La muerte no viste una túnica negra

 

            La muerte no viste una túnica negra ni lleva consigo una guadaña. Son nuevos tiempos y debe adaptarse a ellos. Por eso cuando se mira al espejo del ascensor se aprieta el nudo de su corbata de seda italiana y comprueba que tan sólo un dedo de la camisa asoma por la americana de su traje inglés a medida. Lo justo para dejar al descubierto unos gemelos de reluciente platino. Es atractiva y lo sabe. Y así debe ser, pues atrás quedaron los días en que el ser humano demonizaba su presencia. Pero es algo tan natural que a todos visita al menos una vez en la vida, más tarde o más temprano.

 

 

            El hombre de negocios despierta en la cama del hotel, después de una noche de abuso y desenfreno. A su lado, una bella joven dormita boca abajo. Es rubia y su larga melena oculta un rostro que se adivina hermoso. Él la mira desconcertado en principio, pero cuando enfoca sus pensamientos recuerda, y se le hincha el pecho de un falso orgullo. Es un triunfador y se le presupone éxito en todos los aspectos de la vida. Para ello ha entrenado desde su más insolente infancia. Se incorpora en la cama y se queda sentado mirando en derredor, inspeccionando la habitación. Es una lujosa suite con decoración moderna. El desorden es generalizado. Hay sillas volcadas, cristales en el suelo y en el centro de la estancia, una mesa de cristal con dos copas de champagne, y restos de polvo blanco. El hombre se rasca la coronilla y piensa sonriendo: “menuda juerga”. Luego se despereza y se levanta, sintiendo un pinchazo en el pecho que le hace llevarse una mano al lugar en cuestión. El dolor pasa enseguida y él suspira profundo, masajeándose el pecho con la palma de la mano. Unos golpes en la puerta le sobresalta, y acercándose despacio, consciente del desorden de la estancia, pregunta titubeante.

 

—¿Quién es?

—Una cita ineludible —contesta la voz al otro lado de la puerta.

 

            Se mueve de forma elegante, como si sus pies flotasen por el suelo y cuando se gira para tomar asiento lo hace cual bailarín ejecutando una pirueta. El hombre de negocios lo mira con la boca abierta sin poder evitar sentir una magnética atracción por la figura que ahora le mira sentada en una cómoda butaca de piel, con las piernas cruzadas. Una luminosa sonrisa contrasta con su bronceada faz. Con un gesto pausado de una mano le indica que tome asiento a su lado, y él obedece sin pensar mucho en lo que está haciendo.

 

—Has sido todo un desafío para mí —comienza la elegante figura—. Tienes un increíble instinto de supervivencia con el que has logrado esquivarme durante años. Pero yo siempre apuesto al caballo ganador, y tú tenías todas las papeletas. Me encanta esta ciudad… ¡Todo al negro!

—Creo que no se ha qué se refiere —interrumpe el hombre de negocios.

—Oh, ya lo creo que lo sabes —continúa la figura—. En el fondo de tu corazón lo sabes. En lo más recóndito de ese ennegrecido y agonizante músculo se esconde el conocimiento de lo inevitable.

 

            La figura se inclina hacia delante y da varios golpecitos con el dedo índice en el pecho del hombre, y el punzante dolor se reproduce, sólo que esta vez no se detiene como un suspiro provocando que se doble hasta tocar las rodillas con su frente. Poco a poco la presión va cediendo y el hombre puede incorporarse a medias jadeando.

 

—Entonces, ¿es así como ocurre? ¿Aquí y ahora? —pregunta con aire de reproche mientras la angustia se apodera de él—. ¡No puede ser ahora, yo no! ¡Soy un triunfador!

—Como si eso importase mucho —contesta impasible la figura—. Jamás he hecho distinciones y no voy a empezar ahora…

—¿Y qué me dices de ella? —replica señalando a la joven que duerme plácidamente ajena a la conversación—. ¡Es hermosa y seguro que su alma es más pura que la mía!

—No, no hagas eso por favor —interrumpe la figura levantando las manos en un falso gesto de súplica—. Lo de las almas pertenece a otro departamento. A demás, dentro de unos días vendré a visitarla también a ella. Frecuenta compañías poco recomendables.

—Tiene que haber alguna forma de arreglar esto —protesta mientras intenta darle vueltas a una idea—. Soy un hombre de negocios… ¡seguro que hay algo que pueda ofrecerte!

—Sólo hay una cosa en la que estoy interesado —suspira cansada la figura mientras se pone en pie, acercándose a la ventana. Las luces de neón del casino se reflejan en sus oscuros ojos—. Sois todos tan poco originales. Cada vez estoy más aburrido de este trabajo. Toda una eternidad aguantando vuestras súplicas me hastía. Es como tener una mano ganadora partida tras partida.

—¡Eso es! —exclama levantándose como un resorte de la butaca, apuntando con un dedo a la figura que mira nostálgicamente por la ventana—. ¡Yo te demostraré que no eres invencible! ¡Y lo haré como se hacen las cosas en esta ciudad! ¡Apostando fuerte!

—¿Qué es lo que propones? —pregunta la figura con un atisbo de interés.

—Estas son todas mis ganancias en este fin de semana —indica poniendo sobre la mesa de cristal una caja de metacrilato llena de fichas de diferentes colores—. Es mediodía, y apuesto a que no es capaz de dejarme sin blanca antes de que den las doce de la noche. Si después de la medianoche y no antes, abandono esta habitación con una sola ficha en mi poder, me concederás un largo aplazamiento en mi sentencia.

—¡Qué estupidez! —reprocha la figura aunque no puede ocultar un brillo en sus oscuros ojos—. No tienes nada que ofrecerme que yo ya no tenga en caso de que gane.

—¿No te parece suficiente la emoción del juego, saber que ganarás una vida por tus propios medios y no gracias al destino? —aventura desafiante—. ¿Cuántos te han retado de esta forma?

—Muchos antes de ti —contesta con una sonrisa exultante—. Y ninguno lo logró. ¿Serías tu capaz?… ¡Acepto!

 

            La joven se despierta de su profundo letargo, y al reparar en la presencia de la misteriosa figura tapa su desnudez con las sábanas. Pero el singular magnetismo de esta última le provoca una irresistible atracción. Y se acerca pizpireta sentándose en las rodillas del elegante caballero de brillante sonrisa. Éste le da unos golpecitos en el muslo y le dice que ha sido una chica muy mala. Ella ríe y le contesta que intenta ser buena, pero que es más divertido portarse mal. Él le pellizca la mejilla como lo haría con una niña y le dice que volverán a verse dentro de poco. Luego la conmina a dejarlos solos, ya que deben tratar cosas de mayores, y ella, con un fingido gesto de reproche se levanta, y después de vestirse, abandona la habitación.

 

 

            El hombre de negocios apaga uno tras otro los cigarrillos de un paquete en un colmado cenicero, mientras observa como el montón de fichas va decreciendo a medida que pasa el tiempo. Las agujas del reloj recorren la esfera lenta y parsimoniosamente mientras su sonriente contrincante saborea con deleite una copa de whisky.

 

—Es curiosa la simbología de las cartas. ¿Nunca lo habías pensado? —indica la misteriosa figura mientras señala cuatro cartas de una escalera real—. Los corazones históricamente han representado a la iglesia, mientras que los diamantes se identifican con la clase alta. En cambio, los tréboles se reservan al pueblo llano y las picas a la clase militar. Y ninguno de los palos tiene más valor que otro. ¿Te das cuenta? Por eso me gusta tanto el póker, porque todos son iguales ante la muerte…

—Pero en cambio —puntualiza el hombre de negocios arrojando la mano perdedora sobre la mesa—, dentro de un mismo palo ninguna carta tiene el mismo valor. ¿Qué es lo que significa eso, si es que tiene algún significado para ti?

—¿Acaso se comportan todos de la misma forma cuando les llega el fin? —ríe la figura mientras recoge las ganancias—. Yo podría hablarte de reyes que lloraron como bebés al mirarme a los ojos. Sin embargo, sencillos campesinos me recibieron humildes y valientes como nobles caballeros.

—Jamás pensé que fueras así —señala el hombre inspeccionando la elegante figura que tiene enfrente—. Me refiero a tu aspecto. Siempre te imaginé con un porte más siniestro.

—Siento decepcionarte, pero dejé mi túnica negra en el armario. Huele demasiado a naftalina —bromea la figura.

 

            La partida continúa a medida que el sol se pierde por el horizonte. Y si bien el hombre de negocios gana alguna mano, enseguida comprende que se trata de una licencia que le concede su contrincante, que parece disfrutar con la velada. Y de esta forma ambos se precipitan hacia el desenlace de la partida. Tan sólo un puñado de fichas conforma su exiguo capital, y el reloj marca las doce menos diez. Tan cerca y tan lejos. Coge la baraja y se dispone a repartir. Y en su desesperación se guarda una carta, una vana esperanza, mientras la figura misteriosa se concentra en la jugada que tiene entre manos. Mira las cartas y su corazón bombea a gran velocidad mientras con un rápido movimiento ejecuta el cambio para acto seguido, poner sobre la mesas todas sus fichas. Su contrincante imita el gesto, levanta la vista de las cartas y con una sonrisa muestra una sencilla escalera mirándole interrogante. Él, con mano temblorosa, extiende sobre la mesa su jugada. Un full de cuatros y reyes. Justo en el momento en que el reloj da las doce campanadas.

 

—Has hecho trampas —reprocha la figura misteriosa.

—Demuéstralo —replica el hombre de negocios.

—No me hace falta —concede condescendiente la figura—. A demás no dije que estuvieran prohibidas…

—Entonces, eso significa…

—Que puedes levantarte y abandonar la habitación con tus fichas, si ese es tu deseo —continua levantándose la misteriosa figura.

 

 

            Ambos hombres pasean por el boulevard sin dirigirse la palabra. Uno aliviado. El otro taciturno. Se detienen en un semáforo y el hombre de negocios le dedica una mirada triunfal y desafiante. La muerte le mira sonriente y asiente con la cabeza. Juntos cruzan cuando el semáforo lo permite y el hombre eleva la vista al cielo deteniéndose petrificado en medio de la vía, mientras sus ojos se clavan en un luminoso reloj colgado de la fachada de un edificio. Marca las once y media de la noche. En un principio cree que es un error, pero al bajar la vista se encuentra con la de la muerte, que le sonríe desde la acera.

 

—Se me olvidó decirte —grita la muerte desde el otro lado de la calle— que a mí también me gusta hacer trampas.

 

            El hombre de negocios gira la cabeza mientras ve precipitarse contra él a un gran camión cuyo conductor trata de frenar infructuosamente. Y lo último que escucha es una sonora carcajada proveniente de la misteriosa figura que sigue su camino perdiéndose en la oscuridad.

 

 

 

Dani San
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