hace buen tiempo. Conozco casi toda la oferta del East Village, que es mucha, pero es en el barrio chino donde mejor me encuentro. La sencillez de los restaurantes chinos y su variedad de platos a buen precio me hacen sentir bien en estos sitios. Lo sencillo es agradable y atrae a gente que también lo es. La comida es buena, el ambiente turístico no me importa, todo lo contrario; el ir y venir constante, las quedadas en la puerta, las bocas abiertas, los ojos como platos, me lleva a mí también a interesarme por todo ello como si acabara de aterrizar. La curiosidad del recién llegado es contagiosa.
Las dos cervezas que acompaño en la comida es lo que confiere a este tiempo el rango de celebración. No sabría qué hacer con el día sin estas dos cervezas, convierten la simple hora de la comida en el salvavidas imprescindible para soportar la jornada entera. La petaca de whisky que llevo encima hace del café un supercarajillo en toda regla que me concede una chispa que durará hasta las seis de la tarde. Y es muy excitante, como lo que pasó un día de estos.
Esta semana en un chino de la zona una familia alemana hace su entrada con dos hijos, el niño debería tener siete u ocho años, la niña unos trece. Mamá y papá hace unos veranos pasaron de los cuarenta. Antes de tomar asiento miran atentamente las cartas estudiando los componentes de todos y cada uno de los platos como sólo saben hacerlo los alemanes, número por número, línea a línea; señalaban con el dedo aquel plato, luego el otro, abajo los postres. Asentían tras leer los precios.
La niña, aburrida ante el exhaustivo repaso a los menús, comienza a observar a los comensales de las mesas. Fue en ese momento, al despegarse del arco paternal y ocupar el centro del pasillo donde empieza la hilera de mesas a ambos lados de la sala, cuando clavé la vista en la belleza absoluta de la niña. Busqué complicidad en los hombres del restaurante y, efectivamente, la encontré. Uno cree siempre ser el primero en este tipo de hallazgos y resulta que no, que otros ojos llegan antes que tú por muy atento que estés a la entrada de la puerta de cualquier lugar donde haya puertas.
La niña se percata de que en una de las mesas próximas al pasillo hay una familia (ella no adivina que de italianos, pero yo sí) con un niño algo mayor que ella, moreno de piel, que lleva en el pelo un pañuelo muy llamativo de color rojo con cenefa veneciana en blanco y un pendiente a juego en su oreja derecha. De haber tenido otra edad, el niño pasaría por gay pues el pañuelito no dejaba lugar a dudas, pero se encontraba en esa edad donde todo queda bien, incluso un reclamo rojo como aquél. Desde mi posición veo perfectamente a los dos pimpollos y me dispongo al juego demoníaco de observar todos y cada uno de los movimientos, gestos e insinuaciones que se lanzan entre sí. Adivino las intenciones y me divierto enormemente. El niño italiano cambia la expresión del rostro, aviva los ojos, sube el volumen de la voz, exagera la musicalidad de su idioma hasta hacerse perceptible por ella y ríe todo el rato sin venir a cuento.
Ella, en un gesto único de esa edad y de ninguna otra edad que esa, y llevada por la facilidad que la espera le producía, simula un falso aburrimiento que le hace agarrarse el vestido por ambos lados y levantarlo ligeramente al tiempo que sus labios en forma de hociquitos intentan silbar sin emitir sonido alguno. Giraba en torno de sí con ese movimiento típico de las clases de aerobic para rebajar cintura. El vestido apretaba cada vez más sus muslos provocando con cada giro una leve ascensión.
De pronto, cuando parecía que la niña no era consciente de la polvareda que levantaba, los padres del niño italiano se vuelven a toda prisa para averiguar el motivo por el que el hijo había dejado de masticar. En ese preciso instante, justo en la milésima de segundo que tardaron los cuellos de los papás italianos en dar la vuelta, la niña se suelta el vestido y plancha a toda prisa con la palma de sus manos los lados que habían quedado arrugados tras la danza inconsciente, volviendo a la vera de sus padres y dejando ir un “Ich habe Hunger“ muy natural.
El camarero indica a la familia alemana dónde pueden sentarse y la niña se adelanta para elegir el sitio conveniente en la mesa, de forma que pueda quedar frente a su Romeo. Pero la repentina alteración de la niña y su evidente precipitación alertan a mamá alemana, que se percata de la jugada al comprobar el ataque frontal que a esas alturas ya le emprendía el corsario de pañuelo rojo. Mama grossen obliga a la niña a sentarse junto a su padre, de espaldas al peligro. Se complica el romance.
Los italianos piden la cuenta y el niño sube el volumen de su risa al máximo. Mamá alemana mira triunfante al morenito y se adjudica una nueva victoria en su defensa, orgullosa de haber conseguido una día más de pureza para su retoño. La niña ve alejarse al deseo y reconoce en la expresión de mamá el gozo de su triunfo. Llevada por la rabia, se atreve a una última mirada descarada a la búsqueda del flechazo definitivo, gira del todo la cabeza y sus ojos piscina encuentran los ojos tierra de él. Y grita:
«Mama, warum gibt es keinen Pool im ¡¡HOTEL ROYALTON!!?» (¿Mamá, por qué no hay piscina en el ¡¡HOTEL ROYALTON!!?
Deedo Parish
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