La biblioteca

-¿Nombre y apellido?

-Irvon Davies.

-¿Procedencia?

-Dolavon, América del Sur.

-¿Número de habitante?

-Dos cero uno uno tres cero dos ocho cero tres cero dos.

-¿Tiempo de permanencia?

-Quince días.

-¿Desea que le entreguemos ahora su pasaje de vuelta?

-No, gracias.

-Adelante. Con este folleto podrá guiarse y recorrer la totalidad de la biblioteca durante su estadía. Que la disfrute.

-Gracias.

Tomó el plástico con una mueca de aversión. Odiaba el papel retráctil y trató de fingir. Estaba acostumbrado. Sin embargo, ahora estaba contento, cansado por el viaje y emocionado hasta las lágrimas. Finalmente, había llegado y empezado a cumplir su sueño.

Su corazón parecía a punto de estallar y por primera vez en mucho tiempo, se sentía pleno, lleno de alegría, de felicidad, de placer. Se detuvo un instante y leyó la placa de bronce para sus adentros: La Última Biblioteca de Papel de la Tierra. Inaugurada el 11 de noviembre de 2021.

 

Había comprado el boleto desde su departamento el día anterior, por la tarde. Pidió prestado un casco y con él se comunicó con la aerolínea. El haz de luz de color blanco apuntó a su retina izquierda y automáticamente, el importe se descontó de su cuenta bancaria.

Ansioso como nunca, miró por la pequeña ventana hacia afuera. La noche estaba empezando. La claridad del cielo no permitía contemplar las estrellas. Si todo salía bien, mañana a esta misma hora lo estaría haciendo, después de tantos lustros sin verlas.

Sacó la caja de licor y sirvió medio vaso. En poco más de una hora vació el pequeño envase de plástico reciclable y con la lengua adormecida, se entregó por completo al sueño.

Cinco horas más tarde despertó confundido, mareado por el alcohol y envuelto en su transpiración. Aún era temprano. La expectativa por su primer viaje al espacio iba en aumento en las últimas semanas. Limpió su dormitorio y terminó de guardar en su valija la poca ropa que iba a llevar. Fue por última vez al baño, se vistió y luego desconectó los dispositivos eléctricos y solares de la casa.

En la calle, el tráfico escaseaba. El día nacía saludando los edificios de su ciudad natal. Después de tomar la avenida principal, desde lejos y en el horizonte pudo ver al cohete Victoria. Era brillante, completamente cubierto de pintura antirradiación. Acostado en la pista, parecía un cigarro plateado olvidado al sol. Al acercarse, descubría en su extensión pequeñas líneas paralelas de color gris, que nacían debajo de la cabina de los pilotos y llegaban hasta la cola.

Luego de entrar a las instalaciones del aeropuerto espacial, llegó hasta la rampa mecánica que depositaba a los pasajeros en el sector de ascenso. Uno a uno fueron despachando el equipaje y subiendo sin apurar el paso. En poco más de tres horas, esperaban descansar en la luna.

Por los parlantes comenzó a escucharse la voz de uno de los pilotos.

Bienvenidos a bordo del Victoria. En los ciento noventa y cinco minutos siguientes podrán disfrutar de la maravillosa vista de nuestro paseo. En las últimas décadas, nuestro servicio se ha convertido en el mejor transporte aeroespacial del sistema solar. Los trayectos, cada vez más cortos; los despegues, suaves y sin movimientos bruscos. La mayor comodidad para usted en cada momento. Los paisajes que jamás podría apreciar desde la Tierra a sólo una ventana de distancia. La luna, en menos de cuatro horas.

Pese a todo, Irvon sintió un nudo en el estómago al notar los primeros movimientos de la nave, previos al lanzamiento. Cerró los ojos y trató de pensar en otra cosa.

 

 

Unos minutos después de partir la velocidad comenzó a disminuir. Oyó murmullos y quejas de los pasajeros. Algunos hasta llegaron a sacarse por primera vez en días el casco y los anteojos para mirar por las ventanas. Los motores de energía solar eran silenciosos pero la desaceleración fue demasiado notoria y en ese instante, la vio por primera vez.

A medida que volaban alrededor de ella, hasta el momento de hacer contacto, pudo apreciar a través de los vidrios herméticos la perfección de la forma esférica de la nave-biblioteca. Los arquitectos la habían diseñado tratando de imitar la apariencia de la luna.

Se levantó y fue hacia el sector de descenso. Tenían su valija lista y el traje para hacer el trasbordo. Lo ayudaron a vestirse y lo condujeron hacia la compuerta que daba al exterior.

-Es familiar de algún empleado de la estación espacial, ¿verdad?

Aún nadie podía entender por qué deseaba tanto llegar hasta allí.

La bóveda principal tenía un aspecto triste, gris, desolado. Como una iglesia del siglo anterior abandonada. Los largos pasillos que la conectaban con cada extremo de la nave estaban mal iluminados. El ventanal gigante permitía ver con claridad las estrellas de la Vía Láctea, como ningún ser humano vivo podría haberlo hecho desde su planeta.

Una vez que contempló por un largo rato la porción del universo que parecía estar al alcance de su mano, decidió repasar mentalmente su plan. Era perfecto. Entrar a la biblioteca, tomar posición, encargarse de los empleados y luego, sólo leer. Hacerlo diariamente, ¡durante un año! Desde el amanecer hasta la tarde; luego comer y descansar una hora. Prolongar el segundo turno de lectura voraz hasta la medianoche. Echarse a dormir, soñando con el mundo de papel que le habían enseñado a amar. Empezar la mañana siguiente con la misma rutina.

¿Si lo atrapaban antes de terminar? Quizá estaría en prisión hasta los sesenta, no mucho más. ¿Podría llegar en buenas condiciones a esa edad? No se creía capaz. Muy pocos lo lograban con dignidad. No quería llegar a tan viejo y tener que usar pañales como su padre. Si lo condenaban a cuatro o cinco años por lo que estaba por hacer, bien valía la pena haber estado allí, leyendo lo que siempre soñó.

En el peor de los casos, si llegaba a complicarse mucho, sabía que aún en las cárceles más crueles, a cada preso se le instalaba a la fuerza un pequeño casco. Se lo obligaba a leer a través de él, bajo amenaza de empeorar sus condiciones de detención y exclusión. Eso no era castigo para él. ¡Todo lo contrario! Lo condenarían a hacer lo único que disfrutaba en su vida. Y ahora era el momento del papel de verdad.

Miró a todos los que se encontraban dentro. Solamente ocho empleados, cada uno enfrascado en su rutinaria tarea. Apilando libros, revisando antiguos listados, trasladando de un lugar a otro cajas repletas de hojas en blanco. Cada vez menos público acudía allí, y por eso se había propuesto cerrarla a fin de año. Semejante nave orbitando la Tierra era un gasto innecesario en un contexto de crisis permanente.

Pero él no podía permitirlo.

Con voz temblorosa y poco clara, gritó:

-¡Todos en su lugar! ¡A partir de ahora, harán solamente lo que les diga! ¿Me escuchan?

Los ocho levantaron la mirada. Tomó el micrófono de la mesa de entrada, buscando que pudieran oírlo mejor:

-¡Su vida depende de mí de ahora en más! ¡Son mis rehenes! ¡Vengo a apropiarme de esta nave!

Le dijo al guardia de seguridad que había comenzado a acercarse sigilosamente:

-¡Quieto! Hag. Es su nombre, ¿verdad? Lo veo en su solapa. No quiero recurrir a la violencia. ¡Levante las manos! Sea razonable y déme su arma.

-No tengo ninguna, señor. No estoy autorizado a portar ningún tipo de armas.

-¿Qué? ¿Dónde las esconden en caso de un ataque biológico? ¿Si alguna de las grandes corporaciones los amenaza? ¿Cómo puede ser que la estación espacial más grande de la Tierra no pueda defenderse?

Primer contratiempo del plan. ¿Qué hago si llega pronto la policía?

Hag, un hombre joven, no sabía qué contestarle a semejante lunático. Bastante poco le pagaban por cuidar de pergaminos viejos. Con suerte en un par de años podría alejarse de ese horrible lugar, perdido en el espacio. Se armó de paciencia e intentó explicarle:

-Señor, esto es un cementerio. El depósito final de los libros de papel. No hay nada valioso. Debe usted estar confundido…

Hablaba midiendo sus palabras para evitar alguna reacción violenta. Hasta ahora el loco era inofensivo pero no quería arriesgarse.

-¿Confundido? ¿Acaso no lo ven? Viven entre los tesoros más grandes del mundo y ¿no son capaces de defenderlos? ¿De cuidarlos? Hubiera matado por la posibilidad que tienen ustedes. Denme sus teléfonos y cascos. ¡Y no intenten comunicarse con nadie!

Por la mirada de cada uno de ellos, intuyó que no comprendían. Estar allí era sólo un trabajo más, temporario, hasta que encontraran algo mejor en cualquier parte del planeta.

Tratando de amoldarse a ese nuevo escenario, diferente al que imaginó durante meses, volvió a gritarles:

– ¡Espero que no intenten hacer ninguna locura! Voy a ser amable con ustedes mientras sigan en su lugar. El Victoria pasará de vuelta en cinco horas. ¿Alguno de ustedes desea volver en él?

Nadie contestaba sus preguntas. Seguían sin tomarlo en serio.

-Vengo a leer todo lo que encuentre en esta nave-biblioteca. ¡Todo! No quiero tener problemas con nadie y podrán irse uno a uno, a partir de hoy, hacia a la Tierra siempre y cuando yo lo permita. ¿Entendido?

Asintieron de mala gana.

-Que así sea. Continúen. Espero estar mucho tiempo, vigilando para que nadie escape o avise a las autoridades. No quiero ser violento. No hagan nada de lo que puedan arrepentirse.

Se dirigió hacia la burbuja de entrada, donde podría controlar las salidas de emergencia.

Hasta ahora vamos bien. No había estudiado la posibilidad que el estúpido Hans o Hag o como diablos se llame no tuviera armas. ¿Podré hacerlo igual? ¿Estarán en camino?

¿Y si vienen por mí?

 

 

Por la cúpula podía verse ahora una gran porción del planeta. Se sentía extraño con esa masa enorme sobre su cabeza. Tomó el control del aire acondicionado y lo apagó. Hizo lo mismo con los monitores, las radios, las pantallas de dimensiones múltiples y las transmisiones continuas desde la Tierra. Sólo dejó encendido el radar principal. Seguramente los empleados estarían empacando y a punto de dejarlo solo, a cargo de la nave.

Buscó el mejor asiento, se sacó los zapatos y sintió el frío del piso de mármol recorriendo cada centímetro de la planta de sus pies.

Recordó su niñez, cuando leía descalzo, siempre en el mismo rincón. Con una linterna y algo de comida, era capaz de abstraerse por horas al ruido, a las peleas, al maltrato de sus padres adoptivos, a los golpes. Él sólo necesitaba un libro. Así olvidaba su tristeza y podía escapar de su vida infeliz, privada de todo.

Había apartado tres cajas llenas de ejemplares nuevos. En la contratapa de cada uno de ellos figuraba la misma fecha: septiembre de 2020, el mes de la última gran edición de la historia.

Era hora de comenzar. Había cumplido ya con el ritual de olerlos. Abriéndolos al azar, en cualquier página. Luego, recorriendo las tapas con la yema de los dedos. Después seguir con otra hoja cualquiera e hinchar sus pulmones con ese perfume único. Siempre había tenido esa costumbre. De niño era capaz de entrar a bibliotecas sólo para hacer lo mismo, jugando a distinguir los distintos tipos. Tenía un nombre para cada variedad, para cada detalle mínimo que solamente él llegaba a percibir: madera, aserrín, albahaca, jazminado, aceitoso…

Nunca podría perdonar a los que decidieron terminar con el papel.

A veces, en ese instante que disfrutaba con cada fibra de su cuerpo, con cada porción de su espíritu, sentía que podía tocar el cielo con las manos. Y en ese trance hipnótico en el que entraba se dejaba llevar, delirando y escribiendo mentalmente la historia de su vida, en tercera persona. Venía memorizándola desde hace unos meses. No tenía donde escribirla. Todavía.

Quizá nadie la quiera leer. Pero sé que algún día voy a publicarla.

 

 

A lo largo de su vida, Nuestro Amigo nunca fue feliz. Sólo encontraba placer y ganas de vivir a través de la lectura. Su padre biológico escribía y le leía cada noche. Siempre se habían burlado de él porque conocía en detalle los personajes de los cuentos y de las novelas. Porque era capaz de memorizar poemas y obras enteras de teatro. Porque usaba términos insólitos. Porque no hablaba como lo hace la gente imbécil de la televisión.

Cerca del año 2011, comenzaron a circular los libros en doc, rtf, pdf… y muchos malditos etcétera. Culpa de la Gran Plaga de basura y humedad el mundo empezó a deshacerse del papel. Muy tóxico y peligroso, según las agencias del Gobierno Central. Grandes laboratorios lo habían demostrado.

¿Habrá sido cierto? Él siempre sospechó que a través de esa medida se ocultaba una forma maquiavélica de profundizar la ignorancia y el analfabetismo de los más jóvenes.

Nuestro Amigo tuvo que tirar su amada colección antes que pudieran acusarlo de contaminación y llevarlo a la cárcel. En un abrir y cerrar de ojos, el papel fabricado con celulosa había desaparecido de la faz del planeta.

Desde entonces, los “cohetes basura” eran una realidad. Se había encontrado al fin la manera perfecta de eliminar los desperdicios. El prototipo del primer Ícaro fue aprobado en 2014, desarrollado por las fuerzas armadas rusas y vendido al resto del mundo. Era un cohete simple, de fabricación rápida y barata, con piloto automático hasta la órbita de Mercurio. Cada uno de estos vehículos, construido con chatarra reciclada, era inmolado en la estrella más cercana. Como en el medioevo, en la segunda guerra mundial o en Alejandría. Muchas etapas claves de la historia empezaban con la quema de libros.

Los mismos laboratorios que habían alertado sobre los riesgos de una pandemia aseguraban que, en los últimos veinte años, el sol había aumentado su potencia casi un uno por ciento gracias a los residuos humanos.

Desde ese momento, cada vez más palabras empezaban a perder su significado para las nuevas generaciones: diarios, revistas, historietas, impresoras, cuadernos, sobres, cartas, afiches callejeros, servilletas… y la lista seguía aumentando.

Y lamentablemente, cada vez más gente sumida en la oscuridad absoluta.

 

 

En 2016 podían encontrarse algunas obras en cualquier tipo de dispositivos móviles. Nuestro Amigo tardó mucho tiempo en recopilar toda su colección perdida. Sin embargo, gran cantidad de ejemplares era clasificado como “subversivo” por el Gobierno y muy difíciles de hallar. Muy raro. Muy sospechoso. El Índice de Obras Prohibidas aumentaba cada semana.

Dos años después, cada par de anteojos oscuros –de uso obligatorio en el mundo- ya contaba con un lector de páginas, al tiempo que el casco bipolar ruso se convertía en el invento más popular de todos los tiempos. Televisión, música, películas, información instantánea, comunicación inmediata con cualquier persona o lugar del globo. Alimentándose con energía solar, funcionaba las veinticuatro horas del día. Se ajustaba al cuero cabelludo de cualquier persona de manera exacta, con una pequeña cámara a modo de tercer ojo y un par de auriculares.

No obstante, al día de hoy, más del noventa por ciento de las personas no lo usaba para leer. Sólo para fotografiar y filmarse, mostrar esas imágenes, publicarlas y comentarlas… pobres estúpidos.

En 2021, pantallas retráctiles. Todo lo que pudiera imaginarse sobre un sucio y asqueroso tendido plástico. A partir de entonces, las pocas novelas, cuentos y ensayos que circulaban podían encontrarse de esa manera. Durante ese año, los últimos libros de la Tierra fueron llevados a la estación espacial que funcionaba como nave-biblioteca, a modo de arca de Noé. El lugar donde podía encontrarse únicamente un volumen de cada obra editada e impresa en la historia de la humanidad. Aparentemente, el papel no contaminaba a tantos kilómetros de la atmósfera. Pero muy pocos tenían la posibilidad de volar hasta allí.

 

 

¿Alguien podría haberlo predicho? Desde los papiros pasando por Gutenberg, ¿así había de morir el encanto de la hoja escrita para ser leída por otros? Tantas proyecciones sobre el futuro habían ido cayendo una a una: después de tanto tiempo, el planeta rojo seguía sin poder conquistarse. Desde el accidente del 2019, no hubo más misiones. La última guerra mundial fue la segunda. China nunca llegó a ser una superpotencia. Jamás se encontraron evidencias de vida extraterrestre. El calentamiento global nunca fue la amenaza que presagiaban al comenzar el milenio: sólo una gran mentira, avivada por los países más desarrollados por miedo a perder su hegemonía energética…

 

 

Irvon se quedó quieto, dormido, abrazado al libro con el que había empezado. Todo el cansancio de su vida se le vino encima. Medio siglo de soledad y frustraciones. Sin familia, sin esposa ni hijos, sin amigos. Retirado de un trabajo que nunca lo había hecho feliz.

Ni siquiera tuvo tiempo de entender que durante el tiempo que pensaba estar en la nave-biblioteca, no hubiera llegado a leer ni la milésima parte de lo que deseaba. Había calculado un año exacto para terminar. Haciéndolo las veinticuatro horas de cada día, ni siquiera usando el resto de su vida hubiera logrado su objetivo.

Ocultos en armarios, acumulando polvo espacial, más de un millón de ejemplares no iban a ser jamás tocados por un ser humano.

 

 

Se despertó después de su último viaje. Mareado, atado de pies y manos, somnoliento como estaba, dejó de imaginar mejores finales para su historia, para la autobiografía que jamás iba a publicarse.

 

 

Siempre se puede caer más bajo, pensó Nuestro Amigo. Fue atrapado el mismo día que ingresó a la estación espacial por la policía aérea. Conducido a la Tierra en un sucio cohete. Y condenado a perpetuidad al adormecimiento inducido. De esa forma, se perdía para siempre la chance de ver aunque sea en la cárcel y en papel retráctil, todas las novelas y cuentos que amaba.

Después de la última inyección de toveína, se sintió volar, muy lejos, rumbo a la oscuridad que tan bien conocía. Sólo en ese momento, la enfermera podía aprovecharse de su estado para cambiar sus pañales.

Era cierto. Aún había prisiones donde Irvon no podría leer, donde no podría soñar.

Como aquí mismo, en el manicomio de Jena.

Gonzalo
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