En el cielo
- publicado el 30/12/2013
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Gliuga
Eran las seis y treinta y siete minutos. O eso marcaba el reloj de la acera. Estaba tranquila, a sabiendas que a esa hora no se podía estar fuera de casa. Pero tenía una excusa, o al menos eso creía yo.
Los aucelocos o vigilantes te llevaban ante la máxima autoridad de la ciudad de Gliuga si te veían infringir alguna ley. No había excepciones. Y el castigo menor era tu muerte, mientras que lo peor que te podía pasar era que te conectaran a la Máquina Azul. Nadie sabía que tenía esa máquina ni cómo funcionaba, pero todos conocían lo que pasaba después: eras incapaz de recordar y de sentir, sin embargo, sí eras consciente de tu existencia vacía, y te inundaba de un vértigo que muchos no podían soportar y para que el cuál no existía remedio posible.
Retomando mi historia, diré que los aucelocos si me encontraban, no me podrían hacer nada, porque me habían nombrado Investigadora de Luz Solar, lo que me permitía acceder a cualquier sitio sin problemas. Llegué al laboratorio. Aparqué mi vieja bicicleta automática junto a la puerta. La fachada tenían luces tintileantes azules, blancas y rojas, que brillaban en medio de la oscuridad. Había un par de ventanales con los cristales muy sucios, que no dejaban ver que pasaba dentro. Cualquier persona habría dicho que parecía un pub de una calle poco transitada, en el cuál se vendían objetos de contrabando. Otros habrían afirmado que era un club de alterne, o un sitio extraño y estrámbotico poco recomendable.
Pero lo que no sabrán esas personas es que nada era raro en Gliuga, donde vivíamos en el núcleo de un agujero negro llamado A729, en lo que quedaba de nuestro planeta. No había ruido, y el desarrollo de la raza humana, que nuestro organismo había sufrido como consecuencia de unos medicamentos, nos permitía respirar cualquier sustancia que automáticamente se convertía en nutrientes. Lo peor de todo era que no había luz. Corrían leyendas de otros tiempos, de hace miles de años, en los que la Tierra, nuestro antiguo planeta, rebosaba de luces, plantas, animales, colores… Pero cuentan por ahí que el calor ascendió tanto, que estalló en llamas, y antes de que el Sol o La Estrella Magna nos absorbiera, se hizo el silencio, y la obscuridad absoluta se adueñó de todo.
Y ahora, vivíamos recluidos en el limbo, perdidos, sin saber que hay más allá. Nos guiamos por las pocas luces artificiales creadas a partir del movimiento al andar. Nuestro oído es tan fino que incluso percibimos las ondas del silencio. Pero nos hemos quedado muchos sin el don de la vista, algo tan preciado que aquellos que puede ver con sus propios ojos y no con el factótume (un aparato que reproduce imágenes de los objetos en nuestro cerebro a partir de las ondas de los objetos cercanos), son nombrados Investigadores de Luz Solar.
Entré en el laboratorio. Mi compañero, que se llamaba Córneo, me esperaba allí. Nuestra misión era crear una estrella pequeña a partir de la materia oscura que formaba ese agujero negro, y con una gravedad tan intensa que Gliuga se vería atraída hacia ella. De esa forma, podríamos conseguir salir del A729.
Solo podíamos trabajar por la noche ya que era el único momento en el que abundaba más materia oscura. Habíamos avanzado mucho en nuestras investigaciones: ya habíamos creado un portal temporal que nos permitía, a través de un objeto de cualquier época de la Tierra, que nuestra alma naciera un número infinito de veces en un mismo cuerpo humano de la época del objeto. Muchos gliugansianos ya habían viajado a otras épocas, pero un fallo del sistema les impedía recordar como llegaron allí y regresar a Gliuga. Sin embargo, si recordaban haber vivido más veces instantes de esa vida.
Como apenas disponíamos de tiempo para crear esa estrella, nuestro plan de emergencia en caso de un desastre en el A729 (eran muy frecuentes, ya habían desaparecido cuatro ciudades cercanas a Gliuga) era enviar a los habitantes de nuestra ciudad-planeta a otras épocas.
Ese día, Córneo y yo teníamos pensado un nuevo experimento. Fusionaríamos una molécula de materia oscura con una temporal. Cuando encendimos el portal, no introdujimos el objeto. Cuidadosamente, lanzamos a ese miniagujero negro (todos los portales temporales eran miniagujeros negros que adquirían otro color y otras partículas a partir del objeto) una molécula de materia oscura.
Al principio no pasó nada. Después, una pequeña bola roja y naranja apareció. Empezó a crecer, y a crecer, se salió del portal. ¡Lo habíamos logrado! De pronto, noté como una fuerza interior me atraía a hacia esa estrella que cada vez se hacía más grande y desprendía más calor. Intenté agarrarme. La estrella absorbió a Córneo y se hizo más grande, ahora lanzaba chispas. Me agarré al picaporte de la puerta. Y entonces lo supe todo.
Supe mi destino inevitable. Iba a morir. Y jamás podría contarle al mundo como se originó la primera estrella, a partir de una molécula temporal y otra de materia oscura. Como la fusión de dos estrellas dio lugar a un agujero negro. Como la creación de esa nueva estrella, mi estrella, acabaría con el mundo pero a su vez crearía otro. Y me sentí llena, y me abandoné a esa atracción universal, a mi estrella.
Sentí mis brazos arder, sentí la muerte tan viva a mi lado. Ardía, quemaba. Cerré los ojos, y dejé de sentir.
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