Las máscaras arraigan

―Esperamos que su estancia sea agradable.

Esbocé una sonrisa y di las gracias a la mujer que me había acompañado a las puertas del castillo antes de aferrarme a mi maletín y cruzarlas. Varios niños y pocos adultos, los adolescentes predominaban en aquel lugar. Paseé por los corredores de piedra sin saber dónde ir. Cuadros de marcos dorados y aspecto caro decoraban las paredes. En ellos no colgaban generales del ejército o ricachones apingüinados, sino personas risueñas ligadas por un abrazo. Paré ante una de las pinturas: eran tan realistas que parecías tener al grupo posando ante los ojos. Mi mirada se cruzó con una opaca y azabache. La persona en cuestión vestía una máscara esquelética dibujada en el semblante. No sabría apreciar si la máscara sería sintética y podría separarse de su rostro o, por el contrario, era parte de él.

―Trata de evitarle.

Me giré con brusquedad. Allí, apoyado en una columna, un muchacho de cabello castaño y ojos claros, con el pie apoyado en la pared y los brazos cruzados sobre el pecho en pose engreída, me miraba fijamente. ¿Qué tendría, diecisiete años? Fruncí el ceño.

―¿Por qué?

―No te conviene, simplemente.

Aparté la mirada del muchacho y la devolví a la máscara. Debía ser muy necio si consideraba que previniéndome de él iba a alejarme: solo había conseguido atraerme más con ello.

―Lo tendré en cuenta ―musité, sin ganas de discutir.

Le sentí acercarse por detrás, apoyar la mano en mi hombro. Mis alertas se dispararon, me instaron a alejarme. Me removí, incómoda, y cambié el peso de pierna.

―Acabas de llegar, ¿cierto?

¿Para qué preguntaba si conocía la respuesta? Cerré los ojos y traté de no perder la paciencia. Me costó, creedme.

―¿Quieres que te enseñe esto?

«Sé amable, sé amable». Giré sobre mis talones, con una mueca tirante en los labios.

―Claro.

Cogió mi maletín. No quería que lo hiciera, pero antes de que pudiera llamarle la atención ya había echado a andar tranquilamente pasillo abajo. Aceleré el paso para situarme a su lado.

―¡Eh!

Él se giró. Sus ojos azules destellaron.

―¿Sí?

―Ah… ¿Cómo te llamas? ―inquirí, tras barajar mis posibilidades de recuperar la maleta amablemente.

―Stern. ¿Tú?

―Leah.

―Un placer, Leah.

―Sí, sí. Igualmente. Oye, Stern.

―¿Hm?

―¿Puedes devolverme eso? ―señalé.

―¡Oh, claro! Perdona.

Me tendió el maletín, que acepté con avidez: tenía pocas cosas, pero las cuidaba con recelo.

―Gracias. ¿A dónde me llevas?

―A dar una vuelta. Acabaremos en tu cuarto y podrás descansar. Mañana podrás incorporarte a las clases.

Torció una esquina. Sin perder el ritmo, giré con él. A nuestra izquierda, la pared se abrió en arcos de piedra que daban a un jardín central adornado con una fuente. Traté de no mostrarme asombrada.

―Eh… ¿Y cómo dividen las clases?

―Por nivel, no por edad… ¡Cuidado!

El crío, aparecido de la nada, chocó contra mí. Ambos caímos al suelo.

―¿Pero qué…?

―¡Lo siento, lo siento mucho, de verdad!

Me lleve la mano a la espalda, dolorida. El crío, a mi lado, se levantó como un resorte y acudió en mi ayuda.

―¡De verdad que lo siento mucho!

La maleta, a mi lado, había caído también y estaba abierta. Una carcajada hizo que me olvidara del golpe.

―¡Palillos! ¿De veras llevas palillos en la maleta? ¡Ja, ja, ja!

La rabia coloreó mis mejillas. Me abalancé sobre el maletín y metí con rapidez mis palillos en su interior.

―Cállate si no quieres que te clave uno en el ojo.

«¡La yugular, la yugular!», reclamaba mi yo más sádico. «Shh», le espeté.

La carcajada se cortó de golpe y el arrepentimiento tiñó los rasgos del joven.

―Lo siento ―se disculpó. Parecía sincero.

Sin hacerle caso, cerré el maletín y lo tomé entre mis brazos. Stern, violento, decidió entretenerse ayudando al niño a levantarse y preguntándole si se encontraba bien. Yo, al tiempo, traté de tranquilizarme. Cuando el niño se despidió y volvió a desaparecer, Stern se llevó la mano al bolsillo del pantalón. Con la otra, gesticuló.

―Ah… Bueno, pensaba hablarte de esto y tal, pero… pareces cansada, así que… mejor… te llevo a tu cuarto, ¿sí? ―tartamudeó. No parecía acostumbrado a que la gente le plantara cara o le llevara la contraria.

No musité una palabra. Me erguí y le miré, esperando a que comenzara la marcha. No tardó en hacerlo. Le pisé los talones, con mi maletín fuertemente abrazado.

En silencio, recorrimos pasillos con puertas de madera talladas en su piedra y subimos mareantes escaleras de caracol hasta… ¿Qué fueron, tres pisos más arriba de donde había comenzado nuestra excursión? No sabía cuán grande era el castillo, pero parecía tener suficiente espacio como para dar cobijo a cuantos lo necesitaran.

―Es aquí.

Miré la puerta ante la que nos habíamos parado, recorrí con mi mirada sus vetas, caminé con pasos de fuego por su marco.

―De acuerdo.

Stern no me preguntó si sabría encontrarme de salir de la habitación y dar una vuelta; no me ofreció ayuda de necesitar cualquier cosa; no me dio una palmada en la espalda y me dijo «Siento tu situación y espero que cambie a partir de ahora». Simplemente, asintió y se despidió llevándose un par de dedos a la frente.

―Nos vemos.

Le vi marcharse con un gracias impronunciable en la garganta.

«No lo pagues con ellos, no tienen la culpa».

«Sigue así y tampoco la tendrán. De acercarse, tendrías que lidiar con ellos. No seas débil y mantente firme, blandengue».

«Por qué no te callas».

«Me necesitas».

«Yo no necesito a nadie».

«¡Ding! Aprendes rápido, enhorabuena».

Aguanté las lágrimas lo justo y necesario como para entrar al cuarto y acallar mis fantasmas de un portazo.

*

Un timbre desgarró mis tímpanos.

Sobresaltada, giré en la cama, me tropecé con las sábanas y caí al suelo. Me mordí la lengua para matar una palabrota. Mis rodillas se clavaron en los palillos que había esparcidos por el suelo.

«Torpe».

Y tanto: no llevaba ni un día en el castillo y ya había besado dos veces su suelo. Me levanté, temblorosa, mirando en derredor. La habitación estaba hecha un desastre: la ropa que había vestido el día anterior estaba en el suelo junto a la cama; en la mesilla, descansaba un libro; mis palillos estalagmitizaban el suelo. Pisé con cuidado para dirigirme al baño adyacente y me lavé la cara. Evité mirarme en el espejo y enterré el rostro en una toalla. El agua no me había terminado de despejar, me dolía la cabeza. Aquel pitido infernal…

«No tienes despertador». Paré. Miré la toalla.

«No tienes despertador». No, no lo tenía.

Aquella vez no retuve la palabrota.

Tiré la toalla al suelo, me vestí con ropa desconjuntada y me lavé los dientes sin cepillo pero con pasta. En menos de dos minutos había salido de la habitación con un lápiz y un cuadernito en la mano y corría a mis clases.

*

―¡No se puede correr por los pasillos!

Derrapé. Logré mantener el equilibrio, por lo que al menos no volví a comerme el suelo.

―¡Disculpe! ―exclamé. Sin embargo, al darme media vuelta, no vi a nadie. Fruncí el ceño.

―No quiero volver a verla correr por los pasillos. La castigaré de hacerlo.

Bajé la mirada. Una personita de curvas femeninas y gafas de pasta alzaba la barbilla desde la altura de mis rodillas. Bueno, vale: quizá me llegaba a la cintura.

―No volveré a hacerlo, lo siento.

La niña asintió, conforme, seria, madura para su edad.

―Y ahora, ve, ¡aprisa! ¡Llega tarde a clase! ―regañó.

―Ehm, sí; respecto a eso… no sé a dónde tengo que ir.

La niña se bajó las gafas y me escaneó por encima de ellas. Me sentí extrañamente vulnerable.

―Quinta planta, pasillo oeste, tercera puerta a su derecha. Sin correr.

Di las gracias precipitadamente y volé lo más lentamente posible hasta el lugar indicado. Cuando quise llamar, me sudaban las manos.

―Adelante.

Entré en el aula… y me quedé atónita: ante mí, una habitación como otra cualquiera; la mía, por ejemplo. Los alumnos ocupaban la cama, el suelo, hasta el único escritorio y la única silla de la estancia.

―Ah… Buenos días. ―Yo y mis muletillas, mis muletillas y yo.

El joven que estaba apoyado en el escritorio con un libro entre las manos se levantó y me saludó.

―Señorita Stonnen, supongo.

―La misma.

―Tome asiento y preste atención.

No tuvo que repetírmelo dos veces. Busqué con la mirada dónde sentarme, pero mis ojos se trabaron en un alumno algo más apartado del resto. El único que podía respirar, al menos. El resto se apartaba de él, y pude ver cómo le ignoraban. Poco dispuesta a perder el tiempo, dejé al resto de alumnos apretujados para sentarme detrás de una espalda negra y una máscara monocroma. Los cuchicheos me acompañaron al apoyar mi trasero en la moqueta del cuarto. No me importó: yo también sabía ignorarlos.

―Bien, ¿algún voluntario que le resuma a la señorita Stonnen la lección?

Varias manos se levantaron al unísono. Eché un vistazo a los alumnos: eran todos tan diferentes, tanto edad como apariencia.

―Kai.

El susodicho se levantó. Unos bigotes y unas orejas afelinaban su rostro. Parpadeé, confusa: ¿es que en aquel lugar no había nadie normal? Kai ronroneó.

―Bajo la superficie de nuestro planeta, a unos 1500 kilómetros, existe otra tierra interior…

Dejé de prestarle atención en cuanto registré un movimiento delante de mí. El muchacho enmascarado había girado el rostro para mirar a Kai. La máscara parecía pegada a su piel, parecía ser su propia piel, parecía piel pegada contra piel, piel replegada sobre sí, piel…

―¿Señorita Stonnen?

Levanté la mirada hacia el profesor.

―¿Sí?

―¿Ha comprendido el temario dado hasta el momento?

«En absoluto».

―Perfectamente.

―Bien. Prosigamos pues.

Kai se sentó y yo respiré tranquila hasta que terminaron las clases. Por fin una asignatura en la que tenía algo interesante a lo que atender.

*

«A tu izquierda».

―¿Qué…?

Cuando giré sobre mis talones para ver lo que la maldita voz de mi conciencia dictaba, fruncí el ceño. El enmascarado estaba frente a una pared admirando un cuadro.

―No he dicho nada.

Un escalofrío. Voz profunda y susurrante.

«Mejor así a que hable muy alto y la niña-profesora de gafas le eche la bronca por alzar la voz».

―Cállate.

Él se giró.

―No he dicho nada ―repitió. Sus ojos azabaches helaron los míos, y de ahí inmovilizaron el resto de mi cuerpo.

«Muévete, estúpida».

―Lo siento ―balbucí.

Él sacudió la cabeza, y luego volvió a mirar el cuadro. Seguí su mirada, sumiéndome en el deshielo. Una clase, un profesor joven, un gatito de pie ante el resto de alumnos. Mis ojos, soñadores, clavados en la figura de un chico más bien poco expresivo. A medida que observaba el cuadro, los dibujos de ambos muchachos se acercaron y pasaron a ocupar todo el lienzo. Tragué saliva.

―Bonitos ojos dispares.

Mi rostro ocupó todo el tapiz. Un ojo marrón, otro negro. Rizos despeinados. Semblante embelesado. Sentí la vulnerabilidad abrirse paso por mi pecho hasta mostrarme desnuda ante la calavera de mirada hueca.

Y eché a correr.

*

«Quieres salir de aquí».

No contesté. Sentada en la esquina del baño, en el hueco existente entre la taza y la pared, dejé vagar mi mirada por las páginas que sostenía entre mis manos.

―Alto, delgado y fibroso, de facciones…

«Oh, por favor».

―… suaves. Tiene el pelo castaño…

«Cállate».

―… largo y fino, y sus ojos…

«Babieca».

―… son de un azul gélido…!!! ―acabé vociferando. La imagen del chico del libro se rompió en mil pedazos.

«Sal de aquí y deja de portarte como una niña mimada».

Las lágrimas dejaron de caer bruscamente. Sentí la coraza, tan impenetrable como los muros de aquel castillo, volver a erguirse en torno a mi corazón.

«Sal. De. Aquí».

Me apoyé en la taza para alzarme. Me lavé la cara, peiné mis tirabuzones con los dedos y lancé un suspiro al espejo.

«Ya».

Abrí la puerta y salí del baño. Me habría vuelto a meter en él de haber sido capaz de hacerlo; por el contrario, me quedé inmóvil. No conscientemente, cabe destacar.

―¿Qué haces aquí?

Menos mal que me había enjugado las lágrimas, porque por nada del mundo dejaría al enmascarado verme llorar.

―Visitarte.

―¿Cómo has entrado?

―Por la puerta.

―Estaba cerrada.

―No me supuso ningún impedimento abrirla.

Me mordí la lengua.

«No pienses, estúpida: eso se te da bien, así que deja de intentar hacerlo cuando está él».

―¿Qué quieres?

―Hablar.

―Vale.

Me acerqué a la cama y me senté en ella. Las manos me temblaban, así que las entrelacé en el regazo. Él jugaba con sus pulgares apoyado en el escritorio.

―¿Y bien? ―inquirí. Jamás lo admitiría, pero moría por escuchar su voz.

―¿Qué eres?

Me consta que mi desconcierto fue más que tangible, porque se me abrió la boca y él soltó un amago de carcajada.

―¿Qué? ―espeté, recuperada. No había entendido una palabra.

―¿Por qué estás aquí?

―Me acogieron.

―¿Por qué?

―Mi familia fue asesinada.

―¿Y por qué te han traído aquí?

―Se apiadaron de mí porque me quedé sin nada.

―Aquí no se acoge a gente sin nada.

Alcé una ceja en su dirección, pero él había vuelto a quedarse serio. Me miraba, impasible, con su dentadura blanquecina delineada en un horizontal equilibrado.

―Por qué estás viva, Leah.

Los recuerdos se avivaron como el fuego bajo el que había sucumbido mi casa. Mi mirada bajó al suelo: los palillos aún lo adornaban. Me agaché y comencé a recogerlos.

«Débil».

―Cállate.

―He visto tu historial ―replicó él, indiferente.

―Y qué ―ladré yo. Dejé caer un puñado de palillos al suelo: veintisiete; en mi mano, ochenta y cuatro. Otro puñado: más trece, cuarenta; en mi mano, setenta y uno. El enmascarado me miraba. ¿Detecté un rastro mal disimulado de curiosidad?

―Estabas en aquella casa. ―Otro puñado: más cuarenta y siete; en mi mano, veinticuatro.

―Y qué ―repetí, sin dignarme a mirarle.

―Sobreviviste.

Veintitrés de los veinticuatro palillos restantes cayeron al suelo junto al resto. Ciento diez estacas se rieron de mí mientras se postraban a mis pies. La ciento once permaneció en mi mano, amenazante.

―Lárgate.

―Échame.

―Ya lo he hecho.

―No.

―Lárgate.

―Échame.

Me levanté, blandiendo el palillo. Sus compañeros se clavaron en mis plantas de los pies.

―Fuera de aquí.

―¿O qué? ―siseó él.

―Te clavaré esto ―repliqué, señalándole con el palillo.

―No lo harás.

―Ponme a prueba.

Nuestras miradas volvieron a cruzarse: la mía, airada; la suya, contenida. Una mezcla de frío y calor se extendió por mi riego sanguíneo, acompañada de repulsión y deseo. No sabía si quería abalanzarme sobre él o salir huyendo.

«¿De nuevo?».

Recordé mis ojos dibujados en el lienzo del pasillo. No, de nuevo no.

―Por más que corras no podrás huir de mí. No porque te busque, sino porque me buscarás; no porque te encuentre, sino porque me encontrarás; no porque te espere, sino porque me esperarás; no porque te rece, sino porque me rezarás.

Se separó del escritorio. Su baile de pulgares hacía rato había acabado. Ya no jugaba: ahora iba a dar jaque. Jaque mate.

―¿Sabes por qué las personas no se me acercan?

No pude contestar. Él se acercó y apartó un rizo de mi frente. Sus manos recogieron mis mejillas. Frío, calor. Deseo, repulsión. Tragué saliva.

―No pueden: mi roce les mata.

Sus manos en mis mejillas. «Mi roce les mata».

«Claro. Y ahora te dirá que Kai es un gato de verdad, que la niña-profesora es una enana y que los niños que se chocan contigo y te hacen caer al suelo tienen el don de la “supervelocidad”. Las máscaras arraigan».

―No ―jadeé, tratando de recuperarme.

―¿Qué eres? ―repitió él.

―N-No…

Sus pulgares perfilaron mis pómulos. ¿Acaso jugaba ahora conmigo? «Tengo un palillo en la mano, ¡puedo defenderme!», quise gritar. Sin embargo, la voz me traicionó y solo soltó un gemido. Él ladeó el rostro y contestó con mi nombre. Voz profunda, susurrante.

Death wants to kiss you… Would you like to kiss him back?

Las rodillas me fallaron pero él me sostuvo. Sus labios exangües se cernieron sobre los míos. Y yo me sentí desfallecer en sus brazos.

Pixieh Tian Shi
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