El asesinato de Rasputín (2ª Parte)

(Primera Parte)

—Tienes razón, Grigori —respondió el aristócrata—. Será mejor que suba a sus aposentos a pedirla que baje. Espérame aquí.

—Muy bien.

Félix abandonó la estancia con paso diligente y avanzó varios metros por el pasillo. Cuando ya se sabía lo suficientemente alejado de aquel monstruo invencible, echó a correr hacia el piso superior.

Allí, en el salón, Vladimir y Dmitri seguían acomodados en los sofás, en silencio y mirándose fijamente, el uno frente al otro. En sus ojos, se percibía el miedo y la suspicacia, el recelo, la duda y el temor. Días atrás, cuando habían planeado el asesinato, la conspiración se les antojaba fácil y sencilla. Ahora, tenían la sensación de que todo iba a salir mal.

—¡Hace una hora que Félix se ha marchado! —exclamó Dmitri, apesadumbrado—. Tendría que haber regresado hace tiempo. Ha ocurrido algo. ¿Y si Rasputín ha descubierto la conspiración?

—Cálmate. Demuéstrame que eres un Romanov y ten la paciencia de un aristócrata real —respondió Vladimir, con un tono difamatorio, intentando prender la ira en aquellos jóvenes ojos que temblaban aterrados—. Todo saldrá bien. Él es sólo uno. Nosotros somos tres.

En ese preciso instante, el príncipe Yusúpov llegó jadeante a la entrada del salón. Estaba despeinado y con la frente sudorosa. Los otros dos cómplices se alzaron repentinamente de los asientos y se dirigieron a él.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Dmitri—. ¿Lo has matado?

—No —respondió Félix, recuperando el resuello—. Es inmortal… ¡Es inmortal! Ha engullido una botella de vino envenenado y sigue en pie, como si nada. Ni las pastas ni el vino han podido con él. ¡Y había veneno suficiente como para matar a un elefante! Es un monstruo. Un diablo. No puedo morir.

El terror del príncipe Yusúpov se propagó como el fuego por la estancia. Su rostro contraído por el miedo y sus ojos parpadeando apresuradamente daban cuenta de que el plan había fallado por completo.

—Lo sabía —corroboró Dmitri, igualmente horrorizado—. Las leyendas son ciertas sobre Rasputín. Es un brujo poderoso. Si el cianuro no ha podido matarlo, nada lo matará. Estamos ante una bestia indestructible.

—Tenemos que abortar el plan —añadió Félix—. Le diré a Rasputín que Irina se encuentra indispuesta y optará por marcharse del palacio. Está algo borracho por el vino, por lo que espero que no nos cause problemas. Es mejor librarnos del mismísimo demonio antes que enfrentarnos a él.

—Estoy de acuerdo —corroboró Dmitri—. Es lo mejor.

Y justamente tras esas últimas palabras, unos fornidos brazos se abalanzaron sobre los dos aristócratas, agarrándoles con fuerza tenaz de los hombros y obligándoles a girarse.

—¡Silencio! —exclamó Vladimir, con los ojos enrojecidos por la furia. Apretó con fuerza los hombros de sus compañeros hasta ver el sufrimiento reflejado en sus rostros. Luego, los soltó, mientras mantenía la mirada firme y clavada en ellos—. No digáis sandeces. No creáis los cuentos que las madres narran a los niños. No os comportéis como tales. ¡Demostrad que sois hombres! —Hizo una pausa. Dmitri y Félix miraban al político casi con el mismo pavor que le tenían a Grigori—. El cianuro ha fallado. De acuerdo. Tal vez estuviese alterado o las dosis fueran incorrectas. ¡No lo sé! Pero no podemos recular. Hemos planeado esta noche desde hace semanas, nos ha costado sobremanera atraer a Rasputín a palacio. Debemos agotar todas nuestras posibilidades. El Imperio Ruso se desmorona y Rasputín es una influencia destructiva para nuestro Zar. La estabilidad de la monarquía pende de un hilo. ¡Debemos salvarla!

—Está bien, está bien —contestó Félix, mostrando sosiego y comprensión—. Quizá nos hemos excedido. Tengo el corazón latiendo atropelladamente y los músculos completamente tensos. Pero tienes razón, debemos acabar con él esta misma noche. ¿Qué propones? ¿Estrangularlo entre los tres?

Vladimir no contestó. Desabotonó su chaleco de piel, y lo abrió para mostrar su interior. En una de solapas, resplandecía la culata de una pistola.

—Excelente idea —aceptó Dmitri. Él también portaba un arma y no dudó en desenfundarla para mostrársela a los presentes. Se trataba de un revólver—. Ésta es un arma silenciosa y el tambor está totalmente cargado.

—Bien, lo cogeré prestado —contestó Félix con decisión, aferrando el arma y observándola detenidamente—. Bajaré abajo y le dispararé. Los sirvientes del palacio están dormidos. Nadie debería oír los disparos salvo vosotros.

—Muy bien —dijo Vladimir—. Estaremos atentos. Suerte.

Félix se guardó el arma en el interior de la camisa y frunció los labios con seguridad. Asintió con firmeza y volvió tras sus pasos, directo a la habitación donde Grigori aguardaba su condena final.

Unos segundos después, el príncipe Yusúpov entró en la estancia con el revólver a la espalda. Grigori se encontraba frente a un armario rematado en una cruz de plata, que el monje examinaba con interés.

—Veo que vienes sin Irina. Justamente estaba rezando una plegaria para ver a tu esposa —contestó Grigori—, pero parece que Dios me ha abandonado.

—Sí, parece que sí —corroboró Félix.

No dijo nada más. Elevó el arma, apuntó al pecho del monje y disparó.

¡Bang!

El cuerpo de Grigori se desplomó sin ni siquiera emitir un grito de agonía o un murmullo de protesta. Cayó con un golpe seco, y pronto, la sangre comenzó a teñir el suelo. Lo que varios centilitros de cianuro no habían podido hacer, lo había hecho una bala.

Una vez cometido el homicidio, Félix volvió tras sus pasos con intención de avisar a Vladimir y a Dmitri. No obstante, estos dos, habiendo escuchado ligeramente el disparo desde el piso superior, habían tomado la determinación de bajar en busca del príncipe.

Los tres se toparon en mitad del corredor.

—¿Lo has matado? —preguntó Dmitri, estrechando a Félix del brazo.

—Sí —exclamó el anfitrión—. Un disparo al corazón. Ha caído en seco.

—Perfecto. Librémonos del cadáver —respondió Vladimir, retomando el camino. Pero después de dar unos pasos se detuvo, volviéndose hacia los jóvenes nobles—. Caballeros, es posible que esta noche hayamos salvado a la dinastía y, con ello, al Imperio Ruso.

—Aún es pronto para celebraciones —añadió el príncipe Yusúpov—. ¡En marcha!

Retomaron el camino hacia la estancia donde se encontraba el cadáver de Grigori. El pasillo les pareció eterno a los tres, como un túnel que separa las llamas del infierno de las caricias del paraíso. El sudor, la adrenalina y la combinación de terror y alivio habían convertido sus cuerpos en bombas de relojería. Un pequeño percance y el corazón se les dispararía.

El primero en entrar en la habitación, revólver en mano, fue Félix, pero se detuvo repentinamente en mitad de la entrada. Su rostro se contrajo por el pavor y la incertidumbre:

—¡Oh, Dios! ¡Ha desaparecido!

Los otros dos irrumpieron atropelladamente en la habitación. Vladimir había avanzado unos metros, desenfundado su pistola. Entre tanto, Dmitri se había quedado en la entrada, custodiándola. Rasputín había desaparecido, sí, pero Félix pudo seguir con la mirada el rastro de sangre que había en el suelo. El vestigio serpenteaba agónicamente hasta la puerta trasera de la estancia, que daba al jardín. Estaba entreabierta.

—¿No dijiste que estaba muerto? —inquirió Dmitri.

—Eso pensaba. Ha escapado por la puerta trasera —respondió Félix.

—¡Vamos, rápido! —resolvió Vladimir—. Aún no habrá logrado escapar del palacio. Si lo consigue y el zar se entera de nuestra conspiración, rodarán cabezas.

Aquella sentencia fue motivo suficiente para prender el espíritu de los dos jóvenes aristócratas. Félix siguió a Vladimir camino al exterior del palacio. Dmitri se quedó rezagado, cubriendo las espaldas. Estaba desarmado puesto que había entregado su revólver al príncipe Yusúpov, debido a lo cual no era de mucha ayuda en la vanguardia.

En las fueras, la oscuridad lo dominaba todo. Sólo alguna iluminación proveniente del propio palacio y alguna solitaria estrella alumbraban aquel hermoso jardín soterrado bajo centímetros de blanca nieve. Pero la escasa luz fue suficiente para descubrir un rastro de sangre. El vestigio avanzaba serpeando a trompicones, directo hacia la verja del palacio que conectaba con la calle; directo hacia la libertad.

—¡Allí está! —señaló Dmitri.

Grigori deambulaba como un moribundo a veinte metros de distancia. Con la mano derecha, se apretaba el pecho, intentando detener la hemorragia de la bala. El brazo izquierdo lo tenía extendido, palpando el ambiente como si dudase del camino a seguir y temiese chocar contra algo o alguien. Aún así, sus pasos marchaban ligeros hacia la salida del jardín. Ni el alcohol ni el cianuro ni la bala en el corazón habían podido con él. Su resistencia era sobrenatural.

Vladimir avanzó en pos del fugitivo. Cuando se encontraba a una distancia prudente, elevó la pistola, apuntó a la figura ensangrentada de Grigori y disparó por tres veces. Falló en dos ocasiones. La tercera bala impactó en el hombro del monje. No fue suficiente para matarle, pero si para que su cuerpo cayese en redondo sobre la nieve.

Los tres corrieron hacia Grigori. Estaba boca arriba, balbuceando maldiciones mientras escupía sangre. Tenía los ojos entornados y su pecho ascendía lenta e intermitentemente.

El político se colocó frente a él y alzó la pistola. A pesar de los gestos de sufrimiento del monje y de su cuerpo ensangrentado, no tuvo piedad en alzar el arma por última vez, apuntar a la cabeza del fugitivo y disparar. La bala penetró en el centro de la frente. El cuerpo de Grigori quedó completamente inmóvil.

Los tres asesinos permanecieron de pie junto al cadáver, esperando que éste volviese a resurgir de las tinieblas o a alzarse como un vampiro. Pero estaba yerto. Dmitri se arrodilló, tomó el pulsó del monje y constató lo que todos querían oír:

—Está muerto.

La satisfación inundó el corazón de los presentes.

—Nos ha costado, pero finalmente lo hemos logrado —dijo Félix, con una sonrisa.

—Sólo hemos hecho lo más difícil —objetó Vladimir, cogiendo el cadáver por los brazos—. Ahora debemos ocultar el cuerpo y borrar cualquier huella del asesinato. ¡Ayudadme a llevarlo a palacio! La nieve enterrará la sangre del jardín.

Entre los tres, transportaron el difunto cuerpo hasta la habitación interior. Cerraron la puerta trasera y limpiaron la sangre del monje, esparcida en picaportes, paredes y pavimentos. Posteriormente, amortajaron el cadáver con sábanas blancas, atándolo con cuerdas, y lo dejaron encima de la mesa.

Dmitri se sentó en la silla próxima, exhausto. Vladimir, igualmente cansado, hizo lo propio. Sin embargo, Félix no se acomodó. Comenzó a divagar por la habitación, examinando cada metro de la estancia para cerciorarse de que las huellas de Grigori habían sido borradas concienzudamente. Aún así, no se quedó tranquilo:

—Necesito ver su rostro una vez más —gimió el joven príncipe, y se apresuró a destapar la cara del cadáver.

Los tres se lanzaron a observar aquel semblante. Su barba estaba ensangrentada y sus ojos amoratados. Tenía la boca cerrada con hermetismo, como si en el último instante de su muerte hubiese jurado que mantendría sus secretos bajo llave. Los pómulos comenzaban a palidecer, víctima de la muerte o del frío invernal. Nada hacía indicar que el monje pudiera seguir con vida.

—Los siberianos siempre han tenido fama de hombres resistentes —comentó Vladimir, volviendo a tapar el cadáver—. Rasputín nos lo ha demostrado.

—Nos ha demostrado que era algo más que un hombre —sentenció Félix, profético—. Sígamos con el plan. Hemos salvado la monarquía rusa, ahora debemos salvaguardar nuestra inocencia. Esto no ha terminado.

Varios minutos después, los tres se encontraban conduciendo por las calles de Petrogrado, parapetados dentro de un coche. El cadáver estaba escondido en su interior. Era noche cerrada, había empezado a nevar ligeramente y el frío era cortante. No había nadie en la calle. La madrugada pertenecía a los asesinos.

Llegaron al puente Petrovski y aparcaron a un lado. La oscuridad nocturna lo cubría todo. Bajo la construcción, el río Neva hacia su aparición, atravesando la ciudad con sus ondas y destellos. Pero en aquellos tiempos, la vertiente estaba completamente congelada y el agua inmóvil baja una capa de hielo.

Los tres se apearon del vehículo. Vladimir se asomó al pretil y examinó desde lo alto el amplio río, buscando el lugar más adecuado para enterrar el cuerpo.

—¡Allí! —indicó con el dedo. Los dos nobles se aproximaron—. Hay un agujero en el hielo. Lanzaremos el cadáver y el río lo arrastrará corriente abajo.

—Excelente —afirmó Félix—. Saquemos el cuerpo del coche.

Entre los tres, arrastraron el cadáver amortajado hasta el extremo del puente. Tuvieron que hacer un inmenso esfuerzo para levantar el cuerpo por encima del petril. El condenado era pesado como ningún cadáver. Después, consiguieron lanzarlo al río.

Con un ruido desproporcionado, el cadáver se hundió bajo el hielo y el agua. El bulto desapareció bajo la capa congelada y se deslizó corriente abajo, desapareciendo a la vista de sus asesinos. Los tres volvieron la cabeza y se observaron fijamente, vacilantes.

Al final, estallaron en un grito de júbilo y se estrecharon con fuerza.

Lo habían conseguido.

– – – – – – – – – –

El teléfono resonó con su chirrido estridente. Vladimir se encontraba en su despacho, fumando en pipa y leyendo un periódico estatal. Habían pasado unos días, y la muerte se Rasputín aún se hacía constatar en las páginas del diario. Algunos artículos de opinión condenaban a los asesinos; otros, defendían el fallecimiento del monje como una obra de Dios. Unos pocos reportajes lanzaban nueva información sobre el homicidio. El cuerpo del monje había sido encontrado y ya se mentaban a viva voz los nombres de Félix, Dmitri y el propio Vladimir. Pero el político confiaba en su oratoria para librarse de cualquier condena.

El teléfono siguió sonando, con su agudo chirrido. El hombre no tuvo más remedió que descolgar:

—Vladimir Purishkevich, ¿dígame?

—Soy yo, Félix. —Su voz resonaba inquietante al otro lado del aparato. Sonaba a terror y a angustia.

—¿Qué sucede?

—Ha llegado a mis manos la autopsia de Rasputín… —Se hizo el silencio. El príncipe dudaba—. Y la he revisado al completo.

—¿Y bien?

—La autopsia asegura que no había trazas de veneno en el cuerpo del cadáver. El cianuro no le afectó o estaba alterado.

—Lo que suponíamos —cortó Vladimir, sin entender la razón del palpable miedo del príncipe.

—También describen los tres agujeros de bala. En la cabeza, en el pecho y en la espalda, cerca del hombro.

—¿A dónde quieres llegar? —insistió el político.

—Que ni el veneno ni las balas lo mataron, Vladimir. Rasputín murió ahogado.

Se hizo un silencio incómodo, agónico, casi como una mano estranguladora que hiende el aire oprimiendo la voluntad del oxígeno. Ni las palabras ni el aliento se comunicaban a través del aparato telefónico.

—Y no sólo eso —añadió Félix—. Es posible que no hayamos salvado la monarquía. Es posible que hayamos precipitado su final.

—¿Por qué dices eso? —exclamó Vladimir, casi chillando como un niño inválido. El temor de su interlocutor le había contagiado.

—Antes de su muerte, Rasputín había hablado con la zarina. Al parecer, el monje sabía que querían asesinarlo —explicó Félix.

—¿Y qué tienes que ver eso con la monarquía?

—Que Rasputín auguró una fatídica profecía delante de la reina: “Si yo soy asesinado, ningún Romanov vivirá más de dos años”.

De nuevo, el teléfono se quedó en silencio. Pero al otro lado, Vladimir no estaba tenso, sino tranquilo. Empezó a reírse a carcajadas un instante después.

—Vamos, Félix. Seamos racionales. Ese monje estaba loco y fue tan resistente que soportó el veneno y las balas. Pero no a la fría naturaleza. Los Romanov seguirán gobernando durante décadas. No le des más vueltas a los augurios de un demente muerto.

—Espero que sea así. Y espero vivir al menos dos años para comprobarlo —añadió el príncipe Yusúpov, no muy convencido—. Hasta entonces, no estaré tranquilo.

—Esperaremos, entonces. Dentro de dos años, en 1918, nos juntaremos de nuevo para brindar por los Romanov y el Emperador de todas las Rusias.

FIN

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