El asesinato de Rasputín (1ª Parte)
- publicado el 23/09/2012
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El inspector (I): El inspector.
Tibault es el principal sospechoso.
Tibault es un nombre escogido para referirnos a un asesino profesional, que tiene un patrón constante, pero al que no hemos logrado identificar debido a sus habilidades. Fui yo quien propuso llamarlo de esta manera, tomando la palabra de mi libro favorito. Escogí Tibault porque era una ciudad perfecta. En el libro se la denomina, a veces, la Espina de Nácar o la ciudad blanca. En el centro de la misma, tal como describe su autor, se eleva una torre de ladrillos pálidos perfectamente encajados, formados en un bucle infinito que parece elevarse hasta el cielo. La torre está coronada por un tejado circular dorado que no se aprecia desde el suelo pero que dispersa la luz del Sol de forma que pareciera que se derramara sobre las paredes níveas. A esta torre le rodean tres murallas fortificadas, también blancas, todas ellas coronadas por unas almenas romboidales. La primera muralla desde la torre es alta y completamente vertical, más delgada que las otras dos. La segunda muralla es simplemente el confín fortificado de la ciudadela. Tiene mucho menor valor estético que la primera, creada con un fin disuasorio y con el fin de impactar visualmente a sus enemigos. No obstante, esta muralla se yergue sobre las aguas que rodean la ciudad y somete al mismo tiempo al mar y a la tierra a su vigilancia y poder. La tercera es una muralla sólida y, comparativamente, baja. Tiene una inclinación suficiente como para que las balas de los cañones no desmoronen su estructura con el primer impacto. En conjunto, Tibault es una ciudad hermosa y temible, en palabras del autor, que se puede percibir desde muchas millas de distancia y que jamás ha sido conquistada.
Tibault, por lo tanto, encaja a la perfección con el asesino, pues también es inaccesible y controla cuanto sucede. Hemos perseguido a Tibault, buscando pistas en cada uno de los crímenes que le hemos adjudicado, durante los últimos cinco años. Parece que trabaja por encargo, porque sus víctimas se presentan de una forma aleatoria y no hemos encontrado relación entre ellas salvo su forma de morir. Todas ellas acabaron de un tajo limpio en alguna arteria caudalosa: la aorta, la femoral, la carótida… Pero en ninguna habitación encontramos jamás manchas de sangre, ni huellas dactilares, ni cabellos, ni rastro alguno que nos permitiera identificar al agresor. Jamás nadie ha aportado información relevante sobre personas que hubieran entrado o salido del lugar del crimen e, incluso, desconocemos si hablamos de una mujer o un hombre. Tibault mata siguiendo su método, mantiene escrupulosamente limpio el lugar del crimen y se esfuma sin levantar ninguna sospecha. Es un maestro de su profesión.
Tibault podría haber asesinado a la mujer que hemos encontrado hoy. Se avisó a la comisaría a las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde, desde una cabina telefónica que no se pudo rastrear. La hora fue premeditada, pues tardamos exactamente diecisiete minutos en presentarnos en la habitación del hotel. La ventana estaba cerrada y la persiana dejaba entrar sólo los rayos adecuados de luz a la habitación. En la pared, al otro lado, un espejo los reflejaba sobre la víctima, tumbada en la cama, ofreciendo un asombroso espectáculo de luces y sombras. Los rayos parecían querer focalizarse en la mano de la víctima que se encontraba apoyada sobre su garganta. El corte en el cuello permitía que los dedos pulgar e índice se internaran en la carne rodearan la tráquea, obviamente, un artificio del asesino con la intención de captar la atención. La otra mano, súbitamente iluminada dos minutos después de que entráramos en la habitación al descender un poco más el Sol por el horizonte, había quedado inmortalizada en un gesto poético, como una Eva tratando de alcanzar la fruta prohibida. Los dedos se encontraban ligeramente cerrados, dirigiéndose a la boca de la joven, como si aún poseyeran cierta vitalidad. Los labios estaban entreabiertos, incapaces de articular ningún sonido audible, pero dispuestos a comenzar un recital en cualquier momento. Las sábanas se ajustaban al cuerpo de la mujer formando pliegues perfectos que comenzaban justo en el borde inferior de su pecho y que se iban abriendo hasta los pies de la cama. La habitación entera era un cuadro in vivo de ópera. Ella era una diva, una cantante en su máximo esplendor, vestida con un largo vestido blanco y controlando macabramente con sus dedos los tonos y gorgoteos de su garganta, actuando para el público que se presentaba puntual a la función. Una emoción interna me sacudió, sobrecogido por la imagen. Mis compañeros, mientras tanto, se afanaban en buscar lo imposible.
Tibault es perfeccionista y metódico porque es un profesional pulcro. Mis compañeros creen que éste es otro crimen que se suma a su larga cadena de delitos. Pero yo sé que no ha sido Tibault. Para llevar a cabo esta obra de arte es necesario tener un pensamiento artístico único. Y pasión por el detalle.
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