Big bang latente

Big bang latente

―¿Cariño?
Pisadas rápidas en la planta superior, respiración agitada, susurros apenas audibles desde el pie de la escalera.
«Bumbúm, bumbúm».
―¿Sarah?
Subo un par de escalones; se hace el silencio, pero vuelve con más ímpetu. No remoloneo más: dejo la chaqueta en la barandilla y tiro el maletín del trabajo al suelo. La corbata se cierra en torno a mi cuello y los jadeos acompañan mis pasos ascendentes. Abro la puerta de nuestro cuarto con el corazón aún al pie de la escalera. Solo cuando sube los dieciocho escalones que me he ventilado en la carrera soy capaz de volver a hablar.
―¿Qué haces?
En bata, Sarah se inclina sobre la cama. Sus ojos oscuros se clavan en los míos y me instan a soltar el pomo de la puerta que, bajo la presión que ejercen mis dedos, chirría.
«Bumbúm, bumbúm».
No puedo evitar sentir que no debería estar allí. En mi casa, en mi habitación, en mi cama con mi mujer.
―Nada. Esta mañana te fuiste temprano y no hiciste la cama. Yo quedé con Mon… ¿Me echas una mano? ―insta, abrazando una almohada. Obedezco de forma inconsciente y sin rechistar―. Quedé con Mon para preparar la fiesta del viernes. Vamos a darle una sorpresa a Andy por su cumpleaños. Llegué hace un rato y me encontré esto así.
Sonríe. Yo bajo la mirada al almohadón y lo golpeo para ahuecarlo. Recordaba a Andy, sí. No le conocía, pero Sarah me había hablado de él. Su amigo gai. Quedaba mucho con él. No quería presentármelo por si me metía con él.
«Bumbúm, bumbúm».
―¿Qué?
―Que pares, la almohada ya está ahuecada: puedes dejarlo.
―Perdona.
Ella tuerce la boca en un mohín pensativo. Es tan atractiva… ¿Qué haría yo de perder a esa chica?
―Deberías cambiarte ―comenta finalmente―. Ponte cómodo.
Asiento y me dirijo al armario, pero ella se me adelanta.
―Ponte cómodo, he dicho. Yo te echo una mano ―sonríe.
―Soy capaz de coger yo solo un chándal…
Ella no me deja acabar la frase. Me besa y me calla, me empuja contra la cama. Diría que cuando me toca el mundo para, pero eso sería algo tan dado al uso que le restaría importancia a sus habilidades para embelesarme. Así que no, cuando ella me toca el mundo no se detiene, sino que colisiona, explota, se desmorona y queda reducido a la nada. Y yo, como buen donnadie, soy el vacío que necesita del algo que le llene para existir como tal.
―No. Te. Muevas ―conmina al separarse. No tiene que repetirlo: estoy tendido en la cama sin resorte alguno que me empuje a hacerlo.
―¿Qué tal el trabajo? ―pregunta. Su voz se esconde en el armario.
«Bumbúm, bumbúm».
Veamos: dos despidos, desvío de fondos, número menor de ingresos al que debería haberse registrado…
―Bien.
Unos dedos ágiles me desabrochan el pantalón y me desnudan de cintura para abajo. Me olvido del chándal: un nuevo big bang se avecina.
*
¿Desesperante? Desesperante es «bumbúm, bumbúm». Un latido inquebrantable, rítmico e imparable. Un tren del pensamiento interrumpible que me había llevado a la decadencia narcotizada y a la depresión existencial. Todos los días, a la misma hora: «bumbúm, bumbúm». Aunque a veces también se saltaba el horario laboral y «bumbúm, bumbúm» sin porqués. Ahora me taladra la cabeza. «Bumbúm, bumbúm»: el pulso se acelera, llega al clímax y vuelve a ralentizarse. Así una y otra vez.
―¡ASTLEY!
Parpadeo, parpadeo. Un compañero me mira sobre la mesa, horrorizado.
―¿Qué? ―No me gusta mi tono. Alto, chirriante, airado. Carraspeo y ladeo la cabeza. Mi compañero pega un respingo―. Qué ―repito, conteniéndome. Él está pálido.
―H-Has…
Señala el suelo, mudo. Con un interrogante en el semblante, miro hacia el lugar que indica: mis papeles y un bolígrafo han acabado en el suelo. Los recojo con rapidez y una disculpa fugaz, pero eso no parece confortar a mi compañero. Cuando vuelvo a alzar la mirada, tiene el teléfono en la mano.
―¿Qué diablos…?
―Vale ―cuelga. Pálido, muy pálido.
―¿Vas a decirme qué narices pasa?
Ahora es él quien carraspea.
«Bumbúm, bumbúm». Sacudo la cabeza: ¡cállate! Y lo hace. Los latidos no, sino mi compañero.
―Perdón. No te decía a ti, lo siento. ¿Qué has dicho?
―Gritaste y estás sangrando.
Vuelvo a parpadear. Para que digan que la vida no tiene con qué sorprendernos.
―No…
―Gritaste y estás…
―¡Astley! ¡A mi despacho antes de que Sleun eche el desayuno sobre tu mesa!
El pálido rostro de mi compañero me dice que queda poco para eso, así que vuelo hasta el despacho del jefe y cierro tras de mí con decisión.
―Tu oreja ―me saluda.
Me llevo la mano a la oreja derecha. Nada.
―La otra ―indica el jefe, sentándose tras su mesa.
Miel fría y viscosa la baña. Solo que no es miel ni es fría ni viscosa, sino sangre cálida y espesa. Cuando quiero darme cuenta, el jefe me tiende un pañuelo. Tapono la herida y la mantengo presionada.
―Voy a ser claro y directo, Astley: lárgate. Tómate el día libre y no vuelvas hasta mañana, pasado, la semana que viene, cuando quiera que te encuentres bien. Te cubro. Adiós.
―Jefe…
―Adiós.
―¡Pero no necesito…!
―Adiós.
Bufo. Cuando salgo de allí, le dejo el pañuelo lleno de sangre y un portazo de regalo.
*
Ya podría estar quemando ruedas que el coche iba demasiado despacio. Cuando aparco frente a la puerta de casa, el oído ha dejado de sangrarme.
«BUMBÚM, BUMBÚM».
―¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARGH!!!
Bamboleándome, consigo acertar a meter la llave en la cerradura y entro en casa. No soy el único que se desahoga gritando.
―¡Nngh…!
Sarah había quedado con Mon para preparar la fiesta de Andy y no está en casa. Atravieso el recibidor hasta la cocina, cojo el cuchillo más truculento que encuentro y, armado, comienzo a subir escalones. Mi visión se torna roja a medida que asciendo. Vuelvo a notar la sangre manando de mi oído.
«BUMBÚM».
La mano me tiembla, el cuchillo se dobla en una mágica alucinación.
«BUMBÚM».
Abro la puerta del cuarto.
«BUMBÚM».
La garganta de ella enronquece con su nombre. ¿Andy? ¿El gai?
Los latidos de mi cabeza y la pareja de circenses contorsionistas llegan al clímax al tiempo. «Bumbúmbumbúmbumbúm». «Bumbúmbumbúm». «Bumbúm, bumbúm…». «Bumbúm…». Su pulso se ralentiza. El mío bulle: la sangre me hierve, las venas se alargan hasta cubrir el cuchillo y formar una prolongación de mi cuerpo que necesita un corazón para mantenerse viva. Lo encuentra en el pecho de Andy.
Un grito agudo me insta a dejar la locura a un lado, pero no: yo no estoy loco, solo empastillado. El cupo de locura está cubierto; no puedo decir lo mismo, sin embargo, de los celos. Los ojos oscuros de ella también se vuelven opacos. Mi cuchillo busca saciarse. Cansado, caigo sobre un charco con tres tipos diferentes de sangre: la de Andy, la de Sarah, la mía. El apogeo siempre tiene daños colaterales. Estoy sordo. Creo que me ha explotado la cabeza. Algún big bang tendría que ser el definitivo. El «bumbúm» ha desaparecido. Ya no hay corazón alguno que escuchar.
Pixieh Tian Shi
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