"Morir ha sido una gran aventura"
- publicado el 16/03/2019
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DAJLA
DAJLA
Eran cuatro paredes y un terreno semi vallado. Estaba cerca del puerto y podíamos ver nuestra embarcación desde la casa. Tenía un grifo con agua municipal. Sería la base para construir un cuarto de baño. Poco a poco, entre paseo y paseo en nuestro barquito iríamos haciendo más confortable nuestra casa. No necesitamos mucho.
Eso de tener que cambiar los hábitos de vestimenta y algunas costumbres eran detalles menores si los comparábamos con la gran aventura de retomar algo que hacía muchos años que solo existía en nuestras cabezas. Primero vinimos en avión a pasar un par de semanas. La verdad es que cada uno por su lado no habíamos tenido experiencias exóticas. Esta era la primera vez y había que imaginarse todas las situaciones posibles.
Enseguida nos enteramos de que allí pasaba temporadas un matrimonio canario que estaba vinculado con la industria pesquera. Nos presentamos en su casa para invitarles a cenar a un restaurante. Les sorprendió que quisiéramos instalarnos allí, con lo cómodo que se vive en la península. Nos hablaron del médico, los comercios, la vida social, la religión, costumbres, burocracia, etc. Se ganaron la cena.
Con mi pequeña pensión, y algunos ahorros para los extras, teníamos lo suficiente para sobrevivir. Paseábamos a vela cuando podíamos. También nos gustaba caminar y refrescarnos con una cerveza al atardecer en el centro del pueblo, para ver gente e imaginarnos sus vidas.
Todo había ido muy rápido. Fue una casualidad que nos quedáramos casi solos al mismo tiempo. Los dos habíamos mantenido las dudas durante muchos años sobre si le habíamos dado una oportunidad real a nuestra relación, o por el contrario nuestro comportamiento no había sido el más acertado.
Ahora no esperábamos mucho, aunque nos cuidábamos de aparecer siempre positivos. Si no conseguíamos ser felices, siempre se podía dar marcha atrás. Había que intentarlo. La curiosidad del uno por el otro se mantenía, no parecía que se estuviera agotando. Era una vida placentera, bastante espartana, la rutina no nos cansaba. Echábamos en falta pocas cosas.
Cuando no teníamos nada mejor que hacer, hacíamos repaso de lo que habían sido nuestras vidas. Era un tema pendiente, que cuando aparecía ocupaba tardes completas. Era un sistema de turnos que aprovechaba los momentos en los que cada uno se sentía más comunicativo. Normalmente algún acontecimiento de ese día se relacionaba con alguna vivencia y se abría una llave que dejaba pasar un pequeño torrente que mezclaba sentimientos con lo que realmente había sucedido.
Nuestros hijos nos apoyaban. No entendían del todo como teníamos ilusión para embarcáramos en una aventura de ese tipo. Les parecía propia de personas más jóvenes. Hablábamos casi a diario con alguno de ellos con el Skype desde el Grand Hotel. Su hija era la que peor lo llevaba, aunque hablaban dos o tres veces por semana. Volvíamos por Navidad.
Nos gustaba cuando llovía. Sabíamos que tres días después aparecía una pelusilla de brotes de hierba verde por doquier. Hacía calor, pero junto al mar era soportable. Muy pocas veces pasamos frío. El viento era lo que más nos desconcertaba. No se puede pasar mucho tiempo expuesto sin que te entren ganas de resguardarte.
No teníamos coche. Alguna vez visitamos los alrededores a bordo de un Land-Rover. No había apenas nada que conocer y la visita era solo para comprobarlo. Por la carretera de la costa, que dejaba de lado nuestra pequeña península que abrigaba el puerto, apenas pasaba algún camión en todo el día, cargado de mercancías o militares. El abastecimiento de nuestro pueblo se hacía casi exclusivamente por el puerto. El combustible, los suministros, los alimentos. Había bastantes pesqueros que utilizaban el puerto para guarecerse y abastecerse. Casi todo el pescado se lo llevaban finalmente a los puertos canarios.
No nos gustaban los militares marroquíes. Estaban allí para que se notara su presencia. Nosotros lo contrarrestábamos imaginando que no existían.
Estando acompañado es difícil sentirse solo. Los dos disfrutábamos de nuestros recuerdos y también del día a día, siempre que no nos doliera algo. El clima era para los dos saludable, y también nuestras actividades. Pocas veces estábamos melancólicos recreándonos en alguna desdicha, decisión equivocada o malentendido del pasado. Habíamos aprendido de otras personas a mirar adelante e intentar disfrutar de la vida.
El velero nos da sensación de libertad. Solo lo sacamos cuando hay buenas condiciones de viento y mar. Hay que mantenerlo; siempre hay algo que arreglar. También pescamos. Vamos paralelos a la costa, unos días hacia el norte y otros hacia el sur. A pesar de pasar siempre por los mismos sitios, y que la costa de un desierto apenas tiene árboles, el mar es cada día diferente y no puedes cansarte de ver las olas alcanzar la orilla, unas veces con fuerza y otras mansamente.
La prueba de que lo que estábamos haciendo había sido buena idea era comprobar que cuando alguno de los dos se despertaba por la noche, cosa que ocurría a menudo, en cuanto conseguíamos diferenciar la realidad del sueño, nos invadía la seguridad de que teníamos mucha suerte por estar allí en ese momento, junto a la persona amada.
Elegí DAJLA hace muchos años. Era un lugar relativamente lejano en el que se podía comenzar una nueva vida anónima, distinta de la que llevábamos hasta entonces. La proximidad del mar y sus recursos alimenticios así como su ubicación en el desierto, redondeaban la característica de aventura tranquila.
Imaginaba llegar en nuestro velero a un fondeadero natural, en pleno desierto deshabitado, donde construíamos un refugio. Cuando empecé a pensar en algo que pudiera perdurar, no tuve que desplazar mucho mi imaginación hasta encontrar a DAJLA, con puerto, pueblo y hasta un aeródromo. No necesitábamos tanto aislamiento, solo se trataba de hacernos la idea de que empezábamos algo juntos, de que descubríamos las cosas a la vez. No queríamos cargar con nada. Allí encontraríamos lo que hiciera falta.
Habíamos elegido comprar la casa en El Puntal, apartado del centro del pueblo. Seguían viviendo allí de la misma manera de siempre. Pocas cosas podían delatar que nos encontrábamos en el año en el que llegó la “confirmación” de que en Marte pudo haber condiciones para la vida.
Los botes panza arriba en la arena. Eran de remo y tenían un tinglado para soportar una vela, que no les servía para volver a casa con el viento en contra. Los que tenían motor eran un poco más grandes y se habían arrimado al puerto o estaban fondeadas en la bahía.
Fueron españoles los que se apropiaron de los terrenos comunes para refundar el pueblo. Los nativos no tenían sensación de que les pertenecía en exclusiva y, acomplejados por su ignorancia, se fijaban en las cosas buenas que habían traído. Había un médico, una escuela en la que aprendían en castellano, y estaban construyendo un puerto que serviría para que atracaran barcos de motor, que podían traer muchas cosas.
Los nativos desde El Puntal estaban ilusionados por poder dar una nueva perspectiva a sus vidas. Los jóvenes se imaginaban que iban a llegar muchas cosas de las que habían tenido referencias. Algunos mayores, pocos, eran escépticos. Las obras duraron años. Realmente el abrigo natural ya estaba, y lo que faltaba era comunicar la tierra con la zona de mayor calado. Desde España se pensaba que iba a tener un rendimiento inmediato. Se estaba creando un campamento base para poder acceder a las riquezas minerales que seguramente habría en ese territorio.
Como casi todo lo que tenía una dimensión mayor que una vivienda, el Grand Hotel era de la época de cuando se construía el puerto, el alcantarillado, la traída del agua, las calles, etc., hace 40 años. Desde entonces comenzó a deslucirse con el paso del tiempo. Afortunadamente había sido rescatado por sus dueños actuales, dos hermanos del pueblo, que retornaron de Francia, donde habían pasado 30 años trabajando en la construcción. Hacía 10 años que habían vuelto e invertido todos sus ahorros en remozarlo, haciendo la mayor parte de los trabajos de reparación ellos mismos.
En la planta baja había un salón de té grande que además hacía las veces de improvisado locutorio con ordenadores portátiles y el Skype, aprovechando que era el único edificio en Dajla que tenía wifi. La mayoría de la gente del pueblo tenía parientes emigrados a España, Francia o Alemania, algunos a Italia otros en Gran Bretaña. En poco tiempo este sistema de comunicación había revolucionado el local.
Además de las autoridades puestas por la administración marroquí, frecuentaban el local los considerados de un estrato superior en la escala social o autoridades tribales, y los dueños de pequeños negocios, además de los vecinos que querían comunicar con sus parientes emigrados. El resultado era que todo el pueblo pasaba por allí. Los clientes del hotel más habituales eran los marineros que tenían que hacer noche mientras pertrechaban su barco, o cuando el mar se ponía bravo.
Villa Cisneros era el nombre que pusieron los españoles a la parte nueva del pueblo, junto al puerto, separado unos 500 metros de la zona de El Puntal, donde permanecía el asentamiento original. La población actual está compuesta en un 60% de población nativa saharaui, dividida en tres familias principales o clanes, un 20% de población de origen marroquí, atraída a base de subvenciones gubernamentales, que se mantienen en parte. Los nativos les llaman despectivamente “colonos”. Otro 10% funcionarios y soldados de la administración marroquí. El resto, otro10%, población foránea como nosotros, que pasaba temporadas. La pesca es la actividad principal del pueblo.
No había coches nuevos. El desierto seleccionaba los más apropiados. Los camiones se manejaban mejor en los caminos de arena. Eran utilizados también como autobuses. Había algunas motos, con suspensión alta y ruedas de tacos. La mayor parte de la gente iba andando a todos lados. Todo estaba cerca. Había unos cuantos burros. El taller era también un centro de reunión de curiosos. Todos sabían de mecánica. Lo mismo se arreglaba un camión, que un arado, que una lavadora manual.
Casi todos los días me levantaba temprano. Aún no había amanecido. Tras comprobar en el reloj que faltaba poco, me ponía sobre el pijama una chilaba y salía a dar un paseo. Ya se veía movimiento en el puerto, bajo las luces de las farolas. El viento traía el ruido de los motores mezclados. Me encaminaba hacia la duna. Desde allí vería bien como se levantaba el sol desde el desierto e iba iluminando el mar, haciendo que cambiase de color. No hacía calor, y la brisa era de tierra. Se veían barcos pesqueros en el horizonte. Al de un rato volvía a la casa y me metía de nuevo en la cama buscando el calor que había dejado.
Me acoplaba todo lo que podía a su cuerpo, lubricado por su pijama de raso. Comenzaban las caricias. Era algo que siempre había ido bien, también en nuestra imaginación durante todos esos años que estuvimos sin vernos. Ella confesaba que a veces la incertidumbre de mi presencia le podía hacer olvidarse de respirar durante unos segundos. En los momentos buenos me veía natural y concentrado en lo que estábamos haciendo y eso le daba mucha seguridad hasta el punto de producirle una relajación tal, que el éxito estaba asegurado.
A veces nos volvíamos a dormir un rato. Enseguida el desayuno, té y tostadas, alguna fruta. Yo me duchaba por las mañanas, me gustaba tener la sensación de empezar el día, aunque me vistiera igual que el día anterior. Ella lo hacía por la tarde, cuando el calor estaba pasando, antes de salir.
- ¿Qué te apetece hacer ahora?
- Me apetece dar un paseo por el bosque, pero tendremos que dejarlo para otro día, porque aquí no hay bosque y porque tenemos que comprar bastantes cosas.
- ¿Llevo el carrito?
- La verdad es que hace su función. Aquí es difícil llamar la atención, pero no me gustaría que nuestros hijos nos vieran arrastrándolo por la arena. Nadie quiere que sus padres parezcan mendigos.
¿…?
Disculpa José María, mi comentario anterior lo hice creyendo que tu relato concursaba en Cartas de Renuncia 2019.
En cuanto me he dado cuenta de que lo hacía en Aventuras de octogenarios, he vuelto para disculparme.
Suerte en el concurso.