Aquellos ojos verdes, como en el bolero.
- publicado el 26/11/2014
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DESAMOR
Habían salido a tomar un café y, después, estuvieron con unos amigos. La había notado algo rara, pensó que quizás pudieran ser los exámenes. No hubo apenas complicidad entre los dos en toda la tarde. Una vez se fueron los amigos, ya quedaron los dos, y fue entonces cuando María le dijo que se había acabado, que la vida a su lado ya no era entendible, que la habían exprimido muy deprisa y que ya no quedaba ninguna gota. No pidió explicaciones, el aturdimiento no le dejaba, miró a todos los sitios, menos a ella. Dejó el vaso encima de la barra, soltó un billete y se fue. Salió del bar, el aire húmedo del atardecer, sacudía su cara. Su vida se desmoronaba por momentos; la que parecía una relación para toda la vida, acabó esa tarde.
Pensaba que todo moría en ese momento, no servía para nada lo anteriormente vivido. Los años que llevaba con María habían sido una apuesta a ganador, a la ilusión par toda la vida, pero todo había desaparecido en ese momento. ¿Qué sería de su vida de ahora en adelante?, ¿dónde iría a caer su corazón?, si es que alguna vez encontraba un lugar donde descansar. Cruzaba por el puente de la circunvalación, el puente que separaba su pasado de su futuro, su presente estaba ahí, no quería mirar para atrás, aterrorizado pensaba en el futuro. Se detuvo, miraba los coches que pasaban a gran velocidad, como sus recuerdos, sus momentos de felicidad, su vida. Todo lo que había dejado, todo a lo que había renunciado. El móvil, el anillo, la pulsera, fueron arrojados a la calzada, los coches que pasaban machacaban los recuerdos. Las fotos, en mil pedazos, volaban al aire, el pasado se iba perdiendo.
La noche hacía acto de presencia, y todo era un andar sin saber dónde, miraba arriba, miraba abajo, pasó por el parque. Allí, aunque él no quisiera, notaba la presencia de parejas, refugiadas en la penumbra que daban las farolas del lugar. Estaban besándose, abrazados, recostado uno sobre el otro, viviendo su amor con frenesí, como él también lo había hecho en multitud de ocasiones. Las lágrimas se resistían a quedarse en los ojos y, de vez en cuando, brotaba alguna.
Salió otra vez a la urbe, al bullicio, al tránsito de gente y coches, pero todo a su alrededor le evocaba su vida. Todo a su alrededor recordaba a su amante, parejas que iban cogidas de la mano, que se hacían algún arrumaco, algún beso se dejaban escapar. Iban abrazados. Todo era amor. Hasta la publicidad, a la que nunca había prestado atención se metía en sus ojos y llegaba a su corazón. Mensajes relativos al amor, o así los interpretaba él. Imágenes de abrazos, carteles del cine, hasta los escaparates del quiosco, todo golpeaba su tristeza. Alguna radio encendida de algún vendedor ambulante, dejaba escapar una canción de desamor. La situación se tornaba agobiante, quería desaparecer, se estaba asfixiando.
Debía huir, pero no sabía qué hacer. Dudaba si meterse en un bar y beber hasta reventar. Si coger el primer el tren o autobús y desaparecer por unos días. Hasta terribles posibilidades transitaron por su pensamiento. Cruzaba la calle. Sintió su brazo agarrado por un desconocido, giró la mirada y volvió a mirar delante, un coche a gran velocidad, pasó junto a él, dejando el estridente sonido de su claxon, y los fogonazos de las luces. El conductor levantaba el brazo y mascullaba algo, no se le oyó. Respiró profundamente, y agradeció la ayuda. Le preguntó su salvador, porque así había que llamarle, si se encontraba bien, dijo que todo estaba perfectamente, que se había distraído. El señor se marchó. Miró al cielo. Pasó, cuando la situación lo permitió. Siguió andando ahora sí, con más sensatez, más tranquilidad, se iría a casa, se metería en la cama, y mañana trataría de perfilar su nueva situación, así como preparar el guión de su nueva vida, sin odio, sin rencor. De pronto observó algo que sobresalía en la oscuridad; se agachó, era una moneda; la cogió, la observó, era desconocida para él, pero si se dio cuenta de un detalle, estaba de cara. Sonrió, por primera vez tras los difíciles momentos que había comenzado a vivir hacía escaso tiempo. La suerte, quizás, volvía a llamar a su existencia.
Un par de truenos, dos fogonazos relampagueantes, y una fina pero intensa lluvia comenzó a caer. Toda la gente aceleraba el paso, o incluso corrían, para guarecerse cuanto antes, y así mojarse menos. Sin embargo, él se quedó tranquilo, el agua ayudaba a borrar su tristeza, y a lavar su pasado. Se fue paseando y pensó que no todo debía ser tan malo.
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