Su querida paloma
- publicado el 09/05/2014
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Locura de amor infiel (parte 2 de 3)
El dormitorio estaba acotado por una cama de roble y una mesita de noche donde reposaba una botella vacía. Tom la miró decepcionado.
—Puedo traer unas copas —se ofreció ella, dócilmente.
—Tranquila. Dime, Teresa, ¿cuándo fue la última vez que hicimos el amor? —preguntó Tom, acomodándose en la cama.
—No sé…
—Ven, siéntate en mis rodillas. —Ella aceptó, y Tom acarició fervorosamente sus muslos—. Fue hace dos días. ¿Pero cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?
—Hoy mismo…
Tom sonrió lleno de frustración. Sara se estremeció por la pena; sentía lástima por aquel hombre cuyo corazón había sido torturado por alguna mujer.
—Lo suponía. No importa, Teresa. Ahora me toca a mí —dijo, y luego la besó.
Fue un beso tan dulce como violento, como un grito de libertad, como un final feliz en una novela de masacres, como un misterio cuya verdad lo mata. Ambos saborearon el beso, de forma y contenido diferente, pero lo saborearon.
—Besas muy bien.
—¿Acaso no lo recuerdas? Me enseñaste tú.
Ella sonrió, desprevenida, sabiendo que la locura de aquel hombre resultaba ejemplar e incalculable.
—¿Y ahora? —preguntó ella, cándidamente, tanteando un terreno que tantas veces había atravesado.
—Ahora haremos el amor —entonces, el rostro vapuleado de Tom se descompuso en una mueca de sadismo y crueldad, y Sara se sintió abrumada por el miedo—. Si quieres, Teresa. Sólo si quieres.
La voz de Tom sonó dulce, llena de cariño. Sara se culpó por aquel prejuicio que la había asaltado. Parecía un buen chico. Y por la perpetuidad de su trabajo no podía contradecir su propuesta. Ni tampoco quería.
La cogió de las caderas con la fuerza de un bárbaro, sentándola sobre la cama. La ayudó a tumbarse sobre el colchón y se colocó al lado. Le mordió el cuello y la boca con el frenesí de la primera vez; y mientras la mente de ella se dejaba envolver por el deseo; las manos de él desabotonaron su blusa. Deslizó los dedos por el suave vientre, acercándolos al límite del pantalón. Ella soltó un gemido, complacida. Los labios de Tom descendían paulatinamente por su cuello; saboreando la íntima carne, dejando un reguero de saliva en la piel.
Entonces, surgió una melodía del móvil de Sara. Ella no procedió a descolgarlo, ni siquiera lo miró. Él tampoco. Pero ambos se deleitaron con la frenética música, que a ritmo de rock&roll, invitaba al libertinaje. Sus besos se tornaron más ardorosos y violentos, las caricias se convirtieron en arañazos descontrolados, y las miradas, deseosas, se atravesaron inclementes.
Incluso cuando la música cesó, ellos prosiguieron brincando al ritmo vertiginoso de sus corazones; y ni siquiera los lamentos proferidos por el colchón, acallaron sus gemidos de placer. Ya desnudos, las mentes volubles navegaban por un mar de intensos bramidos. Las olas los engullían con gotas de sudor. El sabor de la sal inundaba sus cuerpos y los párpados se cerraban como la noche.
—Teresa, mi amor —gimió Tom, penetrándola infatigablemente con el ánimo de un héroe. Ella, tesoro mancillado, recibía los envites con un interés masoquista.
—Sigue…
Ambos disfrutaban, él sobre ella, ella bajo él. La furia descontrolada de la sangre se agolpaba bajo el vientre, en los límites del pudor. En los ojos de Tom las últimas punzadas de la agonía se abrían paso hasta la cúspide de su sexo. Un torbellino de rabia brotó con fuerza de su boca. Luego se desplomó a un lado, como muerto. Sara exhaló un último suspiro y cerró los ojos, rendida. Durante unos segundos sólo se escuchó el trote desacompasado de sus corazones. Después cuando Tom recuperó la noción, se giró hacia ella:
—Teresa, ha sido nuestro mejor polvo —valoró, fumando las últimas caladas del éxito. Sara asintió, satisfecha.
Luego Tom se giró hacia la mesita, cogió la botella de whisky y la estrelló contra la frente de Sara.
Ella lanzó un terrible grito de dolor, e intentó protegerse el rostro. Para entonces ya tenía las manos cubiertas de sangre. Lo único que lograron los decididos puñetazos de Tom fue desfigurarla aún más la cara.
—Eres una puta, Teresa. Has estado engañándome tanto tiempo, acostándote con otro. —Hizo una pausa, sin dejar de maltratarla—. Pensé de verdad que me querías, que soñabas conmigo igual que yo. Aún más, pensaba proponerte matrimonio hoy mismo. Pero ya no Teresa, se acabó.
—Yo no soy Teresa, me llamo Sara. Te equivocas de persona. Por favor, déjame, no me hagas daño.
Pero Tom, ensimismado en su locura, no oía las súplicas, y la golpeaba incesantemente en vientre, pecho y rostro. Ella gemía desprotegida, suplicando ayuda, y él despotricaba contra ella, atizándola con saña.
—Te odio, Teresa, una vez te amé con el corazón, pero ahora te odio con razón.
—Me llamo Sara… —lloraba ella.
—¡Cállate, puta!
Los gritos y los golpes se sucedieron vertiginosamente. La sangre se adueñó del colchón, donde aún quedaban restos de semen, de sudor. Los cristales de la botella saltaban en la cama arañando el rostro de Tom y clavándose en el pecho de Sara. Un inconmensurable ambiente de sadismo y perversión reinaba en la habitación.
—Tan puta como astuta, una zorra en mayúsculas —proclamaba Tom.
Se colocó encima de ella, apresándola. Ella emitió su último gemido cuando Tom cerró las manos alrededor de su cuello. El hombre apretó sin piedad, ignorando sus ojos suplicantes. La estranguló con la resolución de un veterano carnicero. No disminuyó la presión ni tras recibir los postreros arañazos de Sara. Luego… silencio. Los latidos cesaron en su agónico paseo por la vida y toda luz en los ojos de Sara desapareció. Tom se sintió pleno, como si hubiera consumado la gran obra final de su vida.
—Adiós, Teresa. La infidelidad te ha matado.
Entonces escuchó unos pasos en el pasillo.
No se sobresaltó.
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Genial, de hecho me gusta la historia, lo que pasara despues es lo que me deja algo pensativo. Esperae la ultima parte con muchas ganas. ^^
Hola Ninetales, me alegra mucho que te haya gustado. En unos días publicaré la última parte.
wuaaaauuu…
me gusto me gusto….
es genial como hilas las ideas..