La cruz bajo el ajimez (Final)
- publicado el 18/10/2014
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Las joyas de una vida: último capítulo
Muchos años hacía ya desde toda aquella historia. A pesar del estado de salud de Elliot de Sutter, consiguió vivir muchos años más de tormento y, por supuesto, no aceptó la sugerencia de la abdicación. Como William, era un hombre de ideas bien meditadas. Su hijo vivió mientras bajo el amparo del Duque de Sussox quien, como había hecho tiempo atrás, le ayudó a instar a Elliot de Sutter para que le entregara Ranstings, otorgándole mesnadas, privilegios, y todo lo que requirió para ello, tratando de forzar a su Conde a una entrega voluntaria que nunca realizó.
Cuando llegó la deseada muerte del Conde de Ranstings, William de Sutter asumió el gobierno del condado, a falta de más miembros del linaje y, sorprendentemente, porque así constaba en el testamento de Elliot de Sutter. No obstante, William tampoco entregó Ranstings, como se suponía debía hacer. Quién sabe si fue por la codicia o por el remordimiento, pero el nuevo Conde mantuvo una nueva lucha por la defensa de aquellas tierras. La lucha por la paz es intrínsecamente imposible. La guerra, tarde o temprano, sólo engendra más guerra.
Beatrice, por su parte, no volvió nunca a poseer ningún amor. Se marchó lejos de Ranstings y de todo aquello que le recordó días de felicidad. No podía soportar la angustia del recuerdo. Odió con toda su alma sus recuerdos, negándose a pensar en ello ni en nada que le recordara su pasado. Se cobijó en los bosques de robustos sauces que hay al sur, de los que nadie quiere saber nada. Allí permaneció el resto de su vida, entre la naturaleza, alejada de personas y de malos haberes del ayer.
Un día, cuando ya era anciana, Beatrice estaba en el bosque, sentada en un tronco que atravesaba un riachuelo, mojando sus pies en el agua fresca.
Miró sus manos. Estaban arrugadas y cansadas. Su vida no había salido nada bien. Ni familia, ni amor, ni amigos. Nada le quedaba ni había obtenido. Nada.
Solamente le quedaban recuerdos, esos que tanto se esforzaba por borrar. Y aún habiéndose alejado de todo y poniendo su empeño en no recordar nada, le quedaba un recuerdo. En su dedo anular, permanecía aquel anillo de oro, vestigio de un tiempo en el que se sintió realmente muy dichosa, llegando a imaginar que había un hueco para ella en el mundo. Repasó cada detalle de la joya con detenimiento, como había hecho miles de veces a lo largo de su vida. Era de oro puro sin duda, de un valor material desorbitado. Repasó el blasón que aparecía en ese anillo que le había regalado William. Se trataba del emblema de Sussox, una hermosa cruz latina dorada. Quizá aquella joya había sido un pago por algún malvado servicio del que fue su amado otrora. Nunca lo supo.
Ya nada le quedaba por hacer en el mundo. Era vieja y estaba triste. Separó de su dedo el anillo de oro y lo miró por última vez. Después lo dejó caer al riachuelo para no volver a verlo jamás. Era el final de todo. Sus recuerdos eran lo único que le quedaban. Nunca se deja de aprender en esta vida, y Beatrice comprendió, cuando el anillo ya estaba perdido en el río, que los recuerdos de una vida siempre se hacen valiosos aun cuando han sido malos. Ellos son los testigos de los amores y desventuras, son el calendario de la vida y la agenda de la existencia. No tenía nada más. Los sucesos que la rodearon en su vida eran joyas, como el anillo. El mayor de los tesoros. Las joyas de la vida.
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Hageg
- Las joyas de una vida: penúltimo capítulo (III) - 15/01/2011
- Las joyas de una vida: penúltimo capítulo (II) - 15/01/2011
- Las joyas de una vida: último capítulo - 14/01/2011
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