Casi cien puñaladas
- publicado el 28/02/2015
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Claustrofobia
CLAUSTROFOBIA
Todos estaban allí. Familiares, amigos, enemigos hipócritas. Incluso acreedores.
Unos charlaban entre sí, otros comían algo. La mayoría se sentaba y callaba. Se había corrido la voz. Era justo lo que él quería, cuanta más gente mejor. En el fondo siempre fue un exhibicionista, disfrutaba siendo el centro de atención. Era egocéntrico por naturaleza. Por eso se preocupó de orquestarlo todo de tal manera que la noticia corriera como la pólvora. Y lo había conseguido. Tenía un numeroso público allí congregado. Iba a ser espectacular.
Él era el anfitrión. Él, indirectamente, los había convocado allí. Si no fuese por su asunto, nadie estaría allí.Y se sentía pletórico, exultante. Sería su mejor actuación. El Gran Mago Carpentier volvía tras algún tiempo de retiro y decadencia. Y había decidido hacerlo a lo grande, de manera espectacular.
Pero sentía con agobio, con desesperanza, como si le faltara el aire, que algo no iba bien. No podía moverse, aunque quería. Era su gran momento, pero algo no estaba funcionando. Lo tenía todo previsto, nada podía fallar. O al menos eso pensaba. Lo ensayó miles de veces durante su retiro estos últimos meses. Estaba todo medido al milímetro. Era imposible que fallara. Y sin embargo estaba fallando. Pensó en golpear con fuerza las paredes del habitáculo donde se encontraba para que así todos le prestaran atención. Pero fue en vano, porque su cuerpo no respondía a la orden del cerebro. Se sentía encerrado, ignorado. Claustrofóbico.
Se desesperaba. Intentaba removerse en su espacio. Pero, por más que lo probaba, no lograba mover ningún músculo. Un sudor frío, como gotas de hielo derritiéndose, comenzó a caer por su frente. Cayó en la cuenta de que, posiblemente, hubiera cometido un error fatal al actuar en solitario, sin contar con nadie, sin una red de seguridad. Una vez más, su egocentrismo, su afán de ser el mejor, el más completo, el más espectacular le iba a jugar una mala pasada. ¿Y si esta vez fuese fatal?
Mientras, todos los demás que estaban en la sala seguían sin prestarle demasiada atención. Era como si no existiese, aun estando allí en medio de ellos. Estaba desconcertado. Asustado.
Llegó la hora, quiso ponerse en pie y hablarles. Sorprenderlos a todos con su idea, con su ingenio. Dar el golpe de efecto. Demostrar que era el mejor. Pero fue inútil. Parecía que una fuerza sobrenatural lo mantenía allí, inmóvil, sin poder hacer nada.¿Qué había fallado? Según sus cálculos, a estas horas ya debería de haber ejecutado su truco, su Gran Obra, el truco que le haría pasar a la Historia como el mejor de todos los tiempos.
Y en medio de tanta gente, comenzó a sentirse solo y aislado. Empezó a tener miedo. A esas alturas comenzó a sospechar que ese iba a ser su último truco. Y que le iba a tocar sufrir y padecer sin que nadie pudiera ayudarle. Solo y asustado.
Poco a poco la tarde fue cayendo y la gente, los que habían sido congregados allí debido a él, se fueron marchando. Algunos volvieron a acercarse, sin mediar palabra, a modo de despedida. Otros pasaron de largo sin despedirse. Y él, cada vez más desesperado, no entendía nada.
¿Estaría soñando?¿O se había convertido, acaso, en un fantasma; en una especie de ente invisible?
Ya todos, a última hora de la tarde, terminaron de marcharse. Justo cuando la luna llena comenzaba a iluminar de manera tenue el cielo de la ciudad rivalizando con la mortecina luz anaranjada de las viejas farolas, asistió con horror al momento en que el encargado del tanatorio procedía a cerrar el ataúd, apagar las luces y dejarlo solo, a oscuras, con sus miedos. Con las sombras tenebrosas de la noche como única compañía y con el acolchado de la tapa recién colocada a escasos centímetros de su cara, provocándole una escalofriante sensación de enterramiento. De claustrofobia. Y seguía sin entenderlo. ¿Por qué el médico que certificó su muerte unas horas antes se precipitó tanto? Ahora que el brebaje paralizante que había conseguido en Internet para poner en marcha su truco, su engaño, y que tomó voluntariamente comenzaba a remitir, se daba cuenta de que lo suyo aquella noche, en esa sala fría y oscura, iba a ser una agonía muy larga. Y muy dolorosa. A la vez que constataba con terror cómo su Gran Obra, que había querido mostrar a todos, le iba a salir demasiado cara.
¿Se equivocó en la dosis? ¿O su error residía en confiar ciegamente en sus posibilidades? El caso es que el efecto del veneno duraba más de lo previsto y en ese momento en el que debería estar siendo aclamado y agasajado, en realidad estaba encerrado y solo, aterrorizado y viendo la cara de la muerte demasiado cerca. Hasta le pareció oír como La Parca susurraba su nombre a la vez que, sonriéndole de manera tenebrosa, agitaba suavemente su aniquiladora guadaña.
Las horas pasaron lentamente, entre tinieblas y oscuridad, y notó cómo poco a poco su aliento se fue apagando. Sin poder hacer nada por remediarlo. Intentó luchar. Incluso consiguió, por fin, mover un brazo. Un rayo de esperanza lo invadió. Posiblemente el error lo cometió al elaborar el preparado paralizante. Demasiada dosis, tal vez. Pero al fin sus efectos comenzaban a remitir. Además, logró, tras grandes esfuerzos, gritar con todas sus fuerzas, hasta la desesperación. Hasta la extenuación. Llorando de impotencia, mientras el hálito helado de la muerte le recorría la espalda. Pero era ya demasiado tarde.
Nadie podía ayudarlo. Estaba solo, en un ataúd, y todos creían que había muerto de un infarto. Pero seguía vivo. El problema es que nadie más que él lo sabía. Nadie sabía que en realidad lo único que pasaba era que había tomado un veneno paralizante, pero no mortal, con la única intención de “volver a la vida” en pleno velatorio y dejar a todo el mundo con la boca abierta. Su Gran Obra. Su consagración. La cima de su carrera. Nadie lo sabía porque él, el Gran Carpentier, había optado por hacerlo en secreto, sin colaboración. En aras de la espectacularidad. Sí, estaba vivo. Esa era la parte buena. Lo malo es que lo estaba dentro de un ataúd y en una sala sin compañía alguna. Y nadie lo sabía.
Era de madrugada y no había nadie en la Sala 3 del tanatorio, ubicado en un polígono industrial a las afueras. Todos dormían en sus casas. Hasta el vigilante de seguridad dormitaba en su pequeño despacho, ajeno a su sufrimiento. Mientras él, al que daban por muerto, se desgañitaba, lloraba, golpeaba y se derrumbaba psicológicamente en el interior de aquel estrecho habitáculo cerrado a cal y canto.
A la mañana siguiente, cuando el encargado del tanatorio procedió a abrir de nuevo la Sala 3 para que volvieran a velarlo sus familiares, amigos, enemigos hipócritas e, incluso, acreedores lo encontró con la mirada fija, inerte, ya sin luz y la boca abierta, formando una terrorífica mueca, como queriendo aferrarse a la vida a base de atormentadas bocanadas del aire viciado del interior de la cápsula mortal en la que se encontraba atrapado.
Y el cristal del ataúd quedó marcado por los arañazos desesperados de sus maltrechas uñas.
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