Un amigo demasiado sincero
- publicado el 15/12/2008
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Paciente número 214
Es bien entrada la tarde. Armando Palacios, doctor en psicología, recibe, como cada día, a multitud de pacientes en su clínica, sita en el centro de Madrid, rodeada, pero aislada, de humos, ruidos, coches, gentíos, algarabías, olores a cloacas, olores a colonias, olores a sudores, prisas, atascos, semáforos, uniformes y personajes de toda índole.
Son los personajes de toda índole lo que más interesa al doctor Armando Palacios, quien pasa consulta a las más variopintas personas a lo largo de la jornada.
Hoy ya está cerca de finalizarla, sólo le queda un paciente. Un paciente al que ha empezado a tratar recientemente por una leve depresión debida a un enamoramiento no correspondido. Es algo que le ha pasado a casi todo el mundo, pero la situación de este paciente ha logrado desconcertar al propio doctor Palacios.
Se trata del señor Techo, un curioso ser, aunque constantemente triste. El doctor Palacios, ya sentado en su cómodo sillón de su barroca consulta, hermética del ruido exterior, recibe el aviso de su secretaria de que el atormentado paciente ya ha llegado. Le indica que puede pasar.
—Buenas tardes, señor Techo —dice el doctor Armando Palacios.
—Hola, buenas tardes —contesta Techo con voz neutra.
—Pase, pase. Póngase cómodo. ¿Quiere tomar algo? —El doctor señala una bandeja plateada en la mesita que les separa—. Mi secretaria ha traído unas galletas, caseras, hechas por ella, que están de muerte. Sírvase.
—Oh… Muchas gracias.
El señor Techo se echa hacia delante y coge una de las galletas. La mastica en silencio, llenándose de migas, ante la atenta y escrutadora mirada del doctor Palacios.
—Bien, señor Techo, ¿cómo se encuentra hoy?
—Bueno… No muy bien, la verdad.
—Cuénteme, ¿qué le ocurre?
Por un momento, el doctor nota a Techo incómodo, recolocándose en el sofá recubierto de tela verde oscura.
—Es que… No puedo más, doctor. La veo siempre. Durante todo el día. Está delante de mí y no soy capaz de decirle nada.
—Estamos, de nuevo, hablando de la señorita Suelo, ¿verdad?
—Sí, sí —contesta el señor Techo con cierta impaciencia—. No paro de pensar en ella. Está frente a mí día y noche. A veces me pilla mirándola… Y las paredes ya están empezando a cuchichear entre ellas. Saben mucho, ¿sabe? ¡Ay, si las paredes hablasen!
El doctor, que apunta todo en su libreta, empieza a pensar que este paciente va a ser un hueso duro de roer. En apariencia es un simple enamoramiento, pero presenta algunos síntomas de depresión. En una sesión anterior, le intentó explicar que algunos amores son imposibles, pero la cabezonería de este paciente le va a terminar costando su salud mental. Hay que trazar otra estrategia. Si no puedes con ellos, únete.
—Verá, señor Techo. Bajo mi punto de vista, creo que debería usted vencer su timidez e intentar hablar con la señorita Suelo. Lo hemos hablado usted y yo alguna vez antes, ¿me equivoco? Un simple “buenos días” bastaría, de momento. No es necesario más.
—Ya, ya. Lo sé. Pero es que, ¿qué le voy a decir? ¿Y si se ríe de mí? Mire, cada vez estoy más convencido de que nuestro amor es imposible. Creo que jamás la alcanzaré. Siempre nos separarán más de dos metros de aire.
—Mire, sé que las relaciones a distancia pueden ser difíciles. Pero si se saben llevar, no tiene porqué haber ningún problema —dice el doctor, y acto seguido fija la mirada en la ventana por un momento. El exterior se adivina frío, con un cielo gris invernal. Finalmente, sale de su ensimismamiento y vuelve a mirar a su paciente—. Caballero, quiero que impongamos una meta. Una meta que vamos a alcanzar.
—¿A dónde quiere usted llegar, doctor? —el señor Techo vuelve a recolocarse en el sofá, nuevamente incómodo. No parecen gustarle los desafíos. Quizás tenga miedo hasta de sí mismo.
—Verá, quiero que, en el tiempo de una semana, hasta nuestra próxima sesión, usted le haya dicho algo a la señorita Suelo. Al menos un saludo, lo que sea. Y la próxima vez que venga aquí, quiero que me diga cómo se sintió. ¿De acuerdo?
El paciente calla.
—¿De acuerdo, señor Techo? —insiste el doctor Palacios.
—Bueno… Vale —contesta Techo, nada convencido—. Pero sólo un saludo. ¡Nada más!
—Claro, de acuerdo. Sólo saludar.
Un nuevo silencio se crea. El doctor ve ahora necesario un leve cambio en la conversación y adentrarse más en las causas de la depresión de su paciente.
—Por cierto… Siempre he tenido curiosidad, ¿por qué se enamoró de la señorita Suelo?
—¿Que por qué? —exclama Techo, repentinamente exaltado—. ¡Es el más maravilloso de los soportes! ¡La más perfecta de las fracciones arquitectónicas! ¿No es usted consciente de lo bella que es? Incluso cuando la manchan, aunque la pisen. Siempre la querré —concluye, en voz baja.
—Ya pero… Son ustedes muy distintos, ¿no?
—Sí, ¡claro que lo somos! Pero ¿no sabe usted que los contrarios se atraen? Y cuando la limpian. ¡Ah, cuando la limpian! ¡Tan reluciente! ¡Tan brillante! ¿Sabe de lo que le hablo, verdad?
—Eh… Sí, claro. Un suelo limpio siempre es agradable.
—¡Por supuesto! Pero, ¿no es, a su vez, trágico? Destinada a sufrir el peso de los demás. Y yo, como mucho, sólo tengo que aguantar algunas lámparas. Ah… Si por mí fuera llevaría todo el peso que ella soporta. ¡Si tan sólo pudiera…!
El señor Techo parece realmente derrotado. Casi impotente. El doctor intenta animarle como buenamente puede.
—¡Y podrá, señor Techo! Podrá. Y en la próxima sesión, sin duda estará usted más feliz, porque habrá cruzado sus primeras palabras con su amada señorita Suelo. Hasta entonces, caballero, quiero que medite usted sobre…
Durante algunos minutos la sesión continúa con aspectos que al doctor Armando Palacios ya empiezan a sonarle repetitivos, cansinos, como flashbacks de un largo día lleno de pacientes demasiado similares, con los mismos problemas que el más mundano de los seres.
Los días transcurren con cierta normalidad. La consulta del doctor Palacios es un lugar de paso para cientos de pacientes, incluido el señor Techo, quien en cada sesión repite la misma o parecida situación. Su incapacidad para mantener una mínima conversación con la señorita Suelo empieza a tener tintes patológicos. El doctor incluso le ha recetado una serie de medicamentos ricos en alcaloides excitantes, como la cafeína o algunos tipos de anfetaminas. Todo sin resultados. Empieza a ser un caso sin igual, aunque en apariencia era sencillo, y prácticamente inexplicable que un simple enamoramiento no correspondido cause una depresión tan grande y duradera. Hasta en los más selectos círculos de psicólogos se empezaba a hablar de esta situación y el fracaso del doctor Palacios para tratar a su paciente. El doctor empezaba a no sentirse bien ante esta situación, a perder la paciencia.
Un nuevo día más, el doctor Armando Palacios recibe a sus pacientes de siempre, incluido el señor Techo, quien llega puntual, como siempre, ya bien entrada la tarde.
—Pase, siéntese, por favor —dice secamente el doctor señalando con su mano el sofá de tela verde oscura—. Y bien, ¿cómo van las cosas con la señorita Suelo?
El señor Techo trae una cara de decepción total. Quizás la más triste que haya visto el doctor, lo que le pone de peor humor.
—Mal, doctor. Muy mal. —El señor Techo hace una breve pausa. Su mirada es desangelada. Hasta se le ve más delgado—. ¿Puedo coger una galleta? —dice sin cambiar el tono triste, señalando la perenne bandeja plateada.
El doctor Palacios mira enfurruñado a su paciente. No sabe muy bien qué pensar. Cliquea nervioso su bolígrafo una y otra vez, sacando y metiendo su punta. El señor Techo sigue esperando su permiso para coger una galleta.
—Usted —comienza el doctor—. Usted es un caso, señor, que me está dando graves quebraderos de cabeza.
—¿Yo?
—Sí. Usted. —La expresión del doctor indica que parece estar perdiendo la paciencia, aunque se contiene—. ¿Acaso ha hablado con la señorita Suelo, como le indiqué las trece sesiones anteriores? ¿Ha hecho usted el esfuerzo?
Techo se muestra a la defensiva, repentinamente irritado.
—Oiga, creo que no es necesario usar ese tono.
Una vena de tamaño monstruoso se infla en la frente del doctor Armando Palacios, rodeada de una cara roja y perlada de sudor.
—Mire… Es usted un caso perdido. Puede con mi paciencia. Sepa usted esto: jamás va a ser correspondido por la señorita Suelo. Es evidente que le ignora, al igual que es evidente que no tiene usted las agallas para siquiera darle un saludo.
—Pero, ¿cómo se atreve? —exclama el señor Techo con incredulidad— ¿Sabe usted acaso por lo que paso? ¿Qué clase de profesional es usted?
—¡Yo soy un gran profesional! —El doctor eleva el tono, visiblemente enfadado por las palabras de su paciente—. ¡Es usted quien supone un problema sin solución! ¡Usted es insoportable! ¡Me cansa!
—¡Y usted un ignorante, señor mío! Sépalo bien, ¡un ignorante y un incapaz! ¡Incapaz de ayudarme! ¡Con todo lo que le he pagado! ¡Sacacuartos!
Ambos se levantan y se enfrentan cara a cara, mesita con galletas de por medio.
—¡Inútil! ¡Usted es un inútil! ¡Y un triste! —grita el doctor Palacios.
—¡Y usted un soplagaitas! ¡Hombre, ya!
Varios improperios después, el señor Techo sale de la consulta dando un portazo, visiblemente enfadado por la escena. El doctor pasea con frenetismo por su despacho, dando vueltas alrededor de la mesa, el sofá de tela verde oscura y su cómodo sillón.
El descontento le sigue durando al doctor cuando llega a su casa, envuelta en un ambiente desmoralizador. No quiere ni imaginarse qué dirán de él en los círculos de psicólogos en los sucesivos días.
Con desgana y sin cenar, se pone el pijama y se mete en la cama, pero no puede conciliar el sueño. Da varias vueltas, poniéndose de lado, bocabajo y, finalmente, bocarriba.
Bocarriba. Mirando al techo. El techo. Ese techo inseguro, ese techo que tiembla. Ese techo que le mira con odio. ¿Que le mira?
—Buenas noches, cabronazo incompetente.
En un solo instante el Techo se derrumba sobre el doctor, sepultándole, enterrándole en su lecho de muerte: su cama; dejando al psicólogo agonizante entre horribles dolores, consciente de su inmediatamente próximo deceso. Este acto mortal, convertido a su vez en acto suicida, desmorona por completo al señor Techo, que yace destrozado sobre el suelo. Sobre el suelo. Sobre la señorita Suelo.
—Hola… —dice él en un susurro. Siendo observado a través de un resquicio por el cuerpo moribundo del doctor.
Y, finalmente, el señor Techo muere, ignorante del exterior madrileño, de humos, ruidos, coches, gentíos, algarabías, olores a cloacas, olores a colonias, olores a sudores, prisas, atascos, semáforos, uniformes y personajes de toda índole.
En un último estertor, el doctor Palacios logra sonreír. “Por fin”, piensa por última vez, “por fin ese malnacido le ha dicho algo a la señorita Suelo”.
Yizeh Castejón. Julio de 2008 – noviembre de 2012
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Una revisión de un relato que escribí hace tiempo. Me gusta como ha quedado, modestia aparte.
Te ha quedado muy bien, confieso que el nombre del paciente y de la señorita, al principio me parecieron extraños, pero en el giro final cobran sentido. Muy interesante, tiendo a pensar que era el doctor el enfermo o definitivamente estaba muy comprometido con su trabajo. Me encantó, gracias por compartir.
¡Gracias, Joanna!
Ingenioso, ingenioso, tu relato Yizeh, tiene mucho de humor negro sobre todo en el final (aparte de los géneros literarios en que lo pusiste) y también de visión metáforica sobre lugares inanimados de un lugar cerrado aunque todo ello aplicable a relaciones entre humanos ( por hacer una vaga micro-crítica por mi parte). Me es simpático este relato tuyo, debido a que yo hice un relato, aproximadamente, de este género con «Psiques paralelas» (aunque mucho más corto que el tuyo; tú, Yizeh, considero tienes más mérito porque pusiste más contenido y trama). Y es que me gustó como inicias y acabas el relato con esas frases repetidas de sintetizada descripción de los ambientes exteriores a la consulta. Felicidades, por tu relato. Un saludo. 😉