Las crónicas de Sir Arthur de Aguasverdes: El puente de Páramo Helado

Montura y jinete avanzaban de manera pesada, casi imperceptible a los sentidos, a través del extenso y desolado páramo. Hacía tiempo que la nieve lo había cubierto, con su blanco manto, en su totalidad, lo que les dificultaba caminar más aún si cabe. El jinete lucía una armadura que debió ser bella y reluciente en otros tiempos mejores pero que ahora apenas alcanzaba a ser la sombra de lo que antaño fue. Le cubría desde los pies hasta el cuello y presentaba más de una abolladura y alguna que otra parte bastante oxidada, sobre todo por los bordes. El gélido viento recorría el páramo con furia y los golpeaba sin ninguna contemplación, helándolos hasta lo más profundo de sus cuerpos.

– Maldito seas jamelgo, si no fueras tan lento habríamos llegado hace ya algunos días a nuestro destino – gruñó el jinete.

– Si no estuvieras tan gordo y viejo, tal vez podríamos ir más rápido – le contestó la montura sin ninguna contemplación.

– Debí dejar que te murieras de hambre en la mugrienta cuadra de aquel malvado mago que derroté en las Montañas Oscuras, hace tanto tiempo que no alcanzo a recordar.

– Si no lo hubieras matado quizás me hubiera devuelto a mi forma humana y seguiría siendo aquel apuesto joven que era antes y a cuyos pies caían rendidas por igual doncellas y mozas.

– ¿Apuesto? – Si eres feo hasta para ser caballo, desgraciado. Dudo mucho que fueras bello como humano – respondió el jinete mientras se sacudía algunos trozos de hielo de la espesa y descuidada barba de color gris.

– Debería ponerme en pie sobre mis cuartos traseros y arrojarte al suelo para que fueras caminando el resto del trayecto. Siempre que alcances a ponerte en pie, nuevamente, claro.

– No te molestes… Yo mismo me arrojaría al suelo si consiguiera reunir las fuerzas necesarias para hacerlo. Antes que seguir montado sobre tu lomo soportando esa horrible cojera que tienes y que terminará por molerme todos los huesos del cuerpo, maldito.

Frente a ellos, se abría camino un caudaloso río que surcaba, de lado a lado, cuanto abarcaba la vista. Un puente de un solo arco y piedra grisácea, tan viejo como las montañas que se divisaban a lo lejos se erguía, o al menos eso intentaba, uniendo las dos orillas.

– ¡Andando! – Ordenó mientras azuzaba a su montura.

– ¿En serio piensas que vamos a cruzar por ahí? – preguntó el caballo.

– ¿Ves algún otro sitio mejor? – fue la irónica respuesta que recibió por parte del caballero.

– ¡Oh, vamos! Ese puente es una auténtica ruina a punto de venirse abajo en cualquier momento. ¿Tienes idea de qué temperatura puede tener el agua? No pienso morir hoy ni congelado, ni ahogado cuando caigas sobre mí con tu enorme barrigón.

– Cállate ya de una vez y camina, maldito jamelgo. Ese puente aguantará nuestro peso con total seguridad.

– Muy bien, señor sabelotodo, pero cuando caigamos al agua no me digas que no te lo advertí. ¡Qué lugar tan horrible para venir a morir! – continuó gruñendo el caballo, mientras ponía temeroso una de las patas sobre el puente. Maldito sea, mil veces, el día que me sacaste de la cuadra del mago.

– ¡No seas estúpido! De no ser por mí hace ya tiempo que habrías muerto de hambre en aquel apestoso agujero – le respondió al caballo.

– Tampoco es que ahora comamos mucho. ¡Al menos yo! – respondió mientras ponía la otra pezuña delantera sobre el viejo puente.

– ¡Alto! – exclamó una voz ronca y grave desde la parte baja del puente interrumpiendo la discusión de jinete y caballo.

– ¿Quién es? ¿Quién anda ahí? – preguntó el caballero mientras paraban en seco y giraban la cabeza a ambos lados buscando a su interlocutor.

– ¡Al fin alguien sensato! – exclamó el caballo. ¿Qué más da quién lo haya dicho? Hagámosle caso y demos la vuelta.

– ¡No nos detendremos! – gritó con todas sus fuerzas el jinete mientras espoleaba a su montura para que reiniciara la marcha.

– ¡No podéis seguir avanzando por mí puente! – advirtió la voz del desconocido.

– Desde luego es lo mejor que podemos hacer. Es de locos cruzar esta porquería de puente que está a punto de venirse abajo – persistió el caballo en su idea.

– ¡Mi puente no es ninguna porquería! – respondió la voz, esta vez adoptando un tono dolido -. ¡Y nadie pasará sin mi permiso!

– Con tú permiso, o sin él, yo, Sir Arthur de Aguasverdes cruzaré este puente y proseguiré mi camino – sentenció de manera solemne.

– ¿Cómo decís…? ¡Sir Arthur de Aguasverdes! – exclamó la voz con asombro.

Con un salto torpe, que hizo vibrar hasta los cimientos de piedra, se plantó en mitad del puente un ser deforme, de nariz ancha, enorme joroba y piel olivácea llena de arrugas que levantaba unos diez pies del suelo.

-¡Sir Arthur de Aguasverdes! ¡Por todos los Dioses! – gritó mientras dejaba apoyado en una de las balaustradas del puente su pesado garrote y se acercaba para estrechar a continuación la mano del caballero de manera afectuosa -. ¡No puedo creer que estés aquí… en mi puente! ¡Es todo un honor!

– Pero… ¿Qué diablos se supone que eres tú? – preguntó el caballero con asombro mientras el ser seguía estrechándole la mano al jinete.

– Soy el gran trol Gortras. Amo, señor y guardián de este puente que ves aquí. El Puente de Páramo Helado – respondió con voz solemne mientras apoyaba los puños cerrados, con orgullo, a ambos lados de su cintura.

– Perdona amigo – interrumpió el caballo, – pero a mí me parece que no eres más que un viejo y jorobado trol que ya no puede ni con su propio cuerpo.

– ¿Quieres hacer el favor de cerrar tú bocaza y callarte? – reprendió Sir Arthur a su montura.

– Haz caso a tú amo animalejo, si no quieres que te aplaste como a un gusano con una sola de mis poderosas manos – amenazó el trol mientras levantaba su brazo derecho y cerraba el puño en alto.

– Difícilmente aplastarás algo, torpe – lo desafió la montura.

– ¡Cállate de una vez! – dijeron caballero y trol al unísono.

– Bueno amigo – se dirigió Sir Arthur al trol –, ahora que ya nos hemos presentado me gustaría cruzar tú puente y que nos permitieras proseguir nuestro camino. Tenemos prisa por llegar a nuestro destino antes de que el tiempo continúe empeorando.

– Lo siento… no puedo dejar que cruces, así como así, mi hermoso puente.

– ¿Hermoso? – respondió el caballo al trol -. Si está a punto de venirse abajo.

-¿Quieres hacerme el favor de no abrir más la boca? – recriminó nuevamente Sir Arthur a su montura.

– No entiendo. Hace un momento has dicho que era un honor tenerme aquí en…

– ¡Y lo es! – lo interrumpió Gortras –. Pero… ¿y mi reputación? ¿Qué dirán de mi si te dejo cruzar el puente tranquilamente?… ¡Todos querrán cruzar sin pagar el peaje! ¡Sería mi ruina!

– ¿Todos? Pero aquí no hay nadie – respondió Sir Arthur mientras miraba a ambos lados –. Nadie sabrá nunca que me has dejado cruzar.

– No exactamente mi admirado caballero, mirad detrás vuestro.

Sir Arthur giró la cabeza y para su asombró, pudo ver a un enano regordete, de barbas pelirrojas, arrodillado en un gran boquete junto a la balaustrada del puente, que se afanaba en tomar notas en un pergamino. Al sentirse observado dejó de escribir y miró a los viajeros.

-¡Oh! ¡Por favor!… continuad con vuestra conversación señores. No era mi intención interrumpiros en vuestros asuntos. Simplemente estoy tomando algunas notas de las reparaciones que necesitan realizarse en el puente – dijo el enano mientras volvía a enfrascarse en sus quehaceres.

– ¿Y si te pago la cantidad del peaje? – dijo Sir Arthur al trol en voz baja esta vez.

– No puedo aceptar que me pagues – respondió Gortras al mismo tiempo que negaba con la cabeza -. ¿Qué pensarán de ti? El gran caballero Sir Arthur de Aguasverdes pagando peaje como un vulgar y patético campesino. ¡Es inadmisible! No, no, no… ¡Inadmisible!

– En lo de patético has acertado de pleno – intervino el caballo.

– Pero entonces… ¿Cómo voy a proseguir mi viaje? – dijo Sir Arthur al trol con cara de incredulidad, ignorando lo que acababa de decir sobre él su montura –. No me permites pasar ni me permites pagar el peaje. ¿Qué solución me das?

– Tendrás que pelear conmigo y derrotarme antes de poder cruzar mi puente – le respondió el trol –. Así, es como se ha venido haciendo generación tras generación. Desde los tiempos de nuestros antepasados.

– ¿Pelear? – repitieron Sir Arthur y el enano al mismo tiempo.

– ¡Una pelea! Ningún enano en su sano juicio se pierde una buena pelea por mucho trabajo que tenga – se regocijó Thorglin mientras enrollaba el pergamino en el que estaba escribiendo y se sentaba en una roca que se había desprendido de la balaustrada del puente, para presenciar la pelea en primera fila.

– Un momento, un momento – pidió Sir Arthur mientras extendía los dos brazos pidiendo calma. Seamos razonables y discutamos esto como seres civilizados.

– Caballeros por favor – interrumpió el enano mientras se atusaba la espesa barba con ambas manos -. No tengo todo el día, pronto se irá la luz y no podré continuar mi trabajo. Haced el favor de pelear de una vez y no demorar más el asunto.

– Tenemos que hablar detenidamente, amigo – dijo Sir Arthur bajando con dificultad del caballo y acercándose al trol al que condujo a un lado del puente.

– ¿Qué os ocurre, Sir Arthur? – preguntó el trol.

– Me gustaría que hablásemos antes del combate.

– Vamos, por todos los dioses, no tenemos toda la vida. Dejaos de palabrerías y pasad a la acción – volvió a interrumpir Thorglin que ya había sacado su pipa y se afanaba en encenderla –. La noche se vendrá encima pronto y deslucirá tan majestuosa pelea.

– Creo que tiene razón el enano, Sir Arthur – dijo el trol mientras cogía el garrote que había dejado apoyado en la balaustrada del puente -. Debemos pelear ya o no tendremos suficiente claridad.

– Un momento, un momento… Hablemos antes los dos, a solas.

– Está bien…, está bien – aceptó Gortras –. Pero sólo un momento, o no acabaremos nunca con este asunto.

Trol y caballero bajaron por una suave pendiente que había junto al puente, bordeada por pequeñas arboledas que hacía tiempo que perdieron su verdor, y que conducía hasta la orilla del río.

– No veo la necesidad de tener que pelear, amigo Gortras – comenzó el caballero -. ¿Qué necesidad tenemos de pelear y acabar malheridos uno de los dos? ¿O los dos, incluso?

– Pero Sir Arthur… ¡vuestro honor! Tenemos que combatir o no os respetarán vuestros enemigos.

– Vamos a ver amigo. Nadie tiene por qué enterarse de que no hemos combatido…

– ¡No, no, no! – exclamó el trol mientras giraba repetidas veces la cabeza a ambos lados mostrando su total desaprobación –. Tenemos que pelear para salvaguardar vuestro honor. Además, de no combatir y dejaros cruzar mi puente se me perderá el respeto a mí también y ya nadie querrá pagarme el peaje. ¡Yo vivo de lo que me pagan los campesinos por cruzar el puente para ir a la ciudad! Y… últimamente no es que vaya muy bien el negocio.

– Creo que podemos solucionar esto de una manera bastante razonable, amigo Gortras – respondió Sir Arthur mientras se sentaba en una enorme piedra que había junto a la orilla del rio.

– ¿Cómo? No veo otra forma de salvar vuestra honorabilidad si no es en el combate.

– ¡Fingiendo!

– ¿Fingiendo?

– Fingiremos que ambos combatimos y que te doy muerte. De esta forma no tendremos que salir mal parados ninguno de los dos y mi reputación no se verá dañada – explicó Sir Arthur.

– ¿Y qué gano yo con todo esto?

A pesar de estar usando todas sus dotes de persuasión, el asunto no marchaba de la forma que le gustaría a Sir Arthur. Definitivamente, aunque era un trol, no era tan estúpido como el resto de sus congéneres. <<He ido a toparme con el único trol medianamente listo que hay sobre la faz de la tierra>>.

– ¡Inmortalidad! ¡Será el combate más increíble que han visto los tiempos actuales! – exclamo el caballero -. Amigo, todos los bardos del reino cantaran nuestro épico combate. Tu nombre se conocerá en todos los salones de los castillos desde las heladas tierras del norte hasta los cálidos edenes del sur. Desde las tierras donde nace el sol hasta donde muere.

– Si, todo eso me parece muy bonito. Ningún trol en mi familia soñó siquiera con alcanzar tan altas cotas de popularidad pero… Si simulamos mi propia muerte durante el combate no podré seguir cobrando a los que quieran cruzar por mi puente. Tendré que cambiar de nombre. Buscar otro puente, lejos de aquí, donde seguir ganándome la vida. Y este puente ha pertenecido a mi familia desde hace más de ocho generaciones. ¡No lo veo claro! – expresó Gortras mientras movía la cabeza con evidentes signos de desaprobación.

– Creo que puedo compensaros de alguna manera. Con algo de dinero, por las molestias, amigo Gortras – dijo mientras sacaba la mano de la pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cintura y la abría con la palma abierta hacia arriba -. Os daré estas diez monedas de oro para que podáis marcharos a otro puente lejos de aquí y empezar de nuevo.

– No se Sir Arthur. Es una cantidad de dinero muy elevada, pero empezar de nuevo… ¡Y a mi edad! ¡Ya no soy un jovenzuelo! – se lamentó el trol abriendo ambos brazos y elevándolos hacia el cielo –. No sé… No me veo con fuerzas suficientes.

– Os daré dos monedas más – le interrumpió el caballero –. ¡Doce en total! Por las molestias y para cubrir los gastos del traslado.

– Es una cifra tentadora, Sir Arthur. Está bien… – dijo el trol mientras estrechaba con fuerza la mano del caballero y se guardaba las monedas con una rapidez endiablada -. ¡Acepto el trato! Pero… ¿qué haremos con el enano? Querrá ver la pelea y no creo que sea fácil persuadirle de su empeño de vernos combatir.

– ¡Es verdad! No me acordaba de él. ¡Ya lo tengo! – exclamó tras pensar unos segundos -. No te preocupes, le diremos que queremos combatir a solas, para no distraernos con la presencia de público y bajaremos aquí a la orilla a simular la pelea.

– De acuerdo. Espero que sepas lo que haces Sir Arthur, sería una auténtica deshonra si el enano descubre tú plan y nos encontrase aquí abajo fingiendo una pelea.

– No te preocupes más, ahora subamos y pongamos nuestro plan en marcha, amigo – dijo mientras se levantaba de la piedra en la que se había sentado momentos antes y comenzaba a andar, sendero arriba, seguido por el trol.

– ¿Ya habéis decidido cuándo empezáis la pelea? – dijo Thorglin nada más verlos aparecer –. No puedo perder todo el día. Tengo mucho trabajo por delante en este puente como ya os he dicho antes.

– ¡Habrá pelea! – respondió el caballero dirigiéndose al enano.

– ¿Has perdido el juicio? – preguntó el caballo a su amo con asombro y los ojos abiertos como platos por la sorpresa.

– Lucharemos abajo, en la orilla. Los dos a solas y sin testigos – prosiguió Sir Arthur sin hacer caso a su montura.

– Se ha vuelto loco definitivamente – exclamó el caballo en voz alta mirando al cielo –. Me llevaría las manos a la cabeza si aún las conservara en lugar de estas inútiles pezuñas.

– Pero no podéis luchar sin testigos – protestó el enano mientras su cara se volvía roja por momentos–. Tengo que ver la pelea para poder contarla y reflejarla en mis escritos. ¡Es inadmisible! ¡Nunca se ha oído nada igual!

– Lo siento maestro Thorglin, pero ya está decidido – le interrumpió el caballero -. Lucharemos los dos a solas y sin ningún tipo de distracción. El vencedor del combate os contará todos los pormenores que queráis saber sobre el duelo.

– Pero no es justó, no puedo creer que me hagáis una cosa igual – se dirigió de manera airada Thorglin al trol.

– Está decidido y así se hará – respondió Gortras de manera tajante.

– ¿Has perdido la cabeza, necio? – preguntó el caballo a Sir Arthur.

– ¡Cállate de una vez! Confía en mí. Se lo que hago – prosiguió el caballero.

– Pues debe ser la primera vez en tú triste y lamentable vida que sabes lo que haces – le respondió el caballo –. ¡Allá tú! Después no digas que no te advierto acerca de tus descabelladas ocurrencias.

Sir Arthur se acercó al delgado lomo de su montura y extrajo del viejo y raído capacho su casco. Lo tomó con las dos manos y se lo colocó con toda la solemnidad que requería la ocasión. Embrazó su escudo y se dirigió, ladera abajo, hacia la orilla del río mientras desenvainaba una espada oxidada por la punta y mellada en diversos puntos de su hoja. Junto a él, también de manera solemne, bajaba Gortras el trol, agarrando con firmeza su enorme garrote.

– ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Gortras cuando habían alcanzado la orilla del río y los resecos árboles los ocultaban de las posibles miradas indiscretas procedentes del puente –. Tendremos que hacer un poco de ruido, por lo menos.

– Eso es, amigo. Tenemos que hacer un poco de ruido – respondió Sir Arthur mientras dejaba el escudo en el pedregoso suelo -. ¡Golpeemos los árboles!

Dicho lo cual, caballero y trol, se pusieron a golpear los árboles que había a su alrededor mientras gritaban y lanzaban todo tipo de maldiciones, durante un buen rato.

– Ya está bien, amigo Gortras – dijo Sir Arthur jadeando por el esfuerzo que había realizado –. Creo que ya es suficiente. Ahora escóndete tras esos juncos y quédate ahí hasta que nos hayamos marchado todos.

– Un momento, tendrás que mancharte un poco de sangre – respondió el trol mientras dejaba su garrote apoyado en un árbol.

A continuación se produjo, a sí mismo, un profundo corte en la mano izquierda con el cuchillo que acababa de coger de su cinturón. La sangre, negra y viscosa, brotó de la palma de la mano casi al instante y goteo directamente sobre el suelo.

– Pero… no creo que sea necesario.

– No te preocupes… ¡Soy un trol! Regenero mis heridas con rapidez. Sanará en un momento – le tranquilizó mientras restregaba la palma de la mano ensangrentada por la armadura y el escudo de Sir Arthur, que aún estaba en el suelo.

– Está bien. Escóndete ahora. – le dijo mientras estrechaba la mano del trol y miraba con asco su armadura manchada de sangre.

– Hasta la vista, Sir Arthur.

– Hasta la vista, amigo Gortras – se despidió mientras envainaba la espada.

El trol entregó al caballero el escudo, que lo tomó con ambas manos y lo embrazó. Mientras subía cansinamente la pendiente que llevaba hasta el puente, dirigió una mirada hacia atrás y pudo ver a Gortras como desaparecía tras los juncos de la orilla.

Durante un buen rato tuvo Sir Arthur que contar el combate mientras Thorglin se afanaba en tomar nota de todo cuanto decía el caballero y le hacía repetir, una vez tras otra, los golpes más espectaculares para no dejar nada sin reflejar en sus escritos.

– Bueno maestro Thorglin – dijo finalmente el caballero intentando poner término al relato que había tenido que repetirle al enano más de cuatro veces –. Si nos disculpas tenemos que proseguir nuestro viaje o no llegaremos nunca a nuestro destino.

– Estoy completamente de acuerdo, caballero. Siento haberle entretenido tanto tiempo – respondió el Enano. Pero comprenderá que no todos los días es testigo uno de un combate del famosísimo Sir Arthur de Aguasverdes, aunque sea de manera indirecta.

– Si no se os ofrece ninguna otra cosa maestro Thorglin, debo proseguir mi marcha – le dijo mientras montaba con dificultad sobre su caballo y se disponía a retomar su camino.

– Existe un pequeño detalle que no se ha tenido en cuenta en todo este asunto, Sir Arthur – interrumpió el enano mientras colocaba una piedra sobre el pergamino en el que había estado escribiendo, para evitar que se volara, y sacaba otro de su bolso y lo desenrollaba -. Este pergamino tiene el presupuesto de casi todos los arreglos que había que acometer en el puente y que, con la muerte del trol, ya no voy a poder cobrar, evidentemente.

– ¿Qué tiene que ver eso conmigo? – pregunto sorprendido Sir Arthur.

– Ya que habéis sido vos quien ha acabado con la vida de la persona que me encargó el estudio, es justo que asuma la deuda que tenía contraída conmigo – respondió el enano mientras señalaba con un áspero y rechoncho dedo el pergamino.

– ¡Esto ya es lo último! – gritó el caballo mientras giraba el cuello para dirigir su mirada al jinete -. ¿No estarás pensando pagar también las deudas del trol, no?

– ¡Cierra la boca de una vez! – recriminó a su montura.

– Tenga en cuenta que al poner fin a la vida del trol, he dejado de ingresar el dinero que me pagaría por el arreglo del puente. Es justo que, al menos, cobre el presupuesto que le he realizado – argumentó el enano mientras volvía a enrollar el pergamino.

– ¿Cuánto tenía que pagarte Gortras por el proyecto de reforma? – preguntó Sir Arthur con tono cansino.

– ¡Esto es el colmo! – farfulló el caballo para sí mismo.

– Sólo cuatro monedas de plata – respondió el enano.

– Te daré una.

– ¿Una? ¿Se burla de mí? – exclamó ofendido Thorglin -. ¿Acaso sabéis el trabajo que tiene elaborar un informe de desperfectos de un puente para poder ofrecer un proyecto decente?

– Una moneda. No os daré nada más.

– Tres y ni una menos.

– ¡Dos! Es mi última oferta, maestro Thorglin.

– Acepto las dos monedas de plata, pero sabéis perfectamente que me estáis pagando un precio infinitamente inferior a lo que mi trabajo vale – dijo el enano mientras estiraba su mano para coger, de mala gana, las dos monedas que se le ofrecían.

Después de despedirse de Thorglin, los dos viajeros pudieron reemprender, finalmente, su camino.

– No puedo creer que le hayas pagado dos monedas de plata a ese enano, simplemente por haber tomado unas medidas – dijo el caballo cuando se habían alejado un poco del puente –. Aunque me intriga más aún saber cómo te has librado del trol, porque estoy seguro que no ha sido luchando.

– No empecemos otra vez, ¿quieres? No ha sido nada fácil salir de ésta de una pieza.

– Resumiendo… ¿Cuánto? – preguntó el caballo.

– ¿Cuánto?

– Exacto. ¿Cuánto le has pagado al trol?

– Por qué dices que cuánto le he pagado al trol.

– Cuando pones ese tono al hablar, quiere decir que ha costado dinero salir de ésta. ¡Como siempre! – sentenció la montura con resignación.

– Doce – dijo casi susurrando un momento después.

– ¿Cómo?

– ¡Doce! Maldita sea. ¡Doce monedas de oro!

– ¿Estás loco? Tú te crees que somos ricos o algo por el estilo – le reprendió mientras frenaba su avance en seco.

– Y qué querías que hiciera. Pelear con el trol, acaso.

– ¡Sería preferible! Mejor que nos maten de una vez a acabar muriendo de hambre, porque te dedicas a ir dándole monedas a todo el que se te cruza en el camino. ¿Acaso piensas que vamos a comer del aire?

– ¡Maldito jamelgo! ¡Sólo piensas en comer!

– Será porque aquí eres tú el único que comes, viejo gordo.

Caballo y jinete se alejaban del puente de manera pesada, casi imperceptible, por el helado y frío páramo. El jinete lucía una armadura que debió ser bella y reluciente en otros tiempos mejores pero que ahora apenas alcanzaba a ser la sombra de lo que antaño fue. Le cubría desde los pies hasta el cuello y presentaba más de una abolladura y alguna que otra parte bastante oxidada y manchada de putrefacta sangre de trol. El gélido viento recorría el páramo con furia y los golpeaba sin ninguna contemplación helándolos hasta lo más profundo de sus cuerpos.

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La pesada puerta de madera se abrió con un prolongado chirrido entrando, junto con la enorme figura, una ráfaga de aire helado que hizo bailar y crepitar las llamas de la chimenea que calentaba la lúgubre y abovedada estancia de piedra. Sobre las llamas había un pequeño caldero de bronce con algo más parecido a agua sucia humeando que a un caldo decente. Una mesa rectangular de roble, un sucio asiento y un banco astillado constituían el principal mobiliario de la sala. En el lado opuesto a la entrada, una cortina de tela, vieja como todo lo que había a su alrededor, medio ocultaba una oquedad que debía dar paso a otras dependencias del lugar. El trol cerró con premura para impedir la entrada del invierno, haciendo que la puerta volviera a chirriar. Apoyó su garrote junto a la misma, cogió el cucharón que estaba dentro del caldero y llenó una jarra que bebió de inmediato.

– ¡Al fin llegas! Ya estaba empezando a creer que realmente habías combatido contra ese mequetrefe y te había derrotado, amigo.

– Ya veo cómo has venido corriendo a buscarme, Thorglin – respondió de manera irónica, y un tanto enfadado, mientras dejaba la jarra vacía sobre la repisa que había cerca de la chimenea.

– ¿Cuánto le has sacado a ese palurdo?

– Solamente he conseguido diez monedas de oro – mintió el trol mientras sacaba las monedas y las ponía sobre la mesa, justo en el centro de la misma, dejando las dos restantes a buen recaudo en su bolsillo.

El enano se levantó de su asiento y se puso de puntillas junto a la mesa, estirando el brazo todo cuanto pudo, para coger sus cinco monedas con rapidez pero el trol lo detuvo agarrándole la mano con firmeza contra la mesa.

– ¿Y tú, amigo Thorglin? – preguntó el trol con cierta desconfianza acercando su cara hasta casi pegarla con la de su compinche -. ¿No has conseguido nada hoy?

– ¡Oh! ¡Sí! Lo olvidaba – respondió el enano con una risilla nerviosa -. He conseguido un escudo de plata – mintió también éste.

– No es mucho – le dijo Gortras -. Al menos nos alcanzará para comprar vino, unas buenas hogazas de pan y algo de comida decente con esa miseria que le has sacado al caballero.

– Sí. Mañana temprano bajaré al pueblo a hacer algunas compras.

– No olvides comprar también un poco de grasa para la puerta. Hace un ruido insoportable y se atranca cada vez que se abre – dijo mientras se dejaba caer pesadamente sobre el enorme banco de madera junto a la chimenea y acercaba los pies al fuego.

– Muy bien amigo trol. Traeré un bote de grasa también.

Thorglin guardó sus cinco monedas de oro en la pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y volvió a sentarse en el asiento junto al fuego.

Al poco tiempo ambos dormían apaciblemente al calor de la lumbre.

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Nacho Saavedra
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