¿QUE PUDO OCURRIR?
- publicado el 14/08/2014
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Un hijoputa en Nueva York – 22 ago 11
22 ago 11
Sam es un pelín pijo y snob para mi gusto pero me agrada quedar con él de tanto en tanto porque es diferente al resto de gente que suelo frecuentar. Tenemos orígenes distintos, no sólo de país, también de educación, de maneras y de clase social. Nunca hubiéramos entablado amistad de no haber sido porque durante un brunch que la empresa celebró en el salón de un hotel ligamos con dos españolas allí mismo, delante de todo el mundo. El numerito tuvo su gracia y eso nos reportó una cierta fama de playboys que en absoluto se corresponde con la realidad y a partir de ahí hicimos buenas migas. Desde entonces siempre que salimos es para ir de caza.
Sam es de Stamford (Connecticut) y tiene toda la pinta de americano medio, rubio, rostro angulado y uno ochenta. Si no tuviera buenos modales y pinta de pijo no ligaría nada, pero el tío sabe sacarle partido a su físico. Con Sam es imprescindible acostumbrarse a su tema de conversación preferido: Francia y todo lo francés. Es monotemático: vino francés, moda francesa, cocina francesa…Como gran parte de los norteamericanos atribuye a Francia el mérito de los verdaderos lujos de la vida. Para Sam un buen peluquero ha de tener el acento al revés en el letrero, sino, no entra. Comer, beber, vestirse al estilo francés y hacer un viaje con su pareja a París es para un estadounidense la confirmación de que está triunfando en la vida. Ya les puedes explicar maravillas de la cocina española, de los zapatos italianos y de los vinos alemanes, para ellos divertirse a lo grande implica consumir productos franceses. Y punto.
Entramos en el Jadis, un lugar acogedor en el Lower East Side, a base de quesos y buenos vinos. El camarero trae las ensaladas, los surtidos de quesos (que no cabían en los platos) y la orden de los Cartujos en rebanadas de pan. Yo diría que a un queso le ha entrado la humedad, tenía una mancha enorme de color azul verdoso como esas que salen en el techo de los sobreáticos; le señalo a Sam la mancha claramente con el dedo pero Sam no la ve, no puede haber errores para él en algo que se pronuncia “Tomme de Savoie”. Si saliera de entre el queso un sapo no le importaría porque sería un sapo galo y Sam se lo comería tan contento.
Pero vayamos al motivo de la cena.
Sam me suelta: A las nueve tengo una cita con una chica. Aquí mismo. Ella vendrá con una amiga. Son francesas. Como ellas vendrán después de cenar con su familia del Balthazar, tomaremos una botella de champagne. ¿Qué te parece?
Lo dijo todo sin cambiar el aire de los pulmones, así que le pregunté desde qué día tenía la cita. Miércoles, me dijo. Teniendo en cuenta que era sábado y habíamos quedado el día anterior, o sea, viernes, y no me había dicho nada de cita alguna con dos francesas, la pregunta era obvia, pero se adelantó y me dijo: es que cuando te llamé ayer no estaba seguro de querer salir con ella, aunque ya tenía la cita. ¿Te importa que vengan?
No cuadra lo que has dicho –le dije-, porque si hoy hubieras pensado que no tenías ganas de verla no creo que la hubieras llamado para decirle “no puedo quedar contigo porque ya había quedado con un amigo desde antes del miércoles”. No tiene lógica –le dije-, así que esfuérzate un poco más y cuéntame otra historia.
Y me dice: de acuerdo. La que viene con ella es lesbiana.
Me cogió a medio trago y me derramé el vino por los pantalones. No es que me sorprenda yo ahora de una lesbiana, ni que le tenga aversión a salir de fiesta por ahí con una lesbiana, solo faltaría, pero me extrañó aún más que, siendo lesbiana, no me lo dijera antes. Se me hacía difícil entender tanta reserva por su parte. No insistí más y le dije que me daba igual, al fin y al cabo, el problema es tuyo –le dije-, puesto que si salimos cuatro personas, de las cuales dos son hombres y otras dos son mujeres, y resulta que de las dos mujeres una es lesbiana y la otra no, el problema colega es todo tuyo, porque eres tú el que quieres trabajarte a la que no es lesbiana. Y si durante la noche resulta que la que no es lesbiana, es decir la que ha quedado contigo, acaba poniéndose tierna con la que sí es lesbiana, ya te adelanto ahora que nosotros dos no acabaremos como ellas. It’s Ok? Pues ya pueden venir cuando quieran las froggy de los cojones.
A partir de aquí ocurrió todo muy rápido. El restaurante tiene una sala para cenas privadas, cada tanto se escuchaba el griterío típico de grupo con mayoría de mujeres. Dos de ellas entran en el salón donde nos encontrábamos nosotros justo en el instante que las dos francesas aparecen en el restaurante. Una de ellas conoce a una de las mujeres de la cena del salón privado y se ponen a hablar. Le dije a Sam: ¿a que adivino quién es la lesbiana”. Efectivamente.
La chica francesa que había quedado con Sam era guapísima y no tenía el menor aspecto de lesbiana, aparentemente. Se acercó a nuestra mesa mientras noté en el estómago el efecto de aquella mancha azul verdosa que me había comido y que ahora pretendía salir por donde fuera. Sam hizo las presentaciones. Camille se llamaba ella. Veo a las otras tres chicas camino del salón interior. Al pasar por delante de nuestra mesa la lesbi sonríe a Camille. Pasa de nosotros igual que Enrique IV pasaba de Voltaire. Apenas se había sentado Camille (no pasaron ni tres minutos) vinieron a buscarla cuatro o cinco tías del Private, mezcla de lesbis y heteros buenorras, para entendernos. Se llevan a Camille. Pasan de nosotros como Voltaire pasaba del pueblo judío.
No vuelve. Tarda en volver más de lo aconsejable, teniendo en cuenta que la chica se encontraba allí porque tenía una cita. Una cita con un hombre. Una cita con un hombre norteamericano, de buena posición y futuro prometedor. Yo empiezo a descojonarme y mi estómago me recordó que la próxima vez debería comer la parte más cremosa del queso y dejar para los puristas el moho y las bacterias.
Transcurre más tiempo de lo soportable y a Sam la situación le incomoda visiblemente. Decido ir al salón a ver qué pasa. Asomo la cabeza y veo un enorme grupo de mujeres. Sólo había mujeres. Bien arregladitas todas como para ir de fiesta. Seis o siete de ellas tenían rodeada a la francesita de Sam y se mostraban entusiasmadas y muy atentas con ella, la cita de Sam era claramente el centro de la cofradía. Me resultó tan familiar la escena: carne fresca recién llegada a la manada. Pensé que hacían muy bien, si yo pudiera haría lo mismo.
Volví al comedor y encontré a Sam junto al mostrador pagando la cena. Tenía la expresión de rostro aquella que se te queda cuando vas a buscar el coche y en su lugar hay un triangulito amarillo en el suelo. Le pregunté: ¿Sam…? Pero no pude continuar, empecé a reírme de tal manera que no podía pronunciar palabra alguna. ¿Quién de los…? le dije, y la risa iba en aumento, no podía acabar de preguntarle. Sam se contagió y nos vino el ataque aquel de carcajeo tonto que a cada palabra que quieres decir es aún peor porque te ríes más. ¿Qué dices? me preguntó Sam a duras penas. Yo no podía decir nada, me sujetaba el estómago para intentar detener el mejunje de quesos que bailaban en el intestino. Por fin pude decir: ¿Quién propuso el restaurante, tú o ella? Cuando Sam oyó la pregunta se dobló todo hacia adelante señalándose a sí mismo con el dedo, no podía ni decir “yo”.
Y fue entonces cuando se me escapó un cuesco enorme allí en medio.
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