La torre. Capítulo 01

Hacía largo rato que la luna había comenzado a bajar desde su punto más alto. Pronto llegaría un nuevo día y las temperaturas comenzarían a subir. En las áridas tierras al sur del Aguasmansas era más recomendable viajar de noche, al menos en esta época del año, cuando las temperaturas son considerablemente más agradables.

Cerca, coronando una suave pendiente, se encontraba la torre en ruinas que había divisado la tarde anterior. En un primer momento Walder había creído que estaba más cerca, pero le había llevado casi toda la noche llegar hasta ella. Agazapado detrás de uno de los escasos arbustos que crecían en el terreno, observaba pacientemente, atento al más mínimo  movimiento que pudiera producirse en el interior de la misma. El derrumbe de una de las caras de la torre, de planta cuadrada y dos pisos de altura, había arrastrado parte de otra, dejando a la vista buena parte del interior. Desde su posición no observaba luz de ninguna hoguera pero el muro exterior, de tres varas de altura, que rodeaba la torre, no le dejaba ver la planta baja en su totalidad.

No obstante, a pesar de la urgencia por encontrar un refugio en el que descansar, no podía cometer ninguna imprudencia. En esta tierra, ruta frecuente de las caravanas de tratantes de esclavos, un viajero solo y casi desarmado era una presa muy apetecible y valiosa. Cogió una piedra más pequeña que un puño y con un rápido movimiento la lanzo al interior del recinto. El ruido de piedra contra piedra sonó cuatro o cinco veces hasta que el silencio volvió a rodearle. Cualquier montura en el interior del lugar sin lugar a dudas habría reaccionado al ruido pero, para su tranquilidad, no oyó el más mínimo sonido.

Semierguido e intentando camuflarse tras los pocos arbustos presentes, ascendió la pedregosa colina lo más rápido que pudo. Con la espalda apoyada en el muro intento serenar su respiración y recuperar el ritmo cardiaco. Avanzó pegado al muro que rodeaba la torre con pasos sigilosos, atento a las piedras sueltas del suelo para no hacer rodar ninguna y se acercó hasta la brecha que se abría a unos treinta pasos. Una vez alli se tomo unos instantes antes de lanzar un breve vistazo hacia el interior del recinto. No había rastro de nadie dentro del lugar. La parte central del pequeño patio estaba presidida por el brocal de un pozo y un árbol seco y sin hojas que se erguía junto a él. Cruzó los dedos y elevó una plegaria para que, con un poco de suerte, el pozo aún tuviera agua. Llevaba casi un día completo sin beber. A pesar de todo no era momento para ese tipo de comprobaciones. Atravesó el patio de una sola carrera y se dirigió hacia la cara derruida de la torre desde la que estudió con detenimiento el interior de la misma. <Vacía>. No había rastro de haber estado ocupada recientemente.

Una vez terminó de registrar el lugar se dirigió al pozo, ahora ya más tranquilo. Miró a su alrededor pero la cuerda del pozo hacía mucho tiempo que había desaparecido. Walder buscó una piedra pequeña, la arrojo dentro y escuchó. El sonido de la piedra al caer en el agua no tardo en oírse. <Agua. Hay agua>. Era su día de suerte. <Al fin>. Agarró la fina cuerda que llevaba colgada en la parte trasera de su cinturón y la desenrollo dentro del pozo. Cuando la volvió a subir, las últimas nueve cuartas de cuerda estaban mojadas. Walder dejó escapar una carcajada de pura felicidad. Su equipaje era bastante exiguo. Una bolsa de piel curtida para colgarse de la espalda, un cuenco de hierro, la cuerda, una daga y una espada rota cuya hoja se quebró bajo el peso del chacal con el que se enfrentó unas noches atrás. A pesar de todo conservaba envainada la empuñadura cuya cazoleta y grandes gavilanes mostraban los besos de otros aceros y otros días pasados de lucha. Ya tendría tiempo más adelante de buscar un buen herrero y un nuevo filo para la espada. El problema que se le presentaba ahora era sacar el agua del pozo.

Walder se desabrochó el viejo coleto de cuero de búfalo que le cubría el torso y que le había acompañado los últimos diez años de sus casi veintitrés como, escudero primero y espada a sueldo después. A pesar de los múltiples remiendos que presentaba aquí y allá, durante esos diez años le había salvado de más de una cuchillada inoportuna en los costados. Lo colgó cuidadosamente, de manera casi ritual, de una de las ramas bajas del árbol. Después se quitó la camisa y la ató con fuerza a uno de los extremos de la cuerda. La descolgó hasta que llegó al agua, esperó unos instantes a que se empapara y se apresuró a recoger la cuerda. El peso y el ruido del agua que se escurría de la camisa consiguió que se le escapara una sonrisa. <Ya estas aquí> La apretó contra su cara y succionó el agua con avidez. El agua, que se escurría por la barbilla y el cuello, empapaba su pecho desnudo devolviéndole la vida y las energías. Repitió la operación otra vez y otra más, hasta cuatro veces.

Una vez saciada esta primera necesidad, volvió a ponerse la camisa húmeda y el coleto de cuero rígido encima, y se dirigió hacia el interior de la torre. El peso de la empuñadura de la espada, junto con el de la daga que llevaba atravesada en los riñones, le insuflaba, valor y consuelo frente a la soledad que lo rodeaba. Subiría a la segunda planta y descansaría un buen rato. Con la llegada de la luz podría ver mejor el horizonte y planear la ruta para la siguiente marcha. El puerto de Monte Blanco no podía estar lejos, tres jornadas de viaje, cuatro a lo sumo.

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Nacho Saavedra
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