Vigilantes

Who watches the watchmen?

Alan Moore

 

Me preguntaron cómo inició el programa “Vigilantes” que transmitimos tan gentilmente todos los viernes hasta hace dos semanas. Respondí que como todo ciudadano, cansado de que la policía se rasque la barriga o se ponga mosca solamente en fiestas patrias o navidad, estaba harto de oír las mismas noticias de siempre, secuestro por acá, violación por allá, un robo que termina en masacre porque la víctima no tenía ni china para su pasaje por acullá; entonces, influjo de una musa incidental, por no decir que una dosis fuerte de pisco sour del Cordano, que es adonde siempre voy cuando estoy hasta acá del trabajo, me hizo confundir a una chola power con una epifanía de padre y señor mío, entendí que la solución para dicho problema debía estar al margen de la ley pero no contrariarla. De ahí la idea inicial. Aún en medio de una mona persistente, me animé a llamar a Rafael Camino, productor del canal de programas mediocres y de mal gusto, todo un éxito de teleaudiencia, para soltarle la idea a ver qué le parecía. Éste muy entusiasmado alabó la idea y, luego de concertar una cita, dijo atrabiliario “¡y que no se te ocurra volver a llamar a las cinco de la madrugada huevón!”. El programa era en realidad, al menos inicialmente, una secuencia que podría ir como miscelánea o simpático colofón en alguno de los noticieros o magazines de esos que el canal transmitía. Se trataba de reclutar a profesionales con entrenamiento en algún tipo de arte marcial o militar para conformar un grupo selecto de hombres a los que llamaríamos “los vigilantes”. Usarían uniformes distintivos y máscaras, sobre todo para meter miedo, y los ubicaríamos en zonas bravas del centro, la Plaza Italia a partir de las 7 de la noche, por ejemplo, bien escondiditos a la espera de que haga su aparición el cabecilla de alguna pandilla o un choro freelance intentando perpetrar su fechoría con algún transeúnte indefenso o medio caído del palto (porque, hay que reconocerlo, si los choros nos dijeran cómo hacen para agarrar en su cuarto de hora a cuanto caserito se levantan tendríamos que botar nomás todos los libros de Freud o Lacán y empezar a reinventar la psicología, caballeros). Entonces hacía su aparición nuestro héroe, para intimidar al malhechor. Por supuesto, al choro promedio no le importa mucho las improvisaciones, porque o bien está más duro que callo de loco o bien supone, con cierta altanería, una superioridad estratégica, la cual hará efectiva con un peculiar silbido que aprendió en una de esas estúpidas películas gringas, que solo sirven para cagarles más el cerebro a esa gente que ya de por sí tienen problemas por la mala alimentación. O sea, ni por acá le pasaría que por cada piraña tuberculoso embravecido por el terokal, un cinta negra o comando esperaba oculto.

El piloto fue un golazo. Imagina a una flaca del Villa María o el San Silvestre caminado sola a las diez de la noche en el puente Balta. O sea, en un segundo se armó la tole tole. De la nada apareció un patita de esos que se creen pendejos porque tienen cicatrices en todo el brazo, las cuales se han infligido ellos mismos, dime si no es de imbécil, haciéndose el distraído, el mosquita muerta, con la típica cara de yo no fui que tienen cuando están a punto de saltarle a alguien encima. En eso le sale al encuentro Aldo Cusato, el campeón de vale todo de la temporada pasada, y estón o no estón créeme que la piltrafa se debe de haber llevado el susto de su vida, de ver nomás semejante ropero mirándolo con una mirada de los mil demonios detrás del antifaz. Cómo se debe de haber matado de risa la gente cuando el ratero en cuestión quiso llamar a sus secuaces y no podía porque estaba que se orinaba. Pero Aldo, que sabe cómo es el negocio, se hizo el disimulado para que se le pasara un poco y hubiera chongo, que era lo que todos esperábamos.

Cuando llegó la policía los choros estaban bien empaquetados, como patitos de origami, listos para la canica. Igual se pusieron necios, como siempre, todos saben que es para sacar la suya, cómo es, pa la gaseosa pe varón, pero cuando vieron las cámaras hasta enviaron saludos a sus familiares los muy descarados. Los limeños se volvieron locos, no lo digo yo, ojo, lo reflejaba el rating. La competencia se moría de la envidia. Nunca un programa había sido tan sintonizado. Al zambo Iturbe, que es prácticamente el dueño del canal, se le prendió el foquito inmediatamente. Hora estelar, dijo. Felizmente no se le ocurrió hacerlo diario. Y los auspiciadores… para qué te cuento. Los auspiciadores llamaban desaforados para ofrecer millonadas por colocar sus marcas. Yo estaba super contento, para qué negarlo. En mis ojos tú podías ver el signo de dólar titilando. Y sí, lo confieso, se me subieron un poco los humos (un poco, en este contexto, quiere decir completamente). Y ya me veías tú gritoneando a mis subordinados, que eran parte del staff del programa, solo por el placer de gritar un poco y mangonearlos a mi regalado gusto. A mí que nunca había logrado que ni mi perro me obedeciera y dejara de mearse en mis zapatos de gamuza, te digo, estaba pisando cáscaras de huevo. No podía darme cuenta que el problema no era una cuestión de estrategia. Broder, el hombre está fregado en el fondo de su corazón, en serio te lo digo. Lo que pasó con “Vigilantes” es un botón, nada más. El escándalo es un buen marketing… el escándalo y la huachafería de la gente. Una tarde, ya teníamos tres episodios en el aire, llegó un memorándum de la directiva del canal. Nos convocaron a una reunión con Administración. Te juro que nunca he entendido esos cuadros de estadísticas e índices, con todas esas variables y fórmulas. Qué quieres que te diga, en la U el curso lo pasé como todos, copiando. Lo mejor en estos casos es sonreír como idiota y asentir aunque no entiendas un rábano de todo lo que se dice. De ese inefable caos, pasamos a hablar de presupuestos, de tecnología, de incrementar el nivel de riesgo, de permisos del gobierno, o sea, a hablar de estupidez y media con una lógica muy eufemista. Mientras hay dinero de por medio la locura no es locura sino excentricidad.  Todo bien, al principio. Yo les seguía la corriente, chitón boca. Los vigilantes ahora tenían chalecos antibalas y portaban armas. Las misiones eran cada vez más peligrosas e incluían tugurios dentro del mismísimo Cárcamo. No vas a creer, los rateros andaban paranoicos. No sabían si en su siguiente atraco serían víctimas de la televisión. En medio año, las encuestas decían que Lima ahora era una ciudad segura. El presidente, ansioso por atribuirse el logro, dio todo su apoyo al canal. No era secreto que iba por la reelección. Yo me pasé de reuniones hueveras entre pisco y nazca a negociar contratos importantes con empresarios que solo tomaban etiqueta azul. Así de ficho me volví, alucina. Ni siquiera me daba remordimiento hacerles firmar contratos fraudulentos a los candidatos a vigilantes. Sin excepción, infiero el abuso de esteroides, tenían el cerebro de un cuy. Lo único que les importaba era cobrar su billete, que no era poco, y reventar un par de cholos dentro del marco de lo legal. No sabían que una de las cláusulas del contrato eximía al canal de cualquier responsabilidad por muerte o lesión grave. Todos querían ser parte de “Vigilantes”, el costo era lo de menos.  Los periódicos de a china, que publican cualquier cosa con tal de vender, hablaban de superhéroes y justicieros. La aprobación de la opinión pública nos ayudó a disimular nuestros pocos escrúpulos. Lima es así, le das a la gente un poco de espectáculo y se olvidan en una de los hechos que verdaderamente importan. Quién mejor que los que hacen televisión para entender las artimañas de la manipulación. Por eso, cuando murió Percy Novoa, maestro yudoca, bastó un par de llamadas a la gente adecuada y un par de titulares y la gente no habló más del pobre, que en paz descanse. Las cortinas de humo no solamente se usan para tapar las cochinadas del gobierno, sino también la de los empresarios, que al fin y al cabo son los que en realidad mandan. Además estas cosas pasan cuando trabajas en realities, qué se va a hacer, sorry. Lo de Percy fue un caso fortuito. Estábamos en la esquina de Wilson con Tacna cuando un forajido tiró al suelo a una anciana para quitarle su bolso. Eso no era parte del programa, pero ya que el equipo estaba ahí nos pusimos a grabar nomás. Percy actúo rápido, en un segundo tenía por el pescuezo al delincuente. Ninguno se imaginó que alguien escondido dispararía. Cayó como un costal de papa, te juro. La gente gritaba por todos lados. Como siempre, la policía llegó muy tarde. El equipo de producción entero fue a dar a la comisaría. Pero tú sabes cómo son estas cosas, habían muchos intereses de por medio. Y, aunque el capitán, un tal Choquehuanca, piteó un rato, luego de la llamada del ministro de defensa nos dejó salir rapidito. Tenías que leer los periódicos al día siguiente, era un mate de risa. De repente, apareció un violador en Magdalena. Toda la semana le daban y le daban al asunto. Uno se queda pensando después, cuántas cosas habrán pasado y uno ni enterado con tanto carnaval, con tanta pirotecnia mediática. Después de eso nos dieron carta libre. La gente estaba tan deslumbrada con “Vigilantes” que la ética o la moral del espacio importaba poco. Pero, al cabo de un año, pasó lo que temíamos que pasaría. Los choros expuestos a semejante incertidumbre, a la humillación de verse reducidos a guiñapos de las compañías, de los consorcios, de las conversaciones por debajo de la mesa, habían decidido no salir más, buscarse, con el dolor de su corazón, una vida más o menos honesta, en la parada o en la cachina. La crisis era evidente, ¿qué hacían “Los Vigilantes” sin nadie a quién vigilar? A Iturbe le llegó pronto un sobre de manila con el sello del gobierno. Días después un representante del ministerio preguntó por él. Se reunieron. Conversaron por horas. Había mucho dinero en juego. Nadie supo precisamente qué fue lo que se dijo en esa reunión misteriosa, pero el fin de semana siguiente los noticieros informaban el hallazgo del cuerpo de dos chicos que aparentemente salían de Gótica, la discoteca de Larcomar. Los habían asesinado solo para robarles las billeteras. Eso fue solo el principio. Una ola de crímenes se desató en toda la capital. Tanto que nuestros “Vigilantes” no eran suficientes. El índice de seguridad ciudadana decayó abismalmente en unos días. Iturbe convocó a otra reunión. Se planteó un nuevo presupuesto. Era un presupuesto de muchos, muchísimos, ceros. Yo suponía lo que había ocurrido, pero no quise decir nada. Quizás por pura cobardía, aunque yo prefería llamarla prudencia. Lo que empezó con un intento muy honesto de arreglar esta ciudad terminó en lo mismo de siempre.

O sea, una mierda.

 

 

Lima, 2013

Antonio Taboada
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