El sordo, el ciego y el mudo
- publicado el 29/09/2009
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Ya no pinto nada
¡Ay! Vaya desgracia la mía.
¿Cómo llegué a caer en este estado?
Yo, que siempre fui un destacado entre los míos…
Aún recuerdo cuando estaba yo clasificado al lado de mis flamantes hermanos, en una tienda de artes plásticas.
No éramos rotuladores cualesquiera, de esos que venden en los chinos, no.
Nosotros éramos Rotuladores Pincel; con punta fina y firme por un lado y en el otro unas suaves y flexibles cerdas que permitían unos trazos de ancho variable.
Yo era el 090 Amarillo Bebé, de la serie de colores brillantes, y hablo en pasado porque espero que ningún bebé tenga el aspecto que yo tengo ahora.
Sólo el 990 era un amarillo de un tono más claro y delicado.
Una vez, un artista se decidió a comprarnos a mí y a 9 de mis hermanos (éramos una elección obvia).
Le servimos gustosos, desnudándonos para crear, deslizándonos por el papel, formando degradados y matices; primero los tonos más claros y luego los oscuros, para no manchar nuestras delicadas puntas.
Hasta que un día el destino quiso que conociésemos a Eduardito. E-Duar-Di-To.
Esas sílabas hacen que se me ericen las cerdas.
Son las sílabas del nombre del sobrino del que fue nuestro amo.
Caímos en sus puños y pintarrajeó con nosotros los más abstractos y abyectos garabatos que podáis imaginar, carentes de toda armonía.
Nos aporreó las puntas contra la celulosa sin piedad.
A mí me mezcló con el color con el alma más negra, más impura: el temido N15 de los valores de gris («El Negro»). No se mezclaba, devoraba tutono sin dejar rastro alguno.
Convivíamos con el, sabíamos que era ineludible como la muerte, y siempre era usado de último, para delinear bordes y remarcar sombras, un pacto que Eduardito transgredía indolente.
¡Que horror! ¡Que escabechina!
Y luego como regodeándose, haciendo alarde de su macabro juego, chupaba nuestras tapas, succionando el aire de su interior hasta que hacían ventosa en su lengua, exhibiéndolas como trofeos de guerra. Llegó a juntar tres en su lengua y dos en sus mantecosos mofletes.
Desde entonces fuimos relegados a un ostracismo de ignonimia, de vergüenza.
Al ser repudiados por nuestro amo, fuimos a parar al sucio estuche de ese niño, indigno de rotuladores de nuestra alcurnia.
Al dejarnos sin tapa nos fuimos secando, y a la madre de Eduardito no se le ocurrió nada mejor que echarnos alcohol para que rindiésemos.
¡Ni que fuésemos rotuladores de marca blanca!
Esto no hizo más que empeorar la cosa y hacer de nosotros unos borrachos.
Ahora ya no pinto nada.
T. Owen
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jajajaj, muy bueno. Eduardito es el niño cabrón que todos hemos sido. Ains…
grande, mu grande!
Un relato sencillamente genial!! Dotas de vida propia a un objeto tan corriente como un rotulador! Estupendo, como todos los que escribes!
Qué grande! Pobre rotulador…