Cuento de princesas

El príncipe azul era un joven atontado, calzonazos, guapo pero con una expresión de absoluta imbecilidad que le venía como un guante. Atlético pero muy patoso. Cumplía con todos los cánones estéticos de cualquier época, sí, pero desde luego no era para ponerlo en un cuento. Su nombre era Príncipe Imbécil.

La princesa de cuento estaba encerrada en lo alto de la torre más alta del castillo más alto de las más altas colinas del país. El rey del país colindante, el Rey Imbécil, padre de nuestro tonto protagonista, tampoco es que tuviera en forma las neuronas. Se presentó él mismo ante el padre de la pobre princesa prisionera y se comprometió a rescatarla, a condición de que se casara con su hijo (que a su vez era su nieto y su sobrino, por eso la genética, la sabia genética, lo castigó con una mente sórdida y desamparada). El padre de la pobre princesa, y rey magno y grande, aceptó el trato, viendo en él un buen negocio de expansión terrenal. Tampoco era muy listo. Su nombre era Rey Gilipollas. Asimismo, su hija se llamaba Princesa Gilipollas.

El Rey Imbécil, practicando un acto de verdadera inteligencia, mandó al rescate a su único hijo y posible heredero, solo, sin armadura ni casco. Solo con un caballo.

Lo más fácil y práctico, desde luego, hubiera sido mandar un destacamento oficial. De hecho, contaban que la Princesa Gilipollas no estaba capturada por ninguna fuerza malévola, sino que ella solita se había perdido en un castillo abandonado.

El caso es que el Príncipe Imbécil partió de inmediato, sabiendo que llevar un caballo le retrasaría. Porque, amigos, el Príncipe Imbécil no sabía que los caballos eran útiles para el hombre, los contemplaba sólo como animales de compañía, y cuando iba con alguno, lo paseaba cual perro, con correa, collar y un palo que lanzaba a lo lejos, intentando, suplicando, que el caballo lo recogiera, ante la mirada indiferente de la bestia.

Fueron tres semanas de viaje a pie, claro. El caballo se escapó en los primeros quince minutos de viaje. El Príncipe Imbécil estaba muerto de hambre, pero cada vez que paraba en algún poblacho, almas misericordiosas y anónimas le daban limosna, no reconociendo a quien sería su próspero y futuro rey. También sabía el Príncipe que los árboles frutales eran fuente de grandes manjares, así que fue mordiendo los troncos de los árboles que encontraba al borde de los caminos, extrañado ante ese sabor tan raro y sobretodo de que las flores de esos árboles fueran tan redondas, grandes y compactas. Pero las ignoró.

Por fin, el Príncipe Imbécil llegó a su destino, el castillo alto en las colinas altas y bla, bla, bla. Llamó al timbre.

Esperó.

Nadie abría.

El Príncipe Imbécil se fue a casa. Pero como le habían dicho que para salir de viaje tenía que tener un caballo, y él lo había perdido, no se atrevió a partir. Se quedó vagando por las colinas, mordisqueando los troncos de los árboles hasta que un día, un grito de terror le sacó de su burbuja de estupidez estacionaria.

¡Era la Princesa Gilipollas! Imbécil la podía ver. ¡Estaba en un ventanuco de esa torre altísima tan fea! Corrió y se adentró en el castillo abandonado. Se perdió.

Tres días después encontró a la Princesa Gilipollas. Le extrañaba que esa criatura hubiera sobrevivido tanto tiempo sin comer. Aunque la dulce Princesita era gorda. Muy gorda. Rolliza, con dedos que parecían butifarras y brazos gruesos como columnas. La dulce cosita le dijo que se comía sus propias heces y bebía sus orines. El Príncipe Imbécil sintió un poco de asco, sobretodo porque ya había dado el beso de rigor a la princesita, enorgullecido por haberla encontrado. Claro, que a semejante mole era difícil no encontrarla.

La Princesa Gilipollas, feliz y contenta de ver a su apuesto salvador, empezó a dar botecitos y palmaditas, provocando temblores en el suelo que derribaron al Príncipe, haciendo que cayera de culo. Se rompió la cadera. El pobre Principito ya no podía andar. La Princesa Gilipollas, que era un animal de instintos, no dudó un instante y, viendo que ya no le sería útil ese inteligente prodigio de la naturaleza, agarró con sus manos el cráneo de éste y de un bocado, se lo comió.

Nadie supo nada jamás de la Princesa Gilipollas y el Príncipe Imbécil. Los reyes, ambos viudos, acordaron que se casarían ellos mismos y vivirían sus últimos días gozando de películas de Pajares y Esteso y música de Abba.

Y vivieron felices y comieron… de todo.

Yizeh. 25 de Agosto de 2008

Yizeh Castejón
Últimas entradas de Yizeh Castejón (ver todo)

9 Comentarios

  1. comolesjode dice:

    Ehhhtoooo… xDDDDDDDDDDDDDDDDD

  2. Pequadt dice:

    Me he reido muchísimo. Es muy divertido. Lo único malo es el final… la palabra «gay» y «polla» no pegan nada con el estilo del relato.

  3. De hecho, espero que haya más críticas. Puede que el final necesite un retoquillo.

  4. Creo que tenías razón, lo he cambiado velozmente, a ver si así queda mejor.

  5. Pequadt dice:

    Jeje, veo que soy muy influyente en los mortales 😀

  6. champinon dice:

    De nuevo no vi el original, pero me ha gustado mcuho, me he reido como siempre y sin embargo como nunca,… Otra grata sorpresa de parte de su autor!!

    Muy grande!

  7. champinon dice:

    de que va esto¿?¿? spam¿?

  8. Lascivo dice:

    yo creo k es alguien k kiere k la agreguemos
    se va a kedar con las ganas, x mi parte

  9. Manuel dice:

    Un relato a la altura intelectual de su autor.

Deja un comentario

Tu dirección de email no será publicada