EL RELOJ ROJO
- publicado el 19/10/2016
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Trabajo sucio
En la mayoría de las ocasiones le gustaba saborear relajadamente un trago de buen whisky escocés, pero aquella noche parecía no hacer mucho caso al vaso que sostenía distraídamente en su mano derecha. Sus pensamientos volaban lejos de aquel tugurio de la Avenida West End. ¡Qué diablos! No todos los días se mata a alguien.
No solía aceptar ese tipo de trabajos, pero el país se hundía en una cruda depresión económica. Medidas extremas para tiempos difíciles. Por eso, cuando el viejo le ofreció vengar en su nombre la afrenta cometida a cambio de un jugoso fajo de billetes, venció rápidamente sus escrúpulos, mientras su cliente reía entre dientes. “Todo el mundo tiene un precio, y si la oferta es buena, siempre hay alguien dispuesto a mancharse las manos en lugar de otro”. Y lo dijo sin mostrar ningún tipo de emoción, mirando de soslayo las fotografías por las que había pagado.
Mientras caminaba por el boulevard sus tripas protestaron por la estricta y obligada dieta impuesta a la fuerza durante tanto tiempo, y como si trata de aplacarlas tamborileó con los dedos en el estómago prometiéndose a sí mismo que después de terminar el trabajo disfrutaría de una cena copiosa en la cafetería de Marie.
La lluvia caía a plomo sobre la ciudad y deseó tener una buena gabardina que le protegiese algo de la tormenta. Inclinó hacia adelante el ala del sombrero para resguardarse de cientos de agujas que el viento le lanzaba a los ojos, por lo que su mirada se centró en sus zapatos. Eran viejos y estaban gastados, y la entresuela comenzaba a despegarse. Al introducir la mano derecha en el bolsillo de su americana sintió el frío tacto del revólver del calibre 22, un arma corta fácil de ocultar. Y un escalofrío recorrió su espalda, lo que le hizo subir instintivamente el cuello de la americana.
El pequeño hotel había conocido tiempos mejores y ni el diluvio universal sería capaz de arrancar toda la podredumbre que se había instalado en su fachada. Localizó la ventana de la tercera planta, cuya luz estaba encendida. Una silueta se movía inquieta, anhelante y pensó que ese mohíno edificio era perfecto para cierto tipo de encuentros a altas horas de la noche.
El conserje del hotel parecía estar más ocupado en el combate de boxeo entre Braddock y Baer que radiaban aquella noche, que en prestar atención a cualquier cliente que asomase por la puerta. Mientras atravesaba discretamente el pequeño recibidor, una idea daba vueltas en su cabeza: “Todo el mundo tiene un precio, y si la oferta es buena, siempre hay alguien dispuesto a mancharse las manos en lugar de otro”.
Las escaleras crujían a su paso mientras miraba nervioso a todos lados, rezando para no encontrarse con nadie en su camino. El papel de las paredes del pasillo se despegaba, dejando al descubierto capas y capas de otros papeles, de otras épocas, y los quinqués de las paredes arrojaban una tenue y vacilante luz que apenas iluminaba los números de las habitaciones. Pero él no necesitaba verlos pues sabía perfectamente a dónde se dirigía. Y cuando llegó allí, llamó tres veces con sus nudillos.
—¿Y bien…? ¿Le hizo usted una visita a nuestro amigo en común? —el viejo soltó esas palabras con una mirada de desdén a la que ya se había acostumbrado. La misma mirada que debía soportar cuando cierto tipo de gente le examinaba de arriba abajo, fijándose en su americana con los codos desgastados, sus pantalones arrugados y sus zapatos con las entresuelas despegadas.
—Por supuesto, para eso me contrató —contestó mirando distraídamente un cuadro con una alegre escena pastoral colgado sobre el cabecero de la cama.
—¿Y qué tal fue dicha reunión? —interrogó de nuevo el cliente.
—Muy fructífera —contestó de forma escueta, y alargando la mano le ofreció el mismo fajo de billetes que días atrás había recibido.
—No lo entiendo… ¿Esto quiere decir que no lo ha matado? —preguntó el cliente, sin poder evitar un tono de indignación en su voz—. ¿Qué demonios le ha hecho cambiar de idea?
—Lo que usted me dijo aquel día: “Todo el mundo tiene un precio, y si la oferta es buena, siempre hay alguien dispuesto a mancharse las manos en lugar de otro”.
—¿Y eso que quiere decir?
—Que me han hecho una oferta mejor —y dicho esto, sacó el revólver del bolsillo de su raída americana y disparó una sola vez, entre los sorprendidos ojos del viejo.
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