¿No tuvo el valor de ser madre?
- publicado el 20/01/2014
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Le jardin extraordinaire ( El jardín del olvido )
Le jardin extraordinaire, conocido hoy como el jardín del olvido, toma su nombre del estado de abandono en el que hace años se encuentra, abandono que sin embargo todavía deja ver parte del esplendor que en su día lo distinguió como extraordinario. Los orígenes de le Jardin extraordinaire se remontaban a casi un siglo de existencia y había sido un regalo, hecho al pueblo, por uno de los primeros emigrantes salidos de el y que había hecho fortuna durante la construcción del canal de Panamá, trabajando primero en la Draga Corozal y montando con las ganancias uno de los hoteles más lujosos de la zona. El nombre en francés fue una concesión al idioma natal de su esposa Lilian, una francesa buscavidas que a la postre terminaría por arruinarle. Yo solía acudir al jardín al caer la tarde a sentarme en un destartalado banco de piedra cubierto en su casi totalidad por la hiedra, allí, fumaba parsimoniosamente mi vieja pipa de espuma de mar mientras mis pensamientos divagaban por el laberinto nunca bien explorado de una memoria que en lo concerniente al presente se me hacía cada vez más olvidadiza. El jardín quedaba apartado de las primeras casas del pueblo como a unos quinientos metros. Además del jardín se conservaba la casi totalmente derruida estructura de una pérgola que, en sus buenos tiempos, debió acoger las confidencias de amor de muchas parejas que acudían a sentarse en el banco circular del que hoy ya no quedaban si no algunas piedras en pie. Los parterres formando caminos y encrucijadas cuajadas de flores de las más diversas especies apenas eran hoy un montón de boj yedra y malas hierbas informes, todo entremezclado y cubriendo prácticamente la totalidad de los pasillos. Un par de enormes palmeras destacaban solemnemente de entre un pequeño bosque de árboles de decenas de especies diferentes, algunos resecos y podridos, otros mezclando sus ramas y hojas entre si formando una barrera vegetal apenas penetrable. Todo esto daba al jardín el aspecto de los viejos recuerdos que ,entre telarañas de otras vivencias, conservamos en lo más profundo de nuestro cerebro.
A mi me gustaba dejar vagar la mente por los vericuetos de una memoria ya gastada que sin un orden determinado iban aflorando solos y en los que me complacía o disgustaba según fuera el caso. Aquel atardecer de un cálido y húmedo verano, como tantos otros atardeceres, me senté en el banco de piedra y cargué con la facilidad que da la fuerza de la costumbre mi vieja pipa; con ceremoniosa parsimonia encendí un fósforo de madera, no me gustaban los modernos encendedores de gasolina o de gas, el aroma dulzón y a maderas aromáticas de las primeras bocanadas invadieron mi olfato y mis papilas produciéndome esa vaga sensación de entrar en otro estado de conciencia al que me llevaba, sin duda, el alo humeante y espeso de aquel tabaco holandés que tanto apreciaba. No había transcurrido más de un par de minutos cuando algo fuera de lo habitual en el paisaje, que sin ver miraba distraído, llamó mi atención haciendo que forzando la vista tratase de averiguar desde mi posición, que era aquel bulto informe que se entremezclaba con la crecida hierba, el tojo y otros pequeños arbustos que apenas dejaban entrever ese pequeño cambio que había llamado mi atención. Espoleada mi innata curiosidad me levanté y lentamente me acerqué en la dirección de aquella forma. No hube de dar muchos pasos para que, con la pipa en una mano y el bastón en la otra, quedase parado ante lo que parecían dos grandes sacos de esparto cerrados con una gruesa cuerda, dos envoltorios de unas proporciones considerables , digamos que casi dos metros de largo por setenta centímetros de ancho . Con la punta del bastón hice un pequeño reconocimiento hundiéndola en varios puntos distintos sin que la sensación que me transmitía la madera ayudase gran cosa a identificar su contenido. Por un momento y sin entender el porqué, una extraña sensación ya conocida hizo que mis sentidos se pusieran en alerta y mis músculos se tensaran. Desconcertado busqué en el bolsillo derecho de mi americana la pequeña navaja suiza que me acompañaba siempre y con la que solía desmenuzar las astillas que, de cuando en vez, encontraba en mi tabaco de pipa. Extendí la pequeña hoja con el índice y el pulgar de mi mano izquierda y apoyándome torpemente en las rodillas me agaché y clavé la navaja en más o menos la mitad de uno de los bultos, me sorprendió la facilidad con la que la hoja se había hundido. No había rasgado apenas veinte centímetros cuando, un hedor insoportable, me hizo parar de inmediato y alzarme con enorme esfuerzo apoyándome con ambas manos en la empuñadura de plata de mi viejo bastón. Retrocedí
unos pasos sin quitarle la vista de encima a los más que extraños bultos. El sol comenzaba a perderse por un horizonte escarlata, el jardín era una paleta de tenues colores con predominio del malva, que poco a poco se iba tornando azul oscuro, estaba anocheciendo, yo plantificado delante de aquellos bultos hediondos con la pipa apagada en la boca y las dos manos sobre el bastón había perdido la noción del tiempo. El ruido de alguna pequeña alimaña me sacó del ensimismamiento en el que me había sumido. Lentamente y sin darme la vuelta fui retrocediendo hasta notar contra mis pantorrillas la dureza de la piedra del banco, me senté e inclinado apoyé el mentón sobre el dorso de mis manos entrelazadas sobre la empuñadura redonda del bastón. Así permanecí hasta que las sombras lo cubrieron todo y ya no lograba distinguir los negros bultos. Volví a cargar la pipa y al fumarla comencé a sentirme ligeramente reconfortado; extraje mi viejo reloj de bolsillo que, con una ligera presión sobre la corona, se abrió permitiéndome sus agujas fosforescentes comprobar que efectivamente era muy tarde, las dos y diez de la madrugada, cerré el reloj y lo devolví a su sitio en el bolsillo del raído chaleco. Fue entonces cuando, ante mis ojos y como si estuviese viendo una película en blanco y negro, ocurrió todo. De la espesura del fondo norte del jardín dos figuras se aproximaban pausadamente hacia la pérgola que, ante mis atónitos ojos, volvía a ser la que yo había conocido cuarenta años antes. Sin reparar en mi presencia se sentaron uno frente al otro con las manos cogidas, al hombre no podía verle la cara pues me daba la espalda, a la mujer la luz lechosa de la media luna le daba al rostro un tono blanquecino en el que, como enormes esmeraldas, destacaban unos ojos verdes que yo había conocido muy bien. Hablaban entre ellos como si yo no estuviese allí. La conversación sonaba a súplica por parte de ella y a enérgica determinación por parte del hombre, ella le rogaba paciencia y una corta espera, él no transigía en su petición, tenían que irse ya, ahora, el barco zarpaba al amanecer y no quedaba tiempo para perderlo en dudas ni inseguridades. Se besaron apasionadamente, la decisión parecía haber sido tomada y la determinación del hombre había ganado la resistencia de la mujer. Entonces lo vi surgir de entre las sombras, la figura alta de un hombre de la que no alcanzaba a ver el rostro, con sigilo se acercaba a la pareja que permanecía abrazada, ajena a lo que pudiese ocurrir en su entorno. El brazo derecho extendido de la
sombra terminaba en el cañón de un revólver al que un tenue rayo de luna arrancó un destello de plata. Los dos disparos sonaron como cañonazos en mis oídos dejándome un fuerte zumbido y una sordera momentánea. Vi caer a las dos figuras abrazadas aun y oí los presurosos pasos de la sombra perdiéndose en la dirección por la que había aparecido. Al poco y tal y como había desaparecido volvió la sombra a hacerse presente, esta vez arrastraba lo que desde mi posición me parecieron dos grandes sacos. Con no poco esfuerzo logró separar y meter a cada uno de los amantes en sendos sacos que cerró con una gruesa cuerda amarrada con un fuerte nudo. Sin descanso desapareció y volvió al cabo con un pico y una pala, con vigor se puso a picar justo delante del banco donde yo estaba sentado, al pie de un viejo sicomoro, ignorándome por completo. Cuando el agujero le pareció lo suficientemente profundo arrastró uno a uno los sacos con los cuerpos y los arrojó a la fosa, sin detenerse cubrió con la tierra removida el agujero, con la pala alisó la tierra y cubrió con hojas y ramas el lugar del enterramiento. Hecho esto y ya con las primeras luces del alba asomando en el horizonte, cuando la sombra se giró para irse pude verle la cara. Las mansas lágrimas que resbalaron por mis mejillas hicieron que de golpe volviese a la realidad, la ensoñación había terminado. Treinta años fue la condena, treinta años con sus días, noches, horas, minutos recordando y reviviendo una y otra vez la atrocidad de mi acto. Hoy, en el cuarenta y un cumpleaños de los asesinatos, los viejos fantasmas volvieron una vez más a visitarme, puntuales como cada año. Lentamente, apoyando con mis dos manos el peso de mi cuerpo sobre la empuñadura del bastón me levanté y emprendí el camino de vuelta a mi solitaria casa. Un camino mil veces recorrido, un camino sembrado de dolor. Los primeros rayos del sol de una radiante mañana acompañaban el lento caminar de mi cuerpo, mi alma, hecha jirones, había quedado para siempre unida a la agreste vegetación del jardín del olvido, le jardín extraordinaire.
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