Asuntos de familia
- publicado el 16/11/2014
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Pasión Japonesa
Para ser un caballero, tal como indica la etimología de la palabra, se necesita una montura, un caballo; o en este caso una yegua. Ya estoy completo.
Es de alta alcurnia asiática, japonesa claro. He negociado con su familia las condiciones y si los trámites van bien, aproximadamente en la semana después de Semana Santa, me concederán su mano.
Un caballero se distingue, básicamente, porque sus actos deben ser honorables. No pueden haber dos culturas que se acerquen tanto en ese concepto como la española y la japonesa. No podemos compararnos con la ambivalencia francesa, ni con la bravuconería italiana, ni con la alemana, bueno con la alemana prusiana sí. Con la inglesa tampoco, demasiados años de lucha con la pérfida albiol como para buscar semejanzas. Sin embargo con el Imperio del Sol Naciente se pueden encontrar muchos paralelismos…los japoneses son los mejores del Mundo, después de los españoles claro, bailando flamenco, tocando la guitarra o cortando jamón (todo un arte, un “do”, similar a despiezar un atún rojo). ¿Acaso hay algún acto más quijotesco que el harakiri?
La combinación de ambas culturas, la tradición, el respeto, la meticulosidad, la precisión robotil, y el honor japonés con el viva la vida, la improvisación genial, el quítame lo bailao, el trapicheo, la guerra de guerrillas, el mercadeo del aquí te pillo aquí te mato y el Quijote, esa combinación, puede ser espectacular. Ya lo están demostrando nuestros pilotos del Mundial de Motociclismo, centauros hispanojaponeses que dan sopas con honda (y con yamaha) al resto del padock. Italianinis y gringos incluidos.
Ella, paradójicamente para una naked, viene vestida con un kimono azul cobalto (casi radiactivo), negro y oro. No se trata de una maiko, no, es una geisha, bueno, es la madre de todas la geishas, bueno no, es la hermana menor de la madre de todas las geishas, tiene su herencia genética, la de muchos ingenieros imperiales, pero más grácil, puro músculo apenas contenido en una piel tersa y suave, sin embargo es rotunda en sus formas, y como naked, no deja lugar a dudas ni a engaños, está todo bien a la vista. Que no te confunda su carita de transformer. Es toda de acero mate y aluminio extruido (no sé muy bien qué es, pero tiene pinta de ser un proceso industrial caro), forjada una y mil veces, con la misma parsimonia, empecinamiento, precisión y delicadeza que la hoja de una katana, y con el mismo filo. No es un juguete.
Para una descripción aproximada de lo que se siente con tamaña montura, necesito un cuento:
Llegas al semáforo y te colocas en la pole position, por derecho divino. Giras tu yelmo a la izquierda y ves a un tío en su lata de cuatro ruedas, dos más de las necesarias, el tío todo concentrado en que el sol no le deslumbre y poder ver el color del semáforo. Giras el yelmo a la derecha y ves a una María en una lata con cuatro ruedas, y para más inri es un familiar con los churumbeles atados y amordazados en el asiento de atrás. Hay gente que renuncia a todo desde un principio, ya salen derrotados antes de empezar.
No sé cómo, un barrilito de Milwakee ha llegado a la pole, pero no, espera, se ha enganchado la alforja con el parachoques del familiar y tiene que empujar hacia atrás, parar, encontrar el cambio, meter primera, girar, darle al gas y desembragar un poco para ¡por fin! colocarse en segunda posición, te mira y le devuelves la mirada desde tu visera espejada; te mira como haría un San Bernardo disculpándose por llegar tarde a rescatar a un alpinista. Pero qué se puede esperar de tamaño hierro oxidado, tragaldabas, sin frenos y sin pedigree, que tiene que ir dejando miguitas aceitosas para encontrar el camino de vuelta a casa ¡qué educación tan mala!, ¡hacer pis en la calle!, ¿qué son 228 democráticos años comparados con cientos de siglos de tradición por separado? porque si sumamos los de la montura, los del montador y los de la sinergia recién descubierta, hay que crear una nueva escala. Le perdonas la vida y miras al semáforo, ya impaciente.
Mientras tanto, tu yegua está ronroneando como una leona satisfecha después de haberse zampado un antílope, deliciosa música sólo interrumpida por el toser asmático y arrítmico del barrilito, que no sabes si darle un ventolín, un marcapasos o llevarlo a la morgue ¡y hay gente que le gusta ese ruido! ¡pero si tiene poquísima nuez! ¡compararlo con la música de violines de la admisión de mi chica!, invariable, suave como una mancha de mantequilla en una cortina de seda, sin una nota más alta que otra, casi eléctrica. Esto clama venganza y por mis antepasados y los tuyos que desfaceremos tal fechoría. Tranquila. Cuán gritan esos malditos, pero mal rayo me parta, si en terminando esta carta, no pagan caros sus gritos…
El hombrecito verde empieza a parpadear, ¡ya era hora!, aprietas delicadamente el embrague, bastan con dos dedos de la mano izquierda, indice y corazón, contradictoriamente a lo que marcan los hemisferios del cerebro, tu pie izquierdo baja una posición la palanca, “clank”, y se coloca con el empeine por debajo, tu mano derecha ya está preparada para roscar el puño, todos los frenos liberados. El hombrecito verde se apaga por completo y se convierte en rojo, esta vez en estado de respetuosa espera y no en un eterno paso que nunca termina.
Empieza la sinfonía, toda la orquesta a la vez, doy las gracias por tener un sentido femenino tan desarrollado porque lo que viene a continuación requiere destreza y la realización de múltiples tareas simultáneas, sólo posibles con lucidez femenina y memoria muscular, cada órgano ya sabe lo que tiene que hacer; hacerlo todos a la vez, con precisión y limando los tiempos de espera intraprocesos, es todo un arte. Sí señor.
Con el rabillo del ojo compruebas que el semáforo se ha puesto en verde, la de sustos que hemos tenido por arrancar con el de peatones en esos malditos cruces de más de 4 calles. Pero no, captas justo el instante en el que se apaga el rojo y se enciende el verde: “plonk”. Sueltas embrague, casi de golpe y simultáneamente tu muñeca derecha invoca a los cuatro dioses-sol, apenas contenidos en su carcel de acero al cromo vanadio y molibdeno y aluminio forjado, full metal jacket, y los dioses-sol a su vez liberan y fustigan a los 106 caballos y 1 burro, que se ponen a correr todos a la vez en un ballet majestuoso pero velocísimo, esa fuerza se transmite de forma instantánea a la cadena de juntas tóricas, cadena sin fin, es decir, infinita y por la magia de Moebius va hasta el final y vuelve a por más. El resultado: un patadón en todo el trasero que te catapulta como alma perseguida por el diablo.
Tienes que sujetarte con fuerza, para no caerte hacia atrás (inercia 1: todo cuerpo en reposo, tiende al reposo) y a la vez echas el cuerpo hacia adelante, no por cuestiones aerodinámicas, sino para evitar ponerte por sombrero la rueda delantera, y no porque no sería un tocado original y bello, sino por practicidad y salud. La aguja roja del cuentarevoluciones se ha disparado hasta las 8.000 rpm, ya deberías cambiar, pero ese alma de piernas cortas y corazón enorme, admite 2.000 vueltas más; notas como la admisión ya no ronronea, ahora aúlla casi de forma histérica y das gracias que el asiento separe tus atributos de su voraz apetito, de hecho, pensando en una futura e hipotética descendencia no vendría mal un poco más de acolchado…casi en el corte de la inyección, en los 10.000, cambias: embragas, desenroscas muñeca, subes pie, “clank”, desembragas y vuelves a roscar sin piedad, apenas ha bajado a los 8.000, sigues: “clank”, “clank”, “clank” y “clank”, ya no hay más, mi chica me ha ido exigiendo que se lo meta todo y yo soy muy obediente, hasta el fondo. Apenas miras el tacómetro, te concentras en las revoluciones, mas que para evitar el gripe para no asustarte con los km/h, ya habrá tiempo para mirar luego.
Mientras tanto se han activado todos los sistemas de soporte vital: tu piel mide la intensidad del viento, humedad y temperatura. Tu cerebro almacena estos datos y los deja preparados para comparar y si hubiera algo raro, actuar. Intentas que el viento no te arranque el yelmo tan bonito y caro que usas, el cuello lo lleva claro. Tus manos y pies van solos. Activas todos los modos de visión, haz concentrado, el periférico, el trasero y el chacra (ese siempre se me resiste un poco), tu visión ya no es de 90 º adelante, es de 360º en todas direcciones, calculas las velocidades, deltas de aceleración y trayectorias del resto de objetos del Universo, alerta para detectar cualquier posible rumbo de colisión. Eso si que es un arte. Empiezas a tener una comunión o eucaristía (suspendí para monaguillo) con tu otra parte, te fundes y confundes con ella, ya somos uno: hombre y máquina. Y notas toda la pureza de su sangre, su corazón está gritando sin cortarse un pelo, pero no es de dolor, es de rabia y de emoción, es el grito de la libertad, es un guepardo corriendo, no, es un guepardo motivado, es un guepardo que ha olido a su hembra en celo a 5 kms, es el Usain Bolt de los guepardos. Esa fusión te da superpoderes: el tiempo se detiene y te daría tiempo a bajarte, fumar un cigarrito y volver a subir en milisegundos, llegas a adelantarte al tiempo, eres capaz de ver el futuro, vale, son predicciones cuánticas de apenas décimas de segundo, pero predicciones, sabes si el objeto plata de delante te hará una jugarreta y frenará inopinadamente ”porquetesí”, o aquel bulto naranja le dará por abrir la puerta en plena marcha o aquel inodoro, perdón scooter, le dará por cruzarse en tu “do”. Lo ves, lo procesas, lo corriges y te da tiempo incluso para felicitarte y entregarte a ti mismo una medalla.
Has llegado a los 100 km/h en una eternidad: 4,3 segundos. Los del semáforo todavía están intentando meter la segunda, el del barril sigue con la boca abierta…cosa nada beneficiosa con ese casco, ya que te puedes tragar un abejorro o algo peor.
Tu cerebro ha detectado otro obstáculo luminoso en rojo y deshace todo lo andado, vuelves a velocidad subsónica, reduces “clank”, “clank”, “clank”, “clank” y “clank”, punto muerto, mientras tanto frenas (inercia 2: todo cuerpo en movimiento, tiende a seguir en movimiento), jamás con el pie, acuérdate de aquel resbalón tan gracioso pero aparatoso y no es cuestión de añadir cicatrices a esta piel tan bonita. Tu chica ni ha sudado, solamente se ha desperezado un poco. Tu corazón apenas puede lidiar con el subidón de adrenalina y ella tan fresca. Te colocas en la pole, no pienso renunciar a ese derecho. Ella vuelve a ronronear. Miras a izquierda y a derecha.
Vamos, que me he comprado una amoto…
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