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- publicado el 18/01/2014
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La estación
Aunque era un auténtico coñazo darse un madrugón como aquel, la verdad es que a esas horas se estaba super tranquila en la estación, y era de agradecer. Eran las 5:57 de la madrugada, pleno mes de Febrero, y Lía era la única pasajera que esperaba el primer tren de la mañana. Normalmente cogía el de las 8:10, y cincuenta personas más atestaban el pequeño vestíbulo, pero hoy estaba sola.
Era una ciudad más bien pequeña, y muchísima gente viajaba a la capital para trabajar o hacer negocios a diario. Ella iba todos los días a su oficina, apenas tardaba 30 minutos, y aún le daba tiempo a tomar un café antes de ponerse con la pila de papeles que siempre le esperaba, cada mañana, en su mesa. Hoy quería llegar antes porque había prometido a su jefa terminar con un expediente que les traía por el camino de la amargura y que, si conseguían entregar hoy, podría suponerles a ambas una buena palmadita en la espalda. Amaba su trabajo, pero a veces la rutina se le echaba encima, la sepultaba, le hacía sentirse insignificante. Nunca había sido una aventurera, y ciertamente necesitaba la seguridad de su trabajo, su vida, sus padres, sus cenas con los amigos cada viernes por la noche, su visita a la peluquería cada sábado. Aun así reconocía que a veces era aburrido, y hubiese deseado un poquito de sal en la espesa e insípida masa que componía su vida. Algo que le hiciese sentirse especial.
Hacía un frío que pelaba, y se le habían olvidado los guantes, mecachis… Vestía botas marrones altas, planas y con borreguito por dentro, que mantenían sus pies calientes. Pantalones vaqueros y jersey verde, que le había tejido su abuela y por el que sentía una predilección especial. Abrigo y gorro de lana marrones, y su gran bolso verde, el que tantas mañanas le había acompañado y que era tan práctico y cómodo.
La chica de la estación, con paso cansino y bostezando, los brazos cruzados sobre el pecho para guardar un poquito de calor, abrió la puerta que comunicaba el vestíbulo con los andenes. Lía pasó por su lado musitando un “Buenos días” que no fue correspondido. En el exterior el frío y la humedad del ambiente le pusieron la piel de gallina, y metió las manos aún más profundamente en los bolsillos del abrigo.
Los andenes se extendían frente a ella, paralelos. La pantalla verde le señalaba que el tren estacionaría en nueve minutos en el andén cinco. Para llegar a este tenía que pasar por un túnel inferior, y bajó los escalones rápido, helada y con el bolso saltando tras ella. En el túnel el frío parecía haberse condensado y le hizo encogerse aún más, estaba helada y le castañeteaban los dientes. Además una niebla espesa se había reunido dentro, y atravesarla hizo que se sintiese como en un mundo imaginario y distinto. Subió los escalones que llevaban al andén cinco deprisa y dando saltitos, intentando generar calor pero sin conseguirlo. Salió al exterior agradecida, porque allí fuera el frío era menor, no le calaba hasta los huesos. Buscó el banco donde solía sentarse cada mañana, si llegaba a tiempo, para esperar el tren, y observó que habían cambiado el de siempre de granito por otro de forja, que formaba unas filigranas vegetales, enrevesadas, entrelazadas de una forma preciosa, que le encantaron.
Se sentó, de espaldas a la estación, intentando calcular si le daría tiempo a fumarse un piti antes de que llegase el tren. Le costó sacar las manos de los bolsillos, las tenía heladas, pero era cierto que ahí fuera no hacía tanto frío como pensaba, tras su rápido paso por el gélido túnel inferior, allí se estaba hasta bien. Lo encendió deprisa, dando la primera calada y colocando el bolso a su lado. Echó un vistazo al reloj que colgaba de la columna de su izquierda, y encontró otra nueva sorpresa: también lo habían cambiado. Vaya, ¡estaban tirando la casa por la ventana con estas reformas! Estaba colgado de un soporte de forja, de aspecto vetusto, que sujetaba un reloj de agujas, con números romanos antiguos y la esfera de un color amarillento, que le daba un aire viejo y romántico, el que solamente esperas encontrar en una tienda de antigüedades. Marcaba las seis en punto.
Dio una calada al cigarro cerrando los ojos, saboreando el humo que recorría su garganta. Dios, que paz…con frío, con madrugón y todo, pero se sintió tranquila y relajada. Solamente se oía el trinar de unos pájaros -parecían alegres, llamándose los unos a los otros-, y los pasos lentos de otro viajero que se encontraba en el andén. Le extrañó oírlos porque sonaban a la izquierda, al otro lado de las escaleras…no recordaba haber visto a nadie fuera cuando las subió, y desde luego nadie había llegado después de ella…Abrió los ojos dubitativa, girando la cabeza y con el cigarro sujeto entre sus dedos índice y corazón, prestando más atención que antes al sonido de los pasos. Lentos pero seguros, sonaban a un zapato, a un tacón de mujer. Cesaron cuando su propietaria se sentó en otro de los bancos que ocupaban el andén, de forja también, idéntico al suyo. Lía la observó con intriga, ¡era rara de cojones!
Joven, de unos 25 años, y una belleza atemporal, de rasgos suaves y proporcionados. Estaba sentada muy erguida y sostenía un libro entre sus manos, parecía estar buscando la página por la que había dejado su lectura a medias. Lía se planteó su primera impresión de la chica por un segundo: no es que ella fuese rara de cojones, lo raro era su vestimenta. Como ella, llevaba botas altas y marrones, pero tenían un tacón bajito y retorcido y cordones en el frente, desde el empeine hasta debajo de la rodilla, y parecían de piel de calidad, ella entendía algo de ese tema. Estaban desgastadas, no viejas, tenían aspecto de usadas y de cómodas pero un aire elegante y antiguo. La falda, por la rodilla, era de un color hueso que no parecía sucio, como solía ocurrirle a ella cuando usaba ropa de ese color. Parecía una enagua de las que había visto en las fotos de su familia, de sus abuelas cuando eran jovencitas, tenía puntilla en el bajo y en los pliegues que formaban las distintas capas que la componían. Tenía muchísimo volumen y se plegaba con gracia en las piernas cruzadas de la chica, dejando ver las rodillas entre esta y las botas. A modo de abrigo la joven llevaba una especie de americana de ante, del mismo tono marrón que las botas, tirando a rojizo. Tenía solapas como cualquier americana, pero el cuello era más subido de lo normal, o quizás la chica lo había subido para protegerse del frio. Era entallada y se cruzaba sobre su cintura, abotonada con grandes botones que parecían de nácar. En el pecho de la chica, que la chaqueta dejaba ver, asomaba una blusa del mismo color hueso que la falda, con encajes que formaban volantes y le daban un aspecto dieciochesco, al menos en la acepción que ella entendía de esa palabra. Un camafeo a modo de colgante, de color bronce y con un dibujo que no alcanzaba a distinguir, un cinturón de cuero que daba varias vueltas a su cadera, y un gran anillo con una piedra roja en su mano izquierda, ponían la guinda final al conjuntado aspecto de la chica.
Lía la miraba atenta. Ella parecía no darse cuenta, ya había encontrado el punto donde seguir su lectura y estaba enfrascada en ella. La chica le fascinaba. Aparte de su belleza evidente, con su blanca y pecosa piel, sus enormes pestañas y su larguísima melena oscura, surcada de ondas y bucles, y con un medio recogido sujeto por un pasador de bronce, su actitud tranquila y su vestimenta la intrigaban. No tenía muy claro si iba camino de una fiesta de disfraces o solo era una de tantas personas excéntricas que te sueles cruzar por ahí. Pensó en todos los Otakus y admiradores de películas o de comics que había visto por internet. Aquí era menos habitual encontrarlos por la calle, pero en países como Japón o Estados Unidos, era más común de lo que parecía. Gente que adaptaba su aspecto y su forma de hablar, de moverse y de vivir, a ese libro que tanto les gustaba, o a esa serie o película que había supuesto algo importante en su vida. Seguramente también lo hacían para sentirse parte de algo distinto, parte de otro mundo, fuera de la vida de mierda que la sociedad nos acaba imponiendo a todos, esa que nos dice que tenemos que estudiar mucho, sacar una carrera universitaria para tener un buen trabajo para poder comprar una casa y un coche, y casarnos y procrear con un buen chico –barra chica-, y vestir conforme la moda, la tele y las revistas nos digan en cada temporada para ser cool, para estar a la última, ser parte del rebaño, ser admirado por no levantar la cabeza por encima de los demás. Eran sobre todo gente joven, que aún creía que el mundo puede cambiarse y que ellos eran distintos, especiales, y lo demostraban con su aspecto y su vestimenta, tan poco común.
La chica era lo que Lía clasificaba confusamente en su mente como Vintage. Esa palabra que los diseñadores y los snobs usan para todo lo que tenga aspecto levemente antiguo y que en el fondo nadie sabe definir muy bien. Vintage. Esta era una mezcla entre una película antigua del Oeste y los libros de Mujercitas que ella había leído de pequeña. Era un estilo romántico y victoriano, y que no le desagradaba en absoluto.
Quizá por sentirse tan fijamente evaluada, la chica giró la cabeza con gracia para devolverle la mirada. La pilló tan desprevenida que no pudo reaccionar a tiempo y se encontraron mirándose a los ojos la una a la otra, en unos segundos que parecieron siglos para Lía. La chica le miró, sonrió levemente e hizo un gesto gentil con la cabeza, como un saludo. Luego volvió a bajar la cabeza hacia su libro como si nada y siguió leyendo.
Lía estaba roja como un tomate. Era una chica acostumbrada a la ciudad, a la gente y a las costumbres sociales y la educación que imponen no mirar demasiado fijamente a alguien. Todo el mundo sabía que es como un ataque, una intromisión en el espacio vital e intimidad de la gente. Pero la Chica-Vintage parecía haberlo tomado como un simple saludo, con una naturalidad que aún incomodaba más a Lía. ¡Hasta se le había pasado todo el frio de un plumazo! Aún estaba recuperándose cuando notó otra presencia a su derecha, justo al lado del banco en el que estaba sentada. Se giró rápido, pensando que quien fuese estaría muy divertido viendo el espectáculo de su vergonzosa pillada. Pero el hombre que estaba ahí de pié, al lado del banco y apoyado levemente en este, no parecía muy interesado en ella.
Lo miró pasmada…Pero…¿qué coño pasa hoy? En serio, ¿dónde es la fiesta de disfraces? Quedan pocos días para Carnaval, pero me parece un poco precipitado empezar ya con estas cosas…El hombre de su derecha era el perfecto acompañante para Chica-Vintage. Al menos el estilo era el mismo, ¿habrían comprado la ropa en la misma tienda? ¿Estaba de moda, o la regalaban o algo…? Botas, cuero, cinturones a la cadera y pantalones bombachos, marrón y beige, gemelos dorados, un reloj de cuerda, de fina filigrana color cobre colgado de una cadena que salía de su bolsillo, chaqueta de levita con remaches en los puños y cuello, y sombrero marrón oscuro con unas plumas naranjas y verdes ajustadas en el lateral…Sostenía un periódico y unos guantes entre sus manos, girándolos mientras observaba el reloj del andén, como calculando el tiempo que faltaba para el siguiente tren.
Lía miró al frente, mareada e incrédula. No quería que el hombre también la sorprendiese observándole, pero ¡qué curiosidad le provocaba! Se sentía perdida e incómoda, no sabía hacia dónde mirar. Espera…¡claro, era eso! ¿Dónde estaba la cámara oculta? Empezó a reír como una loca, girando la cabeza hacia ambos lados, hacia arriba, observando las columnas y el techo que resguardaba el andén de la lluvia, buscando las cámaras que sin duda debían estar grabándola. ¡Qué bueno, cómo se lo habían currado, jajajajaja! Chica-Vintage y Chico-Vintage le miraban, ella con aspecto asombrado, él con una media sonrisa plantada en la cara.
Seguía riendo y mirando en torno suyo, ¡era una broma buenísima! Se giró para mirar a su espalda, a la estación cuatro andenes más allá y…no era su estación. Tuvo que agarrarse al banco donde estaba sentada y girarse completamente para observar y procesar lo que veían sus ojos; la sonrisa se había quedado congelada en su cara, y su boca se abrió de par en par, dejando caer la mandíbula como si no tuviese fuerza alguna para sujetarla. No era su estación.
No lo era.
La gris e industrial estación que veía cada día, de lunes a viernes, no estaba. No estaba el gran letrero de verdes y parpadeantes letras electrónicas, ni los carteles indicadores, “Salida”, “Aseos”, “Cafetería”…No estaban las papeleras verdes con el escudo del Ayuntamiento.
La estación que tenía tras ella parecía sacada de un cuento. Un cuento de otra época que transcurría en un mundo en el que existía la magia. Porque era antigua pero parecía nueva. El edificio, más bien pequeño, era de estuco color crema, con vigas de madera a la vista. Tres grandes arcos componían su fachada, en el arco central una gran puerta de madera, lacada de color verde y con ambos batientes abiertos, dejaba ver el vestíbulo. Un gran reloj, exactamente igual que el que había observado anteriormente en el andén en el que se encontraba pero del doble de tamaño que este, colgaba de la pared, sujeto por su soporte de forja, al lado de la puerta. Encima de ella un panel blanco indicaba “Próximo tren 6:08”. Las letras y números estaban formados por placas que, suponía, cambiarían el mensaje girando, como aquellos sencillos sistemas para llevar la cuenta del resultado de un partido de beisbol o de baloncesto. Se veía antiguo, pero no viejo; simple, pero las juntas entre las placas dejaban intuir un complicado sistema de engranajes detrás.
Debajo del panel un hombretón ancho, pero más bien bajito, observaba un reloj de bolsillo enganchado a una cadena que pendía de su chaleco. Era barrigón y tenía una barba tupida y cuidada, poblada de canas, entre la que despuntaba un gran puro. Llevaba un grueso abrigo de paño, de rayas grises y negras, que le daba aspecto de presentador de espectáculos circenses, pero Lía sabía que era el jefe de estación, y que su reloj controlaba el ritmo del mundo entero.
Un par de pasajeros más esperaban sentados en el vestíbulo, en bancos de madera con pinta de ser más bien incómodos, pero de aspecto pulido y cuidado. Una señora mayor, vestida con un impresionante vestido verde botella cuya amplia y voluminosa falda no dejaba ver sus pies, y abrigo de mullida y suave piel color blanco, asía la mano de una pequeña de unos 5 años, que avanzaba haciendo que sus dos pulcras coletas, sujetas con lazos rojos a juego con su vestido, saltasen alegremente. Se dirigieron a la escalera que daba al túnel que llevaba a los andenes y por el que Lía había bajado apenas unos minutos antes.
Seguía sin poder controlar su mandíbula, miraba todo con ojos desencajados, sujetándose tan fuerte al banco que sus dedos estaban blancos y contraídos. Chico-Vintage seguía observándola divertido, con su mueca de sorna, como quien está viendo un espectáculo divertido.
El fuerte y prolongado pitido del tren le hizo respingar y volver de frente a las vías de un salto, asustada. Su mente luchaba por tranquilizarse y pensar con normalidad, pero era incapaz de hacerlo. ¿El pitido del tren? ¿Pitido? Los trenes de cercanías no pitaban…La niña de rojo y la señora elegante subían las escaleras en el mismo momento en que Lía giraba la cabeza para ver, dejando caer el bolso al suelo y tapándose la boca con las manos, cómo el tren entraba en la estación.
La locomotora parecía sacada de una película de vaqueros, pero sin resto de polvo, pulida como recién salida de fábrica. Su frontal rojo, con dos grandes topes de hierro, avanzaba cada vez más despacio, soportando el gran tubo metalizado que componía su caldera, de donde la chimenea sobresalía expulsando espeso humo azul. Pasó a dos metros escasos de ella y pudo ver dos maquinistas dentro, con sus gorras de rayas rojas y negras mirándose el uno al otro y sonriendo. El tren estaba compuesto por vagones lacados, rojos y pulidos, con amplias ventanas que los recorrían en su totalidad y coronados con negros techos curvados. Todo se movía con unos grandes mecanismos, mucho más complejos de lo que podía recordar de todos los trenes antiguos que había visto en museos, películas y fotografías. Tenía cien pequeñas ruedas como estos, pero amplios engranajes brillantes entre ellas componían un complicado y gigantesco mecano que parecía más bien algo cercano a la ciencia ficción. Paró por fin, con un último pitido y resoplando, soltando vapor por todos lados, y el mundo empezó a moverse.
Las puertas de varios vagones se abrieron para dar paso a la gran fiesta Vintage de la madrugada. Mujeres y hombres vestidos con cuero, botas con remaches, faldas largas recogidas formando bucles y figuras de búhos y rosas de bronce recogiendo sus peinados. Bolsos de blonda, sobreros de copa, plumas, monóculos con cadena y pantalones de rayas verticales. Niñas con encajes, manos enguantadas y camafeos con bellos escarabajos egipcios estampados. Un hombre con un gran abrigo de pelo negro y bigote pelirrojo la miró mientras avanzaba hacia la escalera, y le guiñó un ojo. Un niño con pantalones cortos, sujetos con tirantes, bajó corriendo al andén perseguido por su madre, que intentaba ponerle la chaqueta. Chico y Chica-Vintage subieron al mismo vagón, él sujetando cortésmente la puerta a la chica y observando sus piernas mientras esta subía los escalones.
Lía estaba paralizada, se sentía soldada al banco de forja y el tiempo se había detenido a su alrededor con el bolso tirado a sus pies. Delante de sus narices las puertas se cerraron, sonaron dos cortos pitidos y los engranajes del tren empezaron a moverse de nuevo, llenando el andén de vapor y haciendo avanzar despacio el tren, mientras veía la gente sentada dentro con sus periódicos abiertos o acomodándose. La locomotora emitió su fuerte pitido, haciendo temblar toda la estación, y Lía saltó del banco agarrando su bolso sin mirarlo siquiera, corrió a la escalera bajando los escalones de tres en tres. Corrió aún más por el túnel inferior que temblaba como si un terremoto lo azotase y tropezó con los escalones de salida, dando traspiés pero sin llegar a caerse. Salió, parando en seco cuando vio la fría y gris estación que cada día le despedía y le recibía a su vuelta del trabajo. La locura se apoderó de su mente al mirar atrás y ver como el mismo tren de cercanías, blanco, metálico y lleno de desconchones que usaba siempre, abandonaba la estación, y dio alas de nuevo a sus piernas, haciéndola atravesar el vestíbulo como una flecha, saliendo a la avenida que daba al parque y corriendo, corriendo todo lo que sus piernas daban de sí, los ojos desencajados, el pelo al viento y ni rastro de cordura en su mirada.
* * *
Quince años después de aquella fría y madrugadora mañana Lía volvió una vez más a la estación. Había dejado su trabajo aquel mismo día en que decidió que estaba loca, y había tardado años en volver a acercarse siquiera por la avenida de la estación. Contó su historia a muy poca gente, y todos sin excepción, sin llamarle perturbada pero mirándole con pena, le tranquilizaron e intentaron convencer de que no pasaba nada, de que a todos la imaginación nos juega malas pasadas, y que el madrugón de aquella mañana le había afectado demasiado y le había hecho soñar despierta…pero ella sabía que no había sido así. Con los años, se convenció de que había sido una señal, de que aquel mundo paralelo, anticuado pero moderno, brillante y de ensueño, la había escogido de alguna manera, y empezó a ir a la estación de nuevo cada día. Pero no cogía ningún tren. Las taquilleras se acostumbraron a ella, y se entretenían especulando sobre cuál sería su historia. Unas decían que estaba loca y venía a esperar a su imaginario novio, otras que simplemente se paseaba por allí porque le traería un buen recuerdo de algún pasado feliz vivido en una estación. Lía no reparaba en ellas y todas las mañanas llegaba a la estación cuando estaban abriendo las puertas para que la gente pudiese acceder al primer tren, el de las 6:08. Bajaba al túnel muy despacio, como si temiese caerse, lo recorría con pasos cortos y salía al exterior con los ojos cerrados, sujeta a la barandilla y conteniendo la respiración. Pero cuando los abría estaba en el frío y gris andén, con sus bancos de granito y sus relojes de verdes caracteres electrónicos. Desfallecía un rato sentada allí, viendo llegar el primer tren de la mañana, observando a la gente, y luego volvía a su casa apenada. Y así un día, otro día, y otro.
Una fría mañana de Febrero apareció como cada día, ignorando el saludo de la chica que abría la puerta de la estación, y bajando al túnel envuelta en su abrigo marrón pero congelada. Llevaba la cabeza baja y aire de derrota en su cara. Subió la escalera despacio, arrastrando los pies y se sentó en el banco de forja, que estaba helado y le hizo arrebujarse aún más, colocándose la bufanda por encima de la boca y la nariz para guardar un poco el calor del aliento. El reloj de agujas de la columna marcaba las seis y cinco, y el andén estaba lleno de niebla. Lía observó sus manos, blancas y llenas de arrugas, y colocó el bolso en el banco, a su lado. Le gustaban las filigranas vegetales y complicadas de la forja, eran muy bonitas…la forja. Un fuerte pitido, que oía cada noche en sueños, hizo retumbar la estación, y Lía contuvo la respiración para girar la cabeza y encontrarse con la brillante y enorme locomotora. Pasó frente a ella, disminuyendo la velocidad hasta que el tren paró por completo. Ninguna puerta se abrió ni nadie salió del tren.
Lía se levanto, sola en el andén. Echó la vista atrás para ver por última vez la preciosa estación de estuco color crema que recordaba al detalle y avanzó. Abrió la puerta del vagón que había frente a ella, subiendo los escalones despacio y con determinación, y la cerró detrás de ella.
Tras unos segundos, el tren volvió a pitar, dos veces, haciendo girar los complicados engranajes que movían sus ruedas, y empezó a avanzar, despacio pero cogiendo velocidad, mientras abandonaba la estación.
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