Cantando una oda a la muerte
- publicado el 30/03/2009
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Mnemósine
Se sentaba sobre los escombros humedecidos por el rocío matinal. Su espalda raquítica trazaba una escalera pedregosa desde el sacro hasta los confines de su cuello. Siempre la encontraba en el mismo lugar, completamente desnuda y de espaldas al campamento de refugiados. Nunca me atreví a observar su cara de frente. Había algo en ella que lograba estremecerme por completo; sin motivo aparente. Tal vez aquella espalda, esa franja de piel puntiaguda y zigzagueante, desencadenaba algún tipo de efecto que lograba abstraerme del tiempo y hasta de mí mismo. Aún hoy la recuerdo así; una sombra de aquel horizonte rosáceo que carga con las miserias de una civilización en ruinas. Me mantenía a una distancia prudente, pensando que con el menor disturbio aquella imagen indescriptible de la desolación podría desaparecer. Nunca escuché sonido alguno que emitiera su boca, ni avisté otro movimiento que no fuera el de sus rizos carbonizados mecidos por la brisa. Aquel solemne enigma solo revelaba un número marcado a fuego en su brazo: 48914. Si no fuera por los testimonios de mis compañeros, aún me vería inclinado a creer que se trataba de una ilusión; una materialización visual sugestionada por las atrocidades a las que mi razón no estaba ni cerca de imaginar. Pero de algo no me cabía ni la más mínima duda: esa mujer hacía tiempo que había dejado de ser lo que una vez fue. Su vida mas que pertenecerle había alcanzado un matiz abstracto de objetividad. Era la memoria. Era el espanto sordomudo de un hecho supralinguístico en el que las palabras sonaban vacuas e ineficaces. Era la espalda encorvada que miraba al horizonte jadeando “no olvidar”.
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