La compuerta y la muerte
- publicado el 21/01/2014
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El Tiempo
Lo he sorprendido, vive ocioso, sujeto en cada alma que pueda encontrar, de caminar lento, pero inexorablemente seguro. Sarcástico en el reloj de la tía, riendo a carcajadas y marcando con un irónico “cucú” la larga espera del regreso del hijo desaparecido. Injusto, en el enorme reloj de la sala de los Franz, marcando con su tic-tac el silencio cortante de aquella casa otrora llena de vida y ahora carente de brillo y trova tras su paso inevitable por la vida de la gran concertista.
No hay muchos tiranos que se le asemejen, desde el recinto de la enorme biblioteca del Condado lo veo todos los días, me acecha como un lobo hambriento devorando mis ganas y mi presente. A otros seres que no han podido confrontar su transcurrir y han renegando de su existencia y su pasar, los manipula como a marionetas salidas de teatros de antaño, absolutamente pasadas de moda, sentado en la orilla del camino, los viste con caducos ropajes mientras a su vez los califica de excéntricos sin gloria.
Mi misión, por así llamarla de algún modo, no se trataba de frenar su paso ineludible ni dejar que su tránsito no hiciera eco; se trataba de restarle importancia a sus caprichos y consolidar mis más altas ambiciones. Actué en consecuencia y no dejé que me sedujera su acontecer en aletargados días, lo llevé al extremo, lo obligué a obedecerme y cuando pensé que lo había doblegado, la imagen del espejo me devolvió mi figura; tristemente se había metido en mi piel y en mis entrañas, bajé la vista, descubrí su juego, del otro lado del espejo me miraba irónico y tajante, no dijo palabra, solamente se volvió para ponerse su traje de instantes y se fue en busca de otra víctima que quisiera jactanciosamente desafiarle.
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