Hay arena en mi zapato izquierdo

Ellas ya lo saben.  Lo saben y contemplan ese instante con una mezcla de indulgente erotismo e inmóvil resignación.
Nos observan venir. Y nosotros, con los dientes superiores mordiendo el labio inferior y los ojos cerrados, anhelamos – en el instante previo a ejecutar la histórica y tantas veces repetida vuelta a su geografía de cuarto de círculo –  que, del otro lado, algo nos sorprenda; nos robe o al menos nos preste, un rostro que borre la figurita repetida – esa cara de nada –  que llevábamos segundos antes.
Lo saben sí. Claro que lo saben.
¿Acaso hay alguien que, al menos una vez – antes de abordarla –  no haya elevado una plegaria a Dios – al Todopoderoso o al indecoroso – o al ángel que nunca nos aguarda o a los fantasmas del 0800, suplicándole se apiade de nuestra cotidiana rutina?
Como el versito ese que recitaban las abuelas para no temer a los perros,” San    Roque, San Roque, que ese perro me mire y nunca me toque…”.

Con igual, ridícula y memorable actitud esperanzada, vamos llegando a ellas y repitiendo por dentro:“por favor…
– que él me esté esperando con un ramo de rosas
– que el vecino del quinto no haya invitado otra vez a la rubia teñida infartarte, y nos crucemos – que se yo – en el ascensor
– que salga el 14 a la cabeza
– que no haya cola en el Banco…”
Innumerables «por favor». Intensos.
Los pedidos llueven hasta el infinito. Los labios se ponen violetas con tanta mordida y más de uno confunde el gesto de ruego con las señas insinuantes de un lenguaje sexual arrabalero.

Me confieso. Voy a confesarme:
ella era desconocida para mí hasta ese momento.  Ignorada más que desconocida; siempre acostumbro a bajarme del bondi antes. A veces después.  Era aquel un trayecto que no me gustaba en lo absoluto.
Detestaba caminar sobre escombros; sobre lagunitas con lodosas remembranzas de lluvias pasajeras.  Odiaba esas antipáticas veredas irregulares que te suben y te bajan el cansancio acabando burlonamente con los niveles de tolerancia.
Pero aquel día sentí el impulso de bajarme ahí. Justo ahí.
Tenía el estómago revuelto y un cúmulo de nauseas existenciales, amenazaba con “ensuciarme” ante los ojos del jurado mundano – imaginé otra lagunita pero en mitad del bondi – no iba parada sino, literalmente “colgada” del caño superior –  y entonces bajé insultando al chofer porque las puertas mordieron peligrosamente mi bufanda. Pero una tiene su orgullo, al fin y al cabo.
Y allí estaba ella.
Tan presumida e incompletamente redonda. Sabía que, al encontrarnos, entre sus manos de vidrio y sus pies de ladrillo a la vista, yo también descubriría el misterio.

Acaso aquel malestar fuera una señal”, recuerdo que pensé en los instantes previos. No iba yo a perderme la oportunidad.  Ya me habían alertado sobre la maldición de no hacer caso de las señales.
Por todo ello y nada más, en un solo suspiro, mientras mordía salvaje y desprolijamente mis labios, con los ojos cerrados – infaltable detalle – y esperando concretar mi destino soñado después de tantas vueltas acumuladas en los zapatos, me dispuse a cruzar el umbral de las revelaciones.
Llegué a sus caderas de cemento, pegué la vuelta a ciegas en la maldita esquina y entonces, caí; sólo caí – muy bruscamente – eso sí – sobre un gigantesco montículo de tierra, tan inesperado como contundente, ubicado justito al darle vuelta.
Minutos después, con mi zapato derecho sin taco y mi zapato izquierdo a medio calzar –  repleto de arena – tuve la certeza que nada, ni los sueños ni las ambiciones, ni siquiera las supersticiones más absurdas, ni aún la vida misma por simple y pequeñita que la imaginemos,  se transforma así como así, a la vuelta de cualquier  esquina.-

 

  

 

 

adriana
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