Noche de luna
- publicado el 08/01/2014
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Torcer la esquina
Mientras torcía la esquina de la calle Vida, Agustín sintió un leve roce en la espalda que le invitó a darse la vuelta. No había nadie, la calle estaba desierta. Eran las 5 de la mañana y Sevilla dormía en una bruma húmeda que le otorgaba un aire de dama vestida de blanco.
El chico andaba algo perjudicado, la feé verte no es la mejor compañera de noche, por mucho que aquellos malditos de Montmartre se empeñasen en ello. Se sentó a reposar su malestar en uno de los bancos de azulejo de la Plaza Doña Elvira. El ligero sonido de la fuente sonaba con más fuerza que los grillos que se escondían en los naranjos. El agua se escapaba de la pileta en dos pequeños hilillos que componían una pacífica melodía.
Andaba Agustín concentrado en el agua cuando a unos metros creyó ver los pliegues de un vestido rojo de gasa que se perdían tras el zaguán de una casa. Seguro que la chica que lleva ese vestido es guapísima, pensó, y este pensamiento se encadenó al recuerdo de Susa. Por muy borracho que anduviera nunca dejaba de echarla de menos. Su melena dorada y sus pequeños pies geishianos seguían enterneciéndolo como hacía seis años.
Movido por un cierto morbo y mucha curiosidad, el chico se acercó a la casa. El portón de madera estaba cerrado, pero la ventana enrejada de su derecha permanecía entreabierta. Se agachó con sigilo y entornó la vista para buscar una silueta de mujer en la oscuridad, pero el interior de la casa parecía estar acorde con el descanso de sus moradores.
Desilusionado, Agustín volvió a ocupar su asiento en el banco. Haría guardia en la plaza hasta que la muchacha saliera de casa y en cuanto la viera se acercaría a ella y desplegaría todos sus encantos para el cortejo.
El dulzón olor a azahar comenzó a nublar los sentidos del chico. Ensimismado y cabizbajo, Agustín permaneció durante un par de horas en idéntica posición. No calló en la cuenta de que había perdido la noción del tiempo y había terminado por caer en los brazos de Morfeo. El alcohol y Santa Cruz son traicioneros bajo la luz de la luna.
El frío del amanecer venidero lo sacó de su letargo. Vencido ya por el sueño y la desgana, se disponía a marcharse cuando una voz femenina le sorprendió por la espalda.
– Nunca perdonarás tu traición – le susurraba con tristeza.
Agustín se sintió desconcertado, no adivinaba de dónde provenían aquellas palabras, se giró bruscamente para buscar a su dueña, pero no la encontró. Su mente reprodujo de nuevo la frase. Eran tan parecidas sus palabras a las de Susa… ¿sería ella?. Recordaba muy bien el vestido rojo con el que la chica brilló en su graduación, no la había visto nunca tan bella como aquel día, ¿se lo habría puesto esta noche para él?. Si pudiera volver atrás, si otrora hubiese actuado de otra manera…
Se internó decidido por la estrecha callejuela del susurro. Sintió frío, un frío que se agarraba a sus huesos y hacía de casa paso una proeza. Dos gatos gruñían en el alfeizar de la ventana por donde Agustín pasaba. Parecían interpelar directamente al chico que dudó en darse la vuelta y salir corriendo. Pero, volvió a vislumbrar el balanceo de la seda roja al final de la calleja. Era su oportunidad, no podía volver a perderla. Debía volver a encontrarse. Corrió con todas sus fuerzas al encuentro de la mujer del vestido rojo. Sus pasos retumbaban como estridentes tambores que cesaron de tocar cuando volvió a encontrarse solo en aquella plaza.
– Sal mujer, da la cara y dime a qué juegas – el silencio y el maullido lejano de los gatos respondieron a Agustín.
Su respiración era agitada y nerviosa. ¿Era real esa voz?, se preguntaba. Aquella noche estaba volviendo a acercarlo a Susa, a su amargo recuerdo teñido de rojo. No podía permitirlo, retrocedió unos pasos con la intención de salir de aquel lugar y olvidarlo todo. Pero, en su pausada huida advirtió una sombra en la que no había reparado antes, parecía el busto de una mujer. Dudó, pero la curiosidad ganó la batalla. Se giró poco a poco, elevando su mirada desde el suelo hasta la pared de cal que había tenido a sus espaldas. El rostro de una hermosa mujer de tez morena coronaba el dintel de la puerta. Era una imagen espeluznante aquella belleza decapitada, despojada de lo que seguro había sido un precioso cuerpo. No había restos de sangre a su alrededor, de su cuello tan solo colgaba un lazo rojo de seda que balanceaba la brisa. Aquella cabeza abrió sus ojos negros, desplegó sus labios y se dirigió frágilmente a Agustín.
– Arrepiéntete muchacho, arrepiéntete de tus pecados.
No supo qué contestar. Un terrible sentimiento muy distinto al miedo hizo preso a su cuerpo. Era dolor, remordimiento, una sensación profunda de haber errado. Sintió el peso de su penitencia más fuerte que nunca, se dejó caer de rodillas y pidió perdón por primera vez ante aquel rostro desconocido.
Con los primero rayos de sol el busto de la bella Susona se fue difuminando, dejando finalmente aquel dintel huérfano.
Cuando la noche torcía la esquina, Agustín cruzaba la calle Muerte.
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Leyenda sevillana en mano, te diré que me ha gustado tu relato, Otilia. Muy logrado. Y muy apto para aterrorizar.
¡Nos leemos!
Gracias, Yizeh, temía que no se entendiera por el desconocimiento de la leyenda, pero me alegro de que no sea así 😉
Nos leemos!