Carta a la soledad
- publicado el 01/03/2015
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El riachuelo y la cadena
Cuando te acariciaba y te besaba la piel, te sentía húmeda, undívaga, timorata, como hielo que se derrite bajo el calor de unos labios viriles. Al principio, fría como el agua de las montañas, pero luego cálida como el oásis del desierto. Te dejabas herir por mis besos y atravesar por mis dedos, dejándome entrar en tu interior. Aún así, intentabas escabullirte de mis acometidas una y otra vez, como la corriente que desciende intentando esquivar las férreas rocas del lecho. De esta forma, como un riachuelo suave y perlado intentabas evadirte, y sólo lograbas ensalivar mi ansia.
En otras ocasiones, sin embargo, te convertías en una cadena: implacable, esclava, dictadora, de la que no podía escapar. Te abrazabas a mí, oprimiéndome y aplastándome el pecho, arañándome la espalda como un alambre de espino, sintiéndome tan enterrado en tu alma que me condenabas a no salir nunca de ahí. Me perdía en el placer de tu cuerpo como dentro de un despiadado laberinto: nadie, ni el más audaz, podía fugarse de tu prisión, de tus encantos.
Así eras cuando te hacía el amor: primero una líquida y frágil inseguridad y luego una sólida y lujuriosa dependencia.
Iraultza Askerria
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