Gastronomía en escarlata

El derrumbamiento de la línea District de la semana pasada debido a…
 
… el tren, que no redujo la velocidad a tiempo…
 
… su conductor no pudo evitar colisionar…
 
… no se hizo público hasta pasadas cuatro horas…
 
… las labores de limpieza, los servicios sociales, la policía, ambulancias y voluntarios…
 
… retirar los escombros…
 
… los pasajeros a bordo murieron…
 
… un único superviviente: Manfred Whitehaven.
Ocho canales diferentes, la misma noticia. Apago la tele. Me llevo los dedos al puente de la nariz. Estoy cansado. Me siento. El traje se ajusta a mí. Me aprisiona. O quizá es la puta celda en la que me encuentro la que me saca de los nervios. Hace frío. Está oscuro. Parezco estar solo, pero sé que no. Me acompaña. Le oigo respirar.
Mi bofetada le rompe la cara. Una risa. Escupe sangre. Le veo encararme de nuevo. Se pasa la lengua por los dientes.
―Creo que se me ha quedado algo entre las muelas. Una ternilla, quizá un huesecillo. ¿Tenéis palillos en esta madriguera?
Otra bofetada, mejilla contraria. Y otro escupitajo. Sangre roja. Boca roja. Ojos rojos. Inyectados en sangre. Ajena.
―Me lo tomaré como un «no».
No contesto. Me levanto y paseo. Él sigue sentado. Allí, en el centro. Un foco se enciende. Le ciega y él cierra los ojos. He llegado a su espalda. Le cojo del pelo y tiro hacia atrás. Mis labios en su oreja.
―¿Ves esa cámara?
Él la busca con la mirada. Arriba, esquina izquierda. Sin luz parpadeante. Sobre un espejo opaco.
―¿Cuántos polis están disfrutando del espectáculo?
Romperle el cuello en ese momento me habría supuesto un alivio y me habría quitado muchos problemas de encima. Pero no. Aquel cabrón tenía que vivir. Había que hacer justicia. Suelto su pelo con asco. Daba asco. Él daba asco. Le rodeo antes de volver a sentarme.
―Manfred Whitehaven.
―Presente.
Me aguanto las ganas de soltarle otra hostia.
―Veintinueve años.
―Y tres meses.
―Grado superior en psicología.
―Y experto en gastronomía. Cuatro estrellas Michelin en El estrecho.
―«Estrecho» tu culo antes de que mis compañeros y yo logremos joderte. ¿Esos polis de ahí atrás? Llevan calentando motores desde el comienzo de esta conversación.
Se calla. Al fin. Estoy incómodo en la silla. La giro, apoyo los brazos en el respaldo y vuelvo a mirar frente al gilipollas. Él espera. No sé a qué. Quizá mi amenaza haya calado. Sería gracioso, la verdad.
―Cómo lo hiciste.
―¿Cómo hice qué?
―Matar a esa gente.
―Yo no he matado a nadie.
Chasqueo la lengua.
―¿Muchachos…?
―¡Espera! ―me interrumpe.
―¿A qué?
―A que termine.
―A qué coño aspiras.
―No les maté.
―Estás de coña.
―No.
―De puta madre.
Me levanto de nuevo. Algo me retiene.
―Se mataron entre ellos.
Me aferro al respaldo de la silla. Con fuerza. Con mucha fuerza. Demasiada fuerza. Nudillos blancos. La madera cruje.
―¿Qué?
La rata disfruta. Vuelve a relamerse. Quiero vomitar. O darle una buena tunda. Y volver a vomitar. Quizá acabe haciendo las dos cosas.
―¿Me conseguiréis un acuerdo? ¿Un trato, algo que me beneficie?
―Solo puedo ofrecerte el seguir andando con normalidad y sin el culo roto.
Palidez. Carraspeo. Se recompone rápido.
―¿En la cárcel también?
«Si llegas».
―Celda de aislamiento.
Él se lo piensa. Comienzo a contar hacia atrás. Tres, dos…
―¡Vale, vale! Tío, dame un respiro.
Vuelvo a sentarme. Lucecita roja parpadeante. La cámara empieza a grabar.
―El jueves, sobre las cuatro, volvía de mi consulta cuando todo sucedió. Fue rápido: el convoy descarriló. Las paredes de los vagones se constriñeron y nos aplastaron, los cristales de las ventanas se resquebrajaron, las luces se apagaron y las alarmas y los gritos comenzaron a sonar.
»Perdí el conocimiento. Quizá fuera durante unos minutos, no lo sé. Cuando desperté, había sangre: en las paredes, en el suelo… y cadáveres por todas partes. Supongo que has viajado alguna vez en transporte público en lugar de tu cochazo policial.
No contesto. Aquel cabronazo encadenado se había ganado toda mi atención.
―Oí lloros. Cuando traté de levantarme, me encontré entre dos placas de metal: los asientos habían volado y me habían encasillado entre ellos y la pared. Al menos me tocó algo blando. Salí ileso del accidente a excepción de unas cuantas pedradas. Se nos había caído el techo encima.
»Traté de salir del agujero en el que me encontraba. No tuve en cuenta el tiempo. Empujé, me arrastré, volví a empujar. Cuando salí, vi una mujer atravesada por una barra de hierro a mi lado. Le quedaba nada y menos. A su lado había un niño muerto.
Él para. No pares, por qué paras. Ya da igual. Ya no hay calentón. Mis compañeros también están muertos detrás del cristal.
―El único superviviente del accidente en aquel vagón, a mi excepción, fue un anciano. No sé cómo se las arregló, solo se rompió una pierna. Oh, y tenía una brecha. Muy fea, sobre la frente. Le ayudé a levantarse y tratamos de pensar qué hacer. Parte del techo aún se mantenía, quizá podríamos refugiarnos hasta que vinieran a por nosotros. ¿Y si buscamos al resto y nos cobijamos bajo este techo?, me preguntó. Estaba lúcido, al fin y al cabo. Y eso hicimos.
»Nos paseamos de vagón en vagón como buenamente pudimos hasta que no encontramos más almas vivas, las reunimos todas y nos pusimos a cubierto. Después, esperamos. Y esperamos.
La rata volvió a callarse. Y ya no volvió a hablar.
―¿Y ya? ¿Se murieron y ya?
Él se encogió de hombros. Las cadenas tintinearon.
―No me lo creo.
―No hace falta que te lo creas.
La madera del respaldo se hace astillas. Las tiro al suelo. Me escuece la mano.
―¿Palillos? ―pregunta él.
―¿Palillos? ―repito yo―. ¿Quieres un palillo? Prueba tu polla.
La rata se ríe.
―Qué.
―Eres ridículo.
―¿Qué?
―Decir palabrotas echa abajo tus argumentos.
―Cierra la puta boca.
―Si lo hago te quedarás sin saber el final de la historia. Lo que pasó antes de salir, antes de las noticias, antes de conocerte a ti.
―¿Vas a contármelo?
―Si te portas bien…
Me saca de los putos nervios. «Nome. Nome. Nome. Paso. Es tuyo. Ni de coña. Ya voy yo». Y allí me encontraba. Panda de maricones.
Aparto la silla definitivamente y la arrastro hasta una esquina. La cámara se apaga.
―Por las buenas o por las malas.
―Sé educado, ¿quieres?
―No.
Su nariz cruje. Y mis falanges. Me aparto. Sangre, dale sangre. Mocos rojos en la parte inferior de su cara.
―Hijoputa…
El siguiente golpe, desde arriba. Una sacudida. Un gemido. Le cojo del pelo y le levanto.
―No te he oído.
―Puto sordo de los cojones.
―Decir palabrotas echa abajo tus argumentos ―imito a la perfección.
―Hijo…
―Te repites.
Su rodilla. Un grito agónico, seguido de un «JODER, VALE». Me cruzo de brazos delante de él.
―Vale qué.
―Te lo contaré.
―Ya lo estás largando.
La rata traga. Saliva no creo. ¿Más sangre?
―En toda comunidad hay un fuerte. Yo era el fuerte. La mente privilegiada, el inteligente. Dejé caer que moriríamos sin agua, sin comida. Y entraron en razón.
―¿Qué hicieron?
―Comerse.
Mudo. Abro la boca. La cierro. La vuelvo a abrir.
―¿Qué?
―¿Qué no entiendes?
―Se comieron.
―Sí.
―Los unos a los otros.
―Sí.
―¿Por qué?
―Supervivencia.
Recuerdo: la cámara graba, mis colegas están al tanto de lo que ocurre en esta celda de máxima seguridad. No volveré a dar el «por mí y por todos mis compañeros». A la mierda. No volvería a pasar por esto. Siento el vómito en la garganta. Ahí, ahí está. Sube. Lo retengo.
―Y tú…
―¿Yo qué?
―¿Qué hiciste?
Una sonrisa. Boca roja. Ojos rojos. Inyectados en sangre. Ajena.
Ni quiero ni necesito una respuesta.
―Suficiente.
―¿La gastronomía no te resulta plato de buen gusto, poli?
―Suficiente ―repito.
Me alejo de la rata. Doy un par de golpes al cristal. La cámara se apaga definitivamente. Me dirijo hacia la puerta. Prioridad: salir de allí. Intención secundaria: ir al baño.
Una risa, un murmullo.
―¿Qué?
Otra risa, otro murmullo. Me veo obligado a acercarme. Otra vez. Tirón del pelo. Otra vez. Su rojo en mi oreja. ¿Otra vez? Veneno, rojo veneno.
―¿Qué?
La respuesta roja se hace esperar. Luego explota.
―Chirona será mi próxima Michelin.
Pixieh Tian Shi
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