La sonrisa de Marco

No sé por qué os estoy contando esto. Para mí mi temporada de Erasmus no fue feliz. A pesar de su fama, los recuerdos más claros que me quedan de Roma fue la dureza del invierno, la soledad y el desarraigo escondidos detrás de la falsa camaradería, los gritos de los niñatos los fines de semana cuando volvía de las discotecas, los tacones resonando contra empedrado por llevar una falda demasiado corta.
Seguro que encontraréis a alguien que conociera a Marco mejor que yo. No es que me cayese mal, era el italiano de rigor que se acercó al grupo para poder ligarse a las alemanas, y, para nuestra sorpresa, después del revolcón con Ingrid demostró ser un ser humano de cierta decencia y profundidad. Pronto se convirtió en un habitual de nuestras noches de Trivial y de las tablas de chupitos del Paradiso los viernes por la noche.

No era guapo para nada; tenía el físico de campesino italiano brutto, todo pelos y con una sola ceja, que a algunas nórdicas les gusta. Sin embargo, tenía una sonrisa radiante, que podía ponerte de buen humor en el día más oscuro, y un diente mellado que, más que estropearle, le daba un toque de niño pensando en una travesura. Tengo que admitir que casi me gustaba.

Por ese entonces yo estaba asumiendo que mi relación con Paul duraría tanto como el invierno. Era un chavalín californiano de color dorado y coletita, que sabía tocar dos canciones en la guitarra y en qué parques se podía ir a pillar. Estaba enamoradísima de él, y yo a él le gustaba. Esta asimetría me causó no pocos quebraderos de cabeza, y, con el tiempo, tengo que admitir que a él también. No es que le recuerde ahora como un santo, aún recuerdo cómo quise morirme el día en el que le encontré con la holandesa en los baños del Acheronte. Por otra parte, tampoco le hizo mucho bien a nuestra relación el hecho de que le llamase dos de cada tres noches y le declarase mi amor y mis celos de borracha.

En resumen, que estaba hecha polvo. Para olvidar mi depresión de invierno y mis fracasos sentimentales, me pasaba todas las noches acodada a la barra del bar, cotilleando con los colegas para ocultarme a mí misma que no me gustaba mi vida. Los habituales éramos Ingrid, Joanna, Klaus y yo, pero, como dije, en enero el astro errante Marco adoptó una órbita estable en torno al grupo. Por razones que nunca llegaré a entender, hizo de inmediato migas con Klaus, y se convirtieron en los dos inseparables. Era bastante entrañable verlos juntos, el rubio gélido de gafas de pasta y pantalones demasiado ajustados, y el moreno de risa escandalosa, comentando sus respectivos éxitos y fracasos en el amor.

Marco y yo apenas hablábamos. A pesar de la ausencia de hostilidad, nuestra relación estaba basada en un sano desinterés mutuo que nunca se molestó en degenerar en desagrado. Nos invitábamos a rondas cuando tocaba, tuvimos el flirteo de rigor, que muy pronto se disolvió por falta de atracción, y nos pedíamos los apuntes cuando hacía falta.

Nuestra relación se volvió algo más estrecha cuando a él le robaron la Vespa y tuvo que empezar a volver a la residencia andando. Como yo vivía en la de al lado, acabamos volviendo a casa juntos casi todas las noches. En general se nos unía alguien más, ya que el último kebab abierto pillaba de camino, pero varias noches volvimos solos, caminando, tras haber perdido el último autobús.

Esos caminos de vuelta a casa eran mi placer secreto de cada noche. Recuerdo la plaza del Quirinal envuelta en sombras, la arquitectura que parecía crecer por las noches hasta adquirir dimensiones ciclópeas, las largas avenidas desiertas bajo las frías estrellas. De noche, el barullo, la mugre y el tráfico desaparecen, y Roma vuelve a ser eterna. Cuando volvía a casa me sentía un poco más humilde, un poco menos sola. Ahora ese trayecto es un escenario habitual de mis pesadillas.

Las residencias donde vivíamos estaban en las afueras. Eran unos edificios infames que cada año amenazaban con acabar de desintegrarse, atrapando a varios cientos de estudiantes de intercambio y erasmus. Parece que el dinero de las reformas había desaparecido mágicamente en un intercambio de papeleo entre el gobierno y una constructora, lo que les daba esa aura de misterio y de ruina inminente.

Uno de los atajos que tomábamos siempre pasaba por un sector laberíntico de callejas casi sin luz, que hacían pensar de inmediato en violaciones y asaltos innombrables. No obstante, era una ruta relativamente segura, ya que los ladrones y violadores preferían operar en las avenidas más iluminadas y transitadas, donde podían asaltar a la gente con más espacio y comodidad. Era un barrio obrero, por donde no pasaban turistas ni estudiantes. Por las noches reinaba un silencio de cementerio, solo roto a veces por la luz amarilla y el barullo de alguna tasca donde retransmitían partidos del Lazio y se discutían a gritos las políticas del Cavaliere.

Aún recuerdo la primera vez que le mostré a Marco la luz de neón. Se nos había agotado la conversación, y llevábamos un rato caminando en silencio.

-Mira, Marco, te quiero enseñar algo. -le cogí del brazo y le hice cruzar la calle. Él se dejó llevar sin quejarse, estaba bastante borracho.

Era un edificio de una sola planta, cuyas ventanas estaban siempre a cal y canto. La pintura se descascarillaba de las paredes y al tejado le faltaban algunas tejas. Cosa curiosa, la fachada no lucía ni uno solo de los graffitti que cubrían las casas vecinas. Sin embargo, la puerta estaba siempre entreabierta, y dejaba entrever un pasillo iluminado por una luz azul de neón. Si te acercabas mucho, podías oír una música extraña, siempre la misma canción obsesiva de flautas estilo new age, a un volumen muy bajo.

-Esta puerta siempre está entreabierta –continué- Pero nunca entra ni sale nadie. ¿Qué crees que será?

Marco se quedó mirando con la boca entreabierta y la mirada perdida. La luz que escapaba de la rendija le bañaba la cara y le daba un aspecto irreal, de fantasma perdido de otro tiempo. No me había dado cuenta hasta entonces de que estaba tan borracho. ¿De verdad había bebido tanto? Yo tenía la impresión de que solo había tomado un par de rondas. Extendió la mano para tocar la puerta, acariciarla suavemente.

-¿Quieres entrar? –le pregunté- Él pareció sobresaltarse, como si hubiera olvidado de que yo estaba allí. Me miró, recomponiendo el rostro como una persona que sale de un trance.

-No tengo ni idea de lo que hay dentro. ¿Tú crees que será un bar clandestino? A lo mejor tienen droga. –sonrió- Sé que tú no quieres, pero seguro que no pasa nada por echar un vistazo.

-Bueno, vale.—contesté después de una corta pausa- total, no tengo nada que hacer.

Me arrepentí inmediatamente de decir esas palabras. Sin ningún motivo, una vaga aprensión se apoderó de mí, subiendo desde mis tripas y atenazándome la garganta. Recuerdo que pensé en una frase que había oído hacía ya tiempo, que había dos tipos de miedo: uno ligero, que proviene de la fantasía y es el miedo a los monstruos, las posibilidades de futuro, las relaciones fallidas; y otro pesado, que viene de los intestinos. Pero ya era demasiado tarde. Marco empujó la puerta y entró.

No sé si era lo que me esperaba. Tras la puerta había un corredor polvoriento con las paredes y el suelo de hormigón. La luz azul destruía los colores de las cosas y convirtió mis manos en dos espectros. Al final del pasillo había una puerta de metal, cerrada por un candado que podría haber estado ahí siglos. Un olor húmedo y viejo, a cosas encerradas y podridas, inundaba el ambiente. Marco avanzó, los ojos fijos en el final del pasillo, y la música pareció hacerse más fuerte.

-¿Vas a llamar a la puerta?-pregunté.

Él se volvió, con su sonrisa mostrando unos dientes que parecían brillar en la penumbra. Sus ojos eran dos gotas de mercurio bajo el neón.

-Bueno, no perdemos nada ¿No?- dio tres golpes que resonaron en el pasillo, sobresaltándome. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

La música cesó.

Marco golpeó de nuevo la puerta tres veces.

-Parece que no pasa nada- dije, al cabo de un minuto.- ¿Nos vamos ya?

-Vamos a esperar un poco-contestó Marco. Vi como su respiración se condensaba, en un frío que no había notado hasta entonces.

-No, no, vámonos ya.—exclamé, ya con urgencia.- No nos hacen caso o no quieren hacernos caso. Serán traficantes y pensarán que somos la poli o algo así.

-¿Y esa música chunga? Vamos ya, un camello nunca pondría eso. Aquí se cuece algo, vamos a ver qué es.

-Vámonos, por favor- le supliqué- tengo frío, ya lo veremos otro día.

A regañadientes, Marco me siguió. Los últimos veinte minutos de trayecto los pasamos en un silencio hostil, que nos envolvía como una atmósfera tóxica. Yo no entendía por qué estaba tan cabreado y no me apetecía ponerme a discutir con un borracho. Tenía sueño y frío, y estaba en plena época depresiva por Paul. A la mierda con sus caprichos.

Al día siguiente casi había olvidado el incidente, pero Marco no. Esa noche estaba taciturno, y apenas miraba a nadie, la mirada perdida en algún punto de la pared. No parecía enfadado conmigo, solo inmerso en sus pensamientos, tan profundos que las imágenes y conversaciones de nuestro mundo le llegaban amortiguados. Contestaba con monosílabos, y pagó su ronda sin rechistar. Volvió a casa antes de tiempo, a pesar de que llovía, y le dijimos adiós con cierta preocupación. Cuando se fue, todos comentamos lo raro y distante que estaba, y les referí lo que había pasado la noche anterior.

-Pues ya se me hace raro—dijo Klaus- Pasé el domingo fumando en su casa y  no me dijo nada de estar pasando por una mala racha.

-A mí esa puerta me da mal rollo. –soltó Ingrid, para nuestra sorpresa. Cuando hablábamos de Marco nunca intervenía.- una vez entramos Joanna y yo, pero nos echamos atrás sin llamar. Hacía mucho frío. Tampoco me apetecía dar explicaciones a quien sea que estuviera dentro.

-Ya –intervino Joanna- A lo mejor no es más que una familia pobre, o un grupo de vagabundos. No les hará mucha gracia que les estén llamando a la puerta a las dos de la mañana.

La conversación siguió algunos círculos, y después murió de manera natural. Pasamos el resto de la velada emborrachándonos de mala manera, y esa noche fui a casa de Paul, que me llamó inesperadamente cuando me estaba planteando coger un taxi.

Pasé  casi una semana ausente del grupo, perdida en mi propio drama sentimental, y cuando por fin terminó volví a mi casa empapada bajo la lluvia, llorando como una magdalena y sin haberme cambiado de ropa en días. Tras tocar fondo sola en casa y sin contestar el teléfono, decidí volver a la rutina y reunirme con los habituales del bar.

Aparentemente, todo había vuelto a la normalidad. Marco lucía su sonrisa de siempre, y me recibió con la misma ruidosa cordialidad que los demás. Joanna se había traído a su nuevo rollo, un ucraniano delicado y etéreo que le pegaba más a Klaus que a ella, y que con el tiempo lo demostró. Ingrid seguía con su sempiterno buen humor y un Campari Orange pegado a la mano. Al final de la noche sentía una cierta calidez por dentro, que no había tenido en semanas, y una vaga sensación de que las cosas podrían salir bien.

A la hora de cerrar, nos dispersamos. Klaus se nos unió para comer un falafel, y tuvo la gentileza de invitarme a su piso, que quedaba mucho más cerca de la universidad que el mío, para tomar la última y ver dibujos animados. Acepté con bastante entusiasmo, y le dijimos adiós a Marco cuando nos fuimos. Esa noche, cuando estábamos cotilleando, me comentó que parecía que había vuelto a la normalidad, pero que de tanto en tanto se ausentaba del grupo, y que sospechaban que se había echado a una novieta.

-A lo mejor no lo hace público por Ingrid. -comentó él, con la boca llena de helado.

-Se me hace bastante extraño. –contesté- Ella no ha tenido problemas nunca en comentar sus rollos delante de él.

-Ya, pero es un italiano, etc, etc. Seguro que nos trae una morenaza del sur, con dos tetas gigantes, y declara que es su nueva mamma.-los dos nos echamos a reír, y no volvimos a tocar el tema.

El semestre se pasó, y pronto llegaron el buen tiempo y los exámenes. La verdad es que no nos matamos estudiando, pero tuvimos que moderar nuestro ritmo de salir. Las heridas de mi corazón, a pesar de no cerrarse, dejaron de doler tanto, y me administré un tratamiento de choque en forma de Johannes, un sueco de mi residencia, un poco tonto pero de buen corazón, que nunca me molestó con preguntas o con palabras de amor. Sin embargo, la panda se seguía reuniendo dos o tres veces por semana para comentar las jugadas del fin de semana o los cotilleos de biblioteca. Marco y yo reinstauramos la tradición de volver a casa juntos, aunque ahora no con tanta frecuencia como antes. Muchas veces él se iba el primero a casa, incluso a horas absurdas como las diez de la noche, sin dar explicación alguna, pero sin perder un ápice de su cordialidad.

Una noche de mayo volvíamos a casa. Comentábamos algún incidente del campus, y nuestras risas resonaban por las calles vacías. Teníamos bastante buen rollo.
-¿Qué tal llevas lo de Paul? Hace mucho que ni lo mencionas.-me preguntó de golpe.

-Sin más –contesté, sorprendida por la pregunta. ¿Me estaría ligando?- Estoy viendo al Johannes, ya sabes, el de la fiesta del viernes, pero no es nada serio. Vuelvo a España dentro de poco.-Se hizo una pausa, que él no llenó. –Oye ¿Y tú? Se te ve mucho menos el pelo estos días. ¿Tienes a alguna escondida?
Él no contestó, pero su sonrisa se amplió varios grados. Desvió la mirada hacia delante, hacia el final de la calle.

-Venga, vamos –insistí- ¿Por qué te lo tienes tan callado?

-Bueno… no estoy viendo a nadie. –contestó al fin- Llevo una temporada un poco extraña, ya sabes, de aquí para allá- farfulló.

Se hizo un silencio. Yo no estaba resentida porque no me lo contase, pero tampoco se me ocurría nada que decir. Cuando habló, yo estaba tan perdida en mis pensamientos que me perdí el principio de su discurso.

-… están allí abajo. Es curioso, como saben esconderse a plena vista.

Le miré, desconcertada.

-Tú no tienes ni idea- continuó- Nadie tiene ni idea.- su sonrisa seguía ahí, pero sus ojos no la acompañaban. Era una mueca tensa, acartonada, que parecía a punto de desintegrarse en cualquier momento.

-Marco ¿Estás bien? ¿Hay algo que quieras contarme? –le pregunté, alarmada.

-Nada, estaba desvariando. –su cara volvió a la normalidad- ¿Qué te parece lo del rector y la pava esa de primero?

Cambiamos de tema con entusiasmo. La aventura del rector tenía la suficiente sordidez como para mantener una larga conversación, y estaba plagada de detalles jugosos que era un placer comentar. Pasamos por delante de la casa de la luz azul sin más, como si no estuviera allí.

Después de esa noche, nadie volvió a ver a Marco.

Nos dimos cuenta de su ausencia cuando no se presentó a la tertulia esa noche, ni el fin de semana. No contestaba a los emails, y al cabo de unos días su página de Facebook estaba llena de mensajes de amigos y conocidos sin responder. Nos pasamos por su apartamento, pero nadie contestó a la puerta.

Al cabo de una semana, denunciamos su desaparición a la policía. Todos referimos nuestras historias y yo, como la última persona en verlo, estuve retenida un día entero. Les conté el incidente de la puerta de la luz azul, y se aprobó una orden de registro, pero, al derribar la puerta, se descubrió que daba a un solar. La propiedad parecía pertenecer a una multinacional que compraba edificios abandonados para restaurarlos, pero abandonaron la investigación por falta de pruebas.

El grupo se desintegró a final del curso, la sombra de la ausencia de Marco pendiendo sobre nosotros como un mal augurio. Mantuve el contacto con Ingrid y con Klaus, y en nuestras conversaciones y reuniones a veces aparecía su nombre, siempre seguido por un silencio triste y ominoso.

Han pasado ya diez años desde esa historia, y todas las demás que ocurrieron ese año. Hacía tiempo que lo había relegado a un rincón polvoriento de mi mente, donde guardaba los malos recuerdos y frustraciones. El destino de Marco quedó eclipsado por otras historias peores, pequeñas tragedias como mi aborto, o el amargo divorcio que le siguió, pero nunca se fue del todo. No obstante, pensaba poco en ello, al menos hasta la semana pasada.

Acababa de volver del trabajo, y solo pensaba en quitarme los tacones y darme un baño de pies. No sé por qué revisé el correo.

Alguien había metido (o más bien, forzado) en mi buzón un paquete algo más grande que una cajetilla de tabaco, que, cuando lo agité, emitía un sonido curioso. Abrí la caja preguntándome si sería otra broma pesada de mi ex.

Al principio no reconocí el contenido de la caja. Estaba llena de objetos blancos, brillantes, extraídos y limpiados con quirúrgica precisión. Solo cuando vi la mella en uno de ellos tuve conciencia de lo que estaba sujetando. Con un grito de horror, dejé caer las treinta y dos piezas, todas perfectas menos una, que componían la sonrisa de Marco.

Nelke
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2 Comentarios

  1. Yizeh dice:

    Guau, Nelke.
    La verdad es que has logrado introducirme de lleno en la trama, con esa atmósfera tan llena de detalles. Describes bien la vida erasmus y creo que todos podemos entender cómo se sienten los personajes. Muy bien.
    Por otro lado, el final ha sido un poco repentino, ¿no crees? Quizás es por la desconexión temporal entre el final y el resto del relato, no lo sé. Quizás buscabas que fuera muy inesperado, y el detalle de que falte una pieza dental está muy chulo. Pero para mi gusto falta algo más, es como si no hubiera terminado del todo. ¡No sé!
    Me has dejado inquieto. Y eso está bien.
    ¡Nos leemos!

  2. Nelke dice:

    ¡Hola! ¡Gracias por la crítica y el comentario!

    Sí, la verdad es que a nivel narrativo el relato no tiene mucho. Es un regalillo que le hice a un amigo, y está basado en una historia «real» por así decirlo, que nos pasó juntos.

    Ocurrió hace unos años, cuando fui a visitarle durante su Erasmus en Italia. Al volver de fiesta, dijo que quería enseñarnos algo. Nos llevó, a otro amigo y a mí, por una calle olvidada de la periferia, y nos señaló a una puerta sin decir nada. Era un portón destartalado y entreabierto, iluminado por un neón azul, y al fondo de ese pasillo podía oírse una música. No parecía un bar. A duras penas parecía un sitio donde alguien pudiera vivir.

    Mi amigo nos contó que lo veía todas las noches al volver a casa. Nunca había visto entrar ni salir a nadie. Entramos, y nos quedamos un rato frente a la puerta, pero no pasó nada. Solo había la luz azul, la música extraña, el frío y el cansancio de la madrugada y una vaga inquietud que venía de estar en un lugar donde no nos habían invitado.

    Eso fue hace cuatro años. Mi amigo terminó la erasmus y se fue de la ciudad para no volver. Nunca supimos lo que era ese edificio ni lo que había tras la puerta. Sin embargo, me quedé con ganas de conocer su historia, y lo que hubiera pasado si nos hubiéramos atrevido a llamar.

    En fin, que me alegro de que a alguien le haya gustado, y muchas gracias por tomarte tu tiempo para comentar :). Solo quería añadir eso, que la puerta es un elemento real de la historia, y que, en una calle destartalada de Florencia, hay una luz que nunca se apaga y una música que no deja de sonar.

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