Petunia

Petunia, de sonrisa desordenada y áureos cabellos, de iris verde vivo y cetrina piel. Su voz se alza cada noche hechicera y recorre la ciudad desde su ventana hasta los oídos de los jóvenes a los que pretende. Belleza extravagante ¿Quién osaría amarla por su hermosura? ¿Quién osaría siquiera acercar sus labios a tan desairosa faz? Y si no fuera por su voz ¿quién emprendería el camino hasta llegar bajo su ventana, desde la cual brota la melodía más deliciosa que un hombre puede escuchar?

 

Petunia, de pequeños ojos, de rostro enjuto, de generosa nariz y deslucidos labios. Dicen que su carácter es acedo, pero su voz es… como la lluvia que desciende desde las nubes y cae sobre el verde pasto, resbalando suave por los tallos de las flores y haciendo que sus pétalos brillen con la luz del sol. Es como la delicada caricia que llega hasta tu cintura, como ese instante antes de que dos cuerpos su fundan en uno.

 

Me dejé arrastrar y me vi bajo su ventana, embrujado por aquel sonido divino. A contraluz, la silueta de una mujer, de un ángel, pensé, de una diosa o de un demonio, pero no se me ocurrió ni acercarme a la realidad. Proyecté un silbido hacia la ventana, la canción cesó y ella desapareció. Poco después la puerta de la casa se abrió. Todo estaba oscuro dentro, pero una voz me invito a pasar, era la misma voz que, desde la ventana, me había imnotizado. Cuando mi pie izquierdo cruzo el umbral, una mano tomó suavemente mi muñeca y me guió despacio hasta un cuarto en cuyo fondo la llama de una gran vela  refulgía, iluminando la estancia con una tenue luz. Ella se acercó al resplandor y pude verla de espaldas. Justo como me había imaginado: un ángel. Una dorada melena caía con perfectas ondulaciones sobre su espalda, cubierta por un camisón blanco. Desabrochó la prenda y esta cayó al suelo delicadamente, como solo la seda sabe caer, y la silueta de aquella ninfa quedó al descubierto, tan apetecible y sensual como debe resultar la silueta de una ninfa.

 

Me acerqué y rocé con mi mano su espalda, ella se estremeció, yo me estremecí. Entonces se giró, la miré a los ojos, solo a los ojos. Ella levantó de nuevo su voz entonando una melodía aun más bella que la que me condujo hasta su puerta. El tiempo pasó, o no, no recuerdo, solo sé que de pronto dejó de cantar. Aparté mi vista de sus ojos, y decidido a besarla, miré sus labios. Entonces la magia sucumbió a la realidad. No la besé. Ella cerro los ojos, suspiro y comenzó de nuevo a entonar su melodía. Yo di media vuelta y, acompañado por la oscuridad y la balada que Petunia cantaba, abandoné aquella habitación, abandoné aquella casa y me senté bajo la ventana, desde la cual Petunia hechizaba los los hombres a los que pretendía.

 

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