Las máscaras arraigan
- publicado el 22/04/2014
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Trece. 1.
Y es entonces cuando te das cuenta de que las cosas cambian cuando menos te lo esperas. Cuando el cuerpo te dice una cosa y la cabeza otra. Cuando el corazón te late tan fuerte que parece que te va a estallar en mil pedazos. Y, sobretodo, cuando te das cuenta de que ya no hay marcha atrás, de que no puedes cambiar tus decisiones y de que tienes que apechugar con lo que has hecho.
Mi nombre es Amanda. Mi vida, desde que cumplí los quince años, se ha resumido en ver cosas horribles, pero a la tercera o cuarta vez, el dolor va decreciendo, hasta que ya no sientes nada. Ahora, que han pasado cuatro años desde que me uní a Las Noches Tienen Ojos, puedo decir que tengo una familia de verdad. No es enorme, pero sí es grande por cada miembro que hay en ella. Mi hermana, Carla, me integró en esta «crew». Al principio pensé que los doce integrantes que habían, eran mala gente, o al menos la mitad, ya que siempre estaban pensando en dar palizas a otras crews, en pintar graffitis en la calle o en fumar maría siempre que se lo podían permitir. Pero no sabía que detrás de esa apariencia, en cada uno de ellos se escondía un gran corazón.
Yo soy la número trece en el grupo, y la última. Me llaman Bloody, y al contrario que mi hermana, soy una vampiresa.
Cielo despejado, estrellas a la vista, ni una sola nube; hace una noche perfecta.
Como cada dos o tres días, es noche de caza para mi. Los demás de Las Noches Tienen Ojos no tienen la dependencia a la sangre que tengo yo, lo que les facilita bastante la existencia, sobretodo a los que no tienen la necesidad siquiera de comer.
– ¿Te acompaño a la discoteca? Me apetece ir de fiesta, y así quizás vea a alguno de Colinas Oscuras.
– No me apetece buscar jaleo esta noche, Carla…
– No te apetece buscar jaleo pero vas a matar a una persona para beberte su sangre. Qué lógica más aplastante.
– Sabes que lo hago para sobrevivir. Cómo se nota que tú no tienes ese problema.
– Ya, claro, por eso no dejas a ninguno vivo, ¿no?
– No dejo a ninguno vivo para no tirarme a tu cuello ahora mismo, estoy sedienta, así que no me provoques, por favor.
– ¡Ja! Como si pudieras, enana. Anda, ve a buscar tu «presita». Saldré con Flames o alguno de estos. Nos vemos mañana.
Sadistic, así llaman a mi hermana Carla. Está obsesionada con los grupos rivales, siempre quiere encontrarse con alguno para provocar más piques de los que ya hay. Es una yonki de mucho cuidado, se mete de todo, bebe de todo, y hace lo que quiere. Al fin y al cabo, se lo puede permitir. Físicamente es extremadamente delgada, con un increíble pelo negro que le llega por los riñones, al contrario que yo, que tengo el pelo rubio y soy más bien una chica normalita. Siempre me ha dado envidia lo sexy que puede llegar a ser para el sexo masculino, tanto, que me da miedo. Al principio de averiguar su secreto, pensé que era un succubus o algo por el estilo, porque todos los hombres caían a sus pies, hasta que uno le dio calabazas. En ese instante mi lógica y lograda deducción, cayó en picado, y no supimos lo que en realidad era hasta hace unos meses.
Carla nunca tenía hambre, nunca, y con esto quiero decir que nunca la veíamos comer. Ella decía que sí, pero era una mentira tan grande como que Kurt Cobain sigue vivo. En mayo tuvimos un encontronazo con Colinas Oscuras, y, claramente, tuvimos una pelea descomunal. Mientras yo desangraba a un chico de la otra crew con mis colmillos, miré hacia mi derecha, y vi a mi hermana en el suelo, con una daga clavada justo en el corazón. Solté al chico de inmediato (no lo maté, aunque debí haberlo hecho, ya que ese chico luego me dio una paliza importante) y me arrodillé al lado de mi hermana, histérica. No me dio tiempo para llorar. Sadistic levantó su mano derecha, cogiendo la daga y sacándosela del pecho. La herida sanó casi de inmediato, dejándola un poco mareada.
Las palabras que me dijo mi hermana fueron: ¡Joder, tía! Estaba muerta, creo. La daga me llegó al corazón, y me mató, pero estoy viva de nuevo… Creo que soy inmortal.
Tenía razón, es inmortal. No puede envejecer, con lo que vagará por el mundo no sé cuánto tiempo. Al igual que yo, hasta que me claven una estaca en el corazón, supongo, porque ni el Sol ni los ajos me matan, la verdad. A partir de ese incidente, a Sadistic la han matado más de doce veces, más que nada por su despreocupación a la hora de enfrentarse a la muerte.
Mi hermana y yo nos criamos con nuestro padre, Esteban, un señor bajito, gordo y entrado en edad. No era muy buen padre, ya que siempre nos dejaba solas en casa, no se preocupaba por nosotras, y muchas veces llegaba a casa tan borracho que sus hijas tenían que cuidar de que no vomitara en la cama. Los vecinos jamás se dieron cuenta de su falta de atención, es más, creo que nunca se dieron cuenta de que no teníamos madre. Y es normal, casi nunca salíamos de casa, sino para ir a clase y para comprar alguna que otra cosa.
Esteban, mi padre, era uno de los peces gordos de una extraña mafia que había en la ciudad en ese entonces. Se dedicaban a vender armas ilegalmente a todo aquel que ofreciera una buena suma de dinero, y no eran pocos los que compraban. A parte de eso, jamás supimos quién era de verdad nuestro padre, qué se escondía detrás de esa tapadera de hombre duro que mostraba siempre. Nunca hablaba con nosotras de casi nada, así que al final decidimos pasar de meternos en sus asuntos y pasar de él directamente.
Una noche como otra cualquiera, Carla y yo estábamos en el salón viendo alguna película mala en la televisión, yo estaba comiendo palomitas y mi hermana fumándose un porro, deprimida porque no le quedaba más hierba, algo más que típico en ella. Rápidamente se quedó dormida en el sofá, y yo no quise despertarla (no hubiese podido de todas formas), así que me levanté, llevé el bol de palomitas a la cocina y me dirigí a mi cuarto. Cuando estaba subiendo por las escaleras, escuché varios golpes que venían del patio de detrás. Pensando que sería un ladrón o un vagabundo, me entró miedo. Al pasar por la cocina de nuevo, cogí un cuchillo. Siempre hay que ser prevenido en esta vida. Empecé a caminar más despacio conforme me acercaba a la puerta de atrás, los ruidos no cesaban. Entre el barullo reconocí la voz de mi padre.
-¡Está bien! Les devolveré todo lo que robé, pero, por favor, dejadme en paz de una puta vez. ¡Por favor! – gritaba desesperado, jamás pensé que vería esa faceta de mi padre, tan… Jodidamente arrastrada. Al escuchar eso abrí la puerta de madera casi al instante, y me encontré una escena que no se borraría de mi memoria ni aunque quisiera. Estaba ahí, con la cara irreconocible de los golpes que le habían propinado, el cuerpo tembloroso… Y sin su mano derecha, se la habían cortado. No pude fijarme bien en las caras de los tres agresores, menos en la de uno en concreto. Dimitri, el creador de la mafia, el jefe de todos y el que decide todo.
Al ver a mi padre en ese estado, me tiré al suelo a su lado, sin apenas respiración. Casi no podía hablar cuando me dijo:
-Por favor, Amy… Cuídate… No quiero que… Cometas mis mismos errores, ni Carla tampoco… Dime que todo les irá bien, antes de que me- lo corté, no quería que siguiese hablando.
– Todo va a estar bien, papá. Te lo prometo. Cierra los ojos, y deja de sufrir, por favor.
Al instante en el que sus ojos se cerraron, su cuerpo dejó de temblar. La impotencia me pudo. Me quedé en blanco, sin saber qué hacer, ni cómo reaccionar. Solo me salían lágrimas, una detrás de otra. Había perdido a un padre con el que apenas había pasado tiempo, y, al fin y al cabo, la culpa no era del todo suya.
-¿Y ahora qué podemos hacer contigo?
Dimitri, el hombre causante de todo. Tenía los ojos completamente negros, igual que su pelo largo. Con tan solo verle la cara, ya te producía arcadas… Una cara tan asquerosamente sádica, que daba miedo. Y ese miedo, se apoderó de mi en la peor situación. Dimitri me apuntó con la pistola en la cabeza, pensando en voz alta lo que podría hacer conmigo.
-Ciertamente, podría matarte de un solo disparo en la cabeza, o en el corazón. También uno de mis hombres podría encargarse de mutilarte por completo. O también cabe la posibilidad de cortarte solo la lengua, para que no menciones este trágico accidente. ¿Qué prefieres, niña?- me dijo con una sonrisa desbordante en la cara, algo que me paralizó aún más. Ese hombre no era normal, me aterraba.
– Antes de eso… ¿Por qué lo mataste? – le dije temblando.
– Porque tu padre era una rata. Una sucia rata que me robó cuatro millones. ¿Y sabes para qué los quería? Para poder irse de esta ciudad, seguramente sin ti y sin tu hermana.
– Mi padre no nos abandonaría así como así.
– ¡Ja ja ja ja! – su risa era aún más tétrica que sus ojos- ¿Realmente crees eso? ¿Qué conocías de tu padre?
– Me da igual lo que me digas, no tenías derecho a matarlo…
– En eso te doy la razón, pero tú tampoco tienes derecho a decirme lo que debo o no debo hacer, preciosa – se acercó a mi, poniéndose de rodillas enfrente de mi- Cuando mueras, búscame, y empezarás a comprender cómo van las cosas en esta ciudad.
Su presencia tan de cerca, me paralizó aún más, no podía moverme, ni siquiera para intentar huir. Dimitri acercó su cara a la mia, juntó sus labios con los mios, y justo al separarse me disparó en la cabeza.
Me mató, me mató para renacer como lo que era él, un vampiro.