Pasó un ángel
- publicado el 22/11/2016
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“NO TENÍA PAPELES”
Los vio acercarse por el pasillo decorado con tristes e inanimados azulejos blancos e intuyó que esa sería la última canción que interpretaría en su particular escenario dentro de la estación Alonso Martínez.
El Lalo solía buscarse la vida en el metro durante las horas de mayor afluencia de viajeros y desgranaba sus canciones con entusiasmo y nostalgia latina. Mientras su mano repetía los acordes de las canciones de Charlie García, Jorge Drexler y Pablo Milanés le gustaba recordar el día que abandonó Santiago.
Era una fría mañana de agosto, el mes que la tradición atribuye malos augurios para la salud de los ancianos y los gatos. Desde el Aeropuerto de Pudahuel se podía ver la cordillera de Los Andes vestida con sus eternas nieves mientras el sol se dejaba ver con timidez entre los cerros que rodean la capital. Esa mañana Paula estaba especialmente bonita y su mirada suplicante casi le hizo arrepentirse de embarcar en el LAN 747 que lo traería a Madrid. De sus ojos verdes resbaló una lágrima brillante y transparente sobre su rostro blanco y diáfano entonces comprendió que de algún modo la perdería para siempre porque sus vidas empezaban un camino sin retorno al mismo punto de partida.
Antes de cruzar el arco de seguridad dedicó una última mirada a Paula y observó sorprendido como la lágrima que caía por su rostro se hacía más brillante.
Todos los sueños y los anhelos del Lalo se fueron esfumando en los andenes y pasillos del metro. Después de tres años de compartir habitación con la soledad de la ciudad ya no le importaba nada, ni temía a los policías que esa mañana le pedirían los papeles. Intuía que la aventura europea llegaría a su fin. La gente que transitaba por los pasillos del Alonso Martinez le pareció más amable y menos metálica y rutinaria en sus diálogos. Cuando alguien dejaba caer algunas monedas sobre el pañito negro que reposaba en el suelo estudiaba sus miradas y hasta le sugerían una pizca de humanidad en medio de la gélida decoración de los azulejos blancos.
Un muchacho de su edad, con aspecto informal, pero bien vestido se detuvo distraído por unos momentos y no pudo evitar comparar la imagen de ese chico con lo que pudo ser su destino de haber nacido en la vieja europa. Pensó que le hubiese gustado estar en la otra orilla de la vida. Se recreó unos segundos jugando el papel del joven desenfadado, con aire fresco y con cierto atrevimiento que representaba el chaval tenía enfrente.
Imaginó que durante su infancia ese chico había bebido muchos yogures y había desayunado muchos cereales en tazones de diseños alegres y que su madre le habría preparado apetitosos bocadillos de jamón de york antes de marcharse al colegio. Inventó caprichosamente su casa: un primoroso departamento de un barrio de los llamados sectores medios de Madrid, con una cocina de aspecto aséptico que su madre fregaba con una bayeta color rosa en un afán desmedido por la limpieza. La nevera rebozando embutidos, postres lácteos, latas de cocacolas, cartones de leche con calcio añadido y alimentos congelados. Su habitación amueblada con estilo juvenil y colores armoniosos y una luz filtrada por un coqueto y moderno visillo que la inundaría de una claridad optimista ante el presente y el futuro. El chico, que se apostaba al otro lado de la vida, le miraba con esmerada curiosidad, parecía satisfecho con su interpretación de la vida y dejó un par de monedas sobre el paño.
El Lalo había progresado en los últimos meses, se había comprado un pequeño equipo amplificador de sonido en el populoso mercadillo del Rastro que le permitía que su guitarra y su voz tuvieran ese efecto mágico de los sonidos metálicos.
La policía nacional no solía entrar en el Metro, pero la nueva Ley de Extranjería se había endurecido de manera contradictoria durante el gobierno progresista. De modo que detrás de los discursos azucarados sobre los nuevos vecinos venidos del extranjero que con la ayuda de los medios de comunicación se esforzaban en propagar día a día, existía una suerte de incesante persecución hacia los inmigrantes.
El Lalo se percató de la presencia de los guardianes, pero con inocencia pensó que iban a solucionar algún conflicto o accidente dentro del suburbano. Mientras los tres guardias se aproximaban hacia el lugar donde se situaba volvió a mirar al joven espectador y pensó en entablar una conversación, pero la voz imperativa del policía le interrumpió:
– Oye chaval pásame tus papeles, le inquirió en tono enérgico y conciso.
Su imaginación hizo más intensa la fantasía, hubiese cambiado por sólo unos días su vida por la de ese chico que tenía enfrente. En tal caso, no habría sufrido el rigor de las miradas desdeñosas de los vecinos debido a su aspecto de origen aindiado. No habría tenido que alquilar una habitación con vistas a la ropa tendida de sus vecinos tristes y rutinarios.
El Lalo habría podido conocer chicas que no le recordarán su origen tercermundista.
– Si, aquí tiene mi pasaporte señor, respondió haciendo alarde de sus ademanes corteses y afables por el que se reconoce a un sudamericano en el primer contacto.
– No chaval esto no te vale para nada. Enséñame tu tarjeta de residencia. Señaló el jefe de los policías: un hombre de aspecto descuidado que lucía una barba de varios días y su camisa se escapaba desordenadamente de la presión que ejercía su orondo abdomen sobre el cinturón y que amenazaba con reventar el cinturón de su uniforme.
– No tengo permiso de residencia señor replicó, mostrando que mostraba signos evidentes de nerviosismo
– Entonces recoge tus cosas y acompáñanos señaló el funcionario en tono definitivo.
El Lalo miró por última vez al joven que permanecía como espectador y dio un nuevo vuelco a su caprichosa imaginación. Evocó otra vez el rostro iluminado, redondo y proporcionado de Paula y viajó veloz por el cielo de la península ibérica en dirección al Atlántico. Remedando el itinerario del gigantesco pájaro frío y mecánico que le había traído a Madrid, cruzó el océano y sintió la frescura y humedad que acariciaban su rostro sonriente. Al llegar al continente se sorprendió de manera absurda y mágica ante la sonrisa y los brazos abiertos del Cristo Redentor eternamente de pie a setecientos metros de la costa carioca. El Lalo tuvo la tentación de bajar hasta el dios brasileño pero desistió porque comprendió que de manera inexorable el tiempo se agotaba.
Cuando sobrevoló por fin la Cordillera de Los Andes pudo divisar el Machu Pichu y unas madres indígenas que portaban a sus bebes atados sobre sus espaldas llamaron su atención por la humanidad de sus quehaceres.
Antes de llegar a Santiago pudo comprobar que los primeros deshielos de la primavera formaban cadenas azuladas de agua que se repartían con natural equidad tanto hacia el lado argentino como hacia el chileno.
La Virgen del Cerro San Cristóbal parecía más blanca y erguida quede costumbre sobre la cumbre del monte que domina la capital y sintió una
breve e intensa emoción cuando comprobó que el tren funicular seguía subiendo a la cima del cerro con su perezoso movimiento y su aspecto decimonónico, ajeno a las coordenadas del tiempo y del espacio.
Al llegar al aeropuerto descendió ejecutando una atrevida pirueta con las manos y tuvo el tiempo exacto para detener con un dedo esa lágrima que rodaba ya en caída libre por la mejilla de Paula. Ella volvió a sonreír y él creyó sentir que era feliz.
Los policías lo metieron con la brusquedad habitual en el coche policial que se dirigió raudo al Aeropuerto de Barajas desde donde lo enviarían de regreso a su tierra, pero el Lalo sonreía como un bobo ya no le importaba nada.
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