Es hora de morir (II)
- publicado el 30/08/2012
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Pingüinos locos
La cubierta parecía estar barnizada por una pátina de estrellas que reflejaban la distante y mortecina luz del sol de media noche. El viento cortante se colaba a través de las escasas ranuras de la ropa, y los pequeños copos que arrastraba, revoloteaban en todas direcciones como si hubieran olvidado las consideraciones más elementales acerca de la gravedad y el significado de arriba y abajo. Como me pasaba a mí siempre que llegaba al Ártico, cuando la noche se retiraba a la otra cara del mundo y dormíamos bajo la luz.
Todos mirábamos en ese momento sobre la borda de estribor, arracimados en torno a una puerta. Todos nosotros enfundados en abrigos de colores vistosos, algunos con trajes térmicos, guantes, manoplas y gruesas bufandas. Parecíamos una extraña tribu de pingüinos luchando por conservar el calor mientras observábamos una puesta de sol que era a la vez amanecer. El amanecer de media noche, lo llamaban. Me sentía afortunado por estar allí, lejos del tráfico de Madrid, de los horarios, del estrés. En el seno de aquel grupo de científicos. Mi tribu de pingüinos locos.
El amanecer de medianoche marcaba el ecuador de nuestra campaña de sondeo a bordo del Sirio. Era un barco oceanográfico de diez mil toneladas provisto de todo lo necesario para sobrevivir en el mar durante meses. Seis grupos de investigación recogíamos muestras biológicas, extraíamos testigos de los sedimentos y medíamos parámetros físicos y químicos de gran interés para varios proyectos de investigación. Para ello, teníamos cuatro meses y un equipo de marinos que nos miraban a veces con simpatía, a veces con desconfianza. Y no me extraña. Porque entre nosotros, no solo había científicos de todas las ramas y rincones del mundo, también había todo tipo de personajes.
Dejamos la puesta de sol y volvimos dentro apresuradamente. Aquel día habíamos preparado una fiesta por todo lo alto: una suculenta cena, una velada de juegos (team-bounding lo llamaban los guiris) y una pista de baile con los hits del momento. Corrió la cerveza y el vino caliente. Comimos feijoada, knödel y otras muchas cosas que no sabría identificar. Para acabar había multekrem, un postre típicamente noruego. Empezamos hablando del IPCC y del cambio climático, y acabamos hablando de posturas en la cama. Como siempre.
No sé cómo acabó la noche. Sé que desperté en el camarote de Ana y que mi cabeza me retumbaba. Sé que mi orina podría haber ardido si le hubiese acercado un mechero, y que en una de las duchas me encontré a Víctor Prattchenko durmiendo en su propio vómito. En definitiva, el día después de la fiesta, el barco era una ciudad de muertos vivientes.
No fue hasta la hora de la comida cuando el director de la expedición nos dio la mala noticia. Además de algunos actos vandálicos, apareció una bolsa repleta de heces humanas en el interior de uno de los laboratorios, alguien se había dedicado a arrancar los cajetines de la red Wi-fi del barco. Uno a uno, había cortado los cables y las centralitas habían desaparecido.
No comprendimos enseguida lo que significaba aquello. Sabíamos que el barco era una isla de civilización en medio del un desierto de gélida agua salada. Recuerdo que alguien me dijo que caer en aquellas aguas era como nadar en ácido sulfúrico, que la muerte por hipotermia sobrevenía en cuestión de pocos minutos. De momento, podíamos seguir refugiándonos en la cálida panza del barco en compañía de nuestras convenciones sociales y costumbres, pero sin la red Wi-fi, nuestro cordón umbilical con el resto del mundo se había partido. Quizás alguien decidió usarnos como cobayas para su estudio sociológico. Quizás fue una simple ocurrencia. Lo cierto es que sin Twitter, Facebook ni Skype, no podíamos mantener contacto con nuestras familias ni amigos. La comunicación por radioteléfono era insuficiente. Sin esas redes sociales, un acto de comunicación tan cotidiano como necesario se volvió imposible.
Cuando Rosalía se tiró al mar todos comprendimos que habíamos atravesado una frontera, que nuestra tribu se deshacía. Que quizás nuestro grupo nunca había sido tal, y que dependíamos en gran parte de un grupo mucho mayor y lejano. Que quizás nunca habíamos sido pingüinos locos conservando el calor de la colonia.
La expedición se canceló y volvimos a Kiel, pero solo cuando volví al bullicio de Madrid, fui plenamente consciente de lo mucho que había sufrido esos días.
Al menos creo haber sacado algo en claro de todo aquello. Nuestra cordura dependía de esa sensación de que pertenecíamos al mundo.
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