El catalejo

Me había costado un mes y medio de disgustos y fatigas, pero por fin llegué a Santiago de Cuba para cubrir la tarea que el diario me había encomendado: cubrir de cerca las operaciones de la flota española en Cuba. Como el viaje se prolongó más de lo esperado, para cuando llegué la flota estadounidense había bloqueado el puerto y las fuerzas terrestres yanquis amenazaban con tomarlo. España ya había perdido una flota entera en Filipinas y las cosas ya solo podían echarse a perder.

Apenas hube entrado en el camarote me asaltó la calidez del sol colándose por un ojo de buey solitario, el olor a tabaco negro y el pulcro orden de los documentos y carpetas dispuestos sobre la mesa. Me quité el sombrero de rafia y carraspeé, pero el capitán no se volvió enseguida. Parecía ensimismado en sus pensamientos mientras perdía la vista a través del pequeño ventanuco. Desvié la mirada por el espartano mobiliario. Metálico y grisáceo, anodino y funcional. En una palabra, castrense. Una mesa, dos sillas cubiertas de cuero y un archivador verde. Y desde una de las paredes metálicas, la reina regente parecía observar la estancia con una sonrisa enigmática y serena. El capitán se giró y me desarmó de golpe con una mirada escrutadora y penetrante. Si su mirada me desarmó, su larga barba marinera fue como un directo de derecha.

¡Qué barba!

Aquella barba era a ese hombre, como una falda boscosa a una montaña escarpada. Era la ilustración del propio concepto de barba.

Me dejé caer en la silla metálica y saqué precipitadamente las cuartillas que usaría en la entrevista. Aquel hombre con aspecto de socrático, deslizó su mirada por mis manos temblorosas y escuálidas. Levantó una ceja desdeñosa y con parsimonia, cogió varias hebras de tabaco de un sobrecito blanco, lo introdujo en una pipa de cazoleta de marfil, lo estrujó y lo prendió. El humo lechoso comenzó a danzar sobre las duras facciones del capitán, para después extenderse como una cortina malvada por el techo del camarote. Por un momento, por un momento al menos, la guerra pareció lejana e imposible en el interior de aquel crucero.

—Así que usted es el escritor.

Una voz que sonaba a una banda entera cañoneando al enemigo, una voz de tormenta, de turbina de carbón a plena potencia.

—Sí. —Incliné la cabeza y miré mis pequeñas manos entrelazadas sobre el metal. —Yo pondré la guerra.

Por toda respuesta el capitán exhaló el humo de su tabaco y se me quedó mirando. El puerto de Santiago era apenas un murmullo a través del ojo de buey y las explosiones se sucedían cansinamente en la distancia. El barco se mecía suavemente y el agua chapoteaba bajo el casco acorazado del Infanta María Teresa.

Seguía mirándome sin decir nada, y cuando ya pensaba en derretirme allí mismo, alguien llamó a la puerta y en nada el sobrecargo dejó entre resoplidos a mi querida amiga Tania. Era una Blickensderfer Stamford de piel de ébano y sensuales curvas que hacía las delicias de mis dedos. La máquina se quedó en silencio sobre la mesa, esperando dignamente que comenzase la historia que yo había ido a pescar a aquel barco.

—¿El camarote es de su agrado? —De nuevo el capitán tenía la vista perdida en el mar.

—Sí, es excelente. —Introduje metódicamente la primera cuartilla bajo el pasador. Corrí el rodillo y deslicé el carro hasta la posición de partida.

—Es una lástima que tenga que dejarlo hoy mismo. —Una explosión más cercana de lo normal extendió su eco por todo el puerto.

—¿Cómo dice? —Pensé que había oído mal. Pero la visión de aquella barba entrecana me infundía tal respeto que callé y asentí.

—El almirante ha ordenado que la flota parta al encuentro del enemigo. —El capitán dejó una nota arrugada sobre la mesa y se acercó hasta el archivador. Al cabo de un momento, depositó con sumo cuidado un abollado catalejo de latón sobre el escritorio. —Si quiere hablar de la guerra, este catalejo le dará todas las claves. Perteneció en su día al brigadier de la Armada Don Cosme Damían de Churruca, quien halló la muerte en Trafalgar luchando contra el inglés. —El tabaco formaba una neblina espesa que me irritaba los ojos. —Al mando del San Juan Nepomuceno, solo contra seis buques ingleses, solo se arrió la bandera cuando una bala de cañón le quitó la vida.

Se volvió hacia el ventanuco. —Marineros sin experiencia enrolados a la fuerza, sueldos que no se cobraban, barcos mal mantenidos y un almirante francés que salió a la mar cuando todos lo desaconsejaban. —Exhaló una última voluta de humo. —Ésa es la guerra de la que ha de hablar.

El capitán se quedó en silencio. Cogí el catalejo y me quedé dudando. Finalmente dejé en aquel camarote mi máquina de escribir. Alargué la mano hasta la nota arrugada, donde el almirante Cervera se dirigía al ministro de marina en estos términos:

Con la conciencia tranquila voy al sacrificio, sin explicarme ese voto unánime de los generales de Marina que significa la desaprobación y censura de mis opiniones […].

Tiempo después se hablaría del desastre del 98. Pero aquel 3 de julio, la flota sufrió  371 muertos, 151 heridos y 1670 marineros fueron hechos prisioneros. Un barco fue hundido y el resto fue embarrancado por sus capitanes. Un estadounidense murió y dos fueron heridos.

Fuente de la imagen.

Gonzalo López Sánchez
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