La última carta del oficial

Túnez, febrero de 1943, en algún lugar del desierto cerca de Medenine los británicos se preparan para asaltar la línea Mareth.

—Señor, creo que debe ver esto. —El coronel Smith levantó la vista de la pequeña mesa sobre la que escribía en el interior de la tienda de campaña. Estaba tan atiborrada de papeles que el letrero que rezaba “Cor. W.Smith, Chieff Staff XVI Reg.” había ido a parar a una papelera.  Apagó el cigarro sobre un informe desechado y cogió el sobre que le tendía el sargento.  —¿Qué es?

El chico le miró con evidente turbación. Su color pálido y sus pecas le delataban como recién llegado al frente del Norte de África. —Vamos, no tengo todo el día. —Una explosión retumbó a lo lejos y sacudió ligeramente la lona de la tienda.

El sargento se puso firme y tragó saliva antes de contestarle. —Es… la correspondencia de un oficial alemán, señor. No… no llegó a enviarla. —Hizo un rápido amago con el pulgar apuntando hacia el suelo para finalizar la explicación. El coronel Smith asintió.

—Bien, ¿ha encontrado algo útil el oficial de inteligencia?

—Sí bueno, verá… en realidad el oficial se ha sentido indispuesto.

—Indispuesto.

—Después de leerla. —El coronel arqueó la ceja derecha y comenzó a mesarse el bigote azabache, en el que ya se vislumbraban las primeras canas. Su piel morena por el sol y la intemperie rezumaban sudor. Parecía un gato pensándose si comerse a un ratón que acabase de capturar con sus zarpas o dejarlo marchar por puro aburrimiento. —En fin, lárguese sargento.

—Señor, hay una cosa más. —El coronel suspiró y se encendió un cigarro con parsimonia. —Adelante.

—Encontramos la carta en la guerrera de un capitán. Pero había otros caídos. —El sargento tragó de nuevo, reprimiendo un escalofrío. —Los cuerpos llevaban varios días secándose y no había ningún animal cerca. Ni siquiera moscas.

—Sargento, ¿hay algún motivo especial que le impulse a contarme detalles irrelevantes y sumamente escabrosos?

— ¡No! Creo que es… importante. Había… una docena de alemanes caídos. Los cuerpos formaban un círculo. Y estaban dados de la mano, señor. —El coronel se atragantó al inspirar el humo del Lucky. Tosió y preguntó. —¿Alguien los ejecutó, tal vez?

—Creo que no, señor. Nadie les disparó, no estaban atados. Tan solo formaban ese extraño círculo alrededor de un pozo. —Al sargento le temblaba la voz pero suspiró con cierto alivio. —Les enterramos.

El joven sargento se retiró y dejó al coronel en la soledad asfixiante de la tienda de campaña. Bajo el sol abrasador del medio día, el cansino y ligero bombardeo de la artillería aliada se reanudaba sobre la línea Mareth.

Se sirvió un poco de agua en un vaso y examinó el sobre. Había sido abierto por una mano poco delicada pero por todo lo demás estaba en perfecto estado. En el frente del sobre rezaba: Emma Spitz Keller, Kennedyallee, 142.-53175 Bonn. Carecía de membrete. Sacó las cuartillas del interior y las abrió bajo la débil luz de una vela. Habían sido escritas por una mano experta y cuidadosa. No había ni un borrón y la caligrafía resultaba perfectamente legible, pero el papel estaba arrugado. La carta comenzaba así:

Querida Emma:

            Esta es la última carta que te escribo desde África. Si todo sale bien, ya no tendrás que preocuparte de las insolaciones o la disentería. Y si te lo has preguntado, sí, sigo fumando y así seguirá hasta que acabe la guerra. Puedes excusarme pensando que aquí no tenemos muchos otros placeres.

La carta continuaba con varios párrafos en los que el escritor le preguntaba a Emma por los dientes de Bruno y las clases de piano de María. Maldecía durante medio párrafo al obrero que había arreglado las goteras de un tejado en alguna casa construida en Bonn y seguía con la anécdota de Lanz, un joven recluta que había quedado encajado en una letrina durante varias horas hasta que sus compañeros pudieron sacarle. El coronel sonreía con tristeza recordando las cartas que él mismo enviaba a Londres. Después, la carta seguía:

Emma, no estaba bromeando cuando te he dicho que ésta es la última carta que te envío desde Túnez. Los tommys nos empujan desde Mareth y los yanquis desde Argelia. La situación no es muy buena y no sé si podremos evacuar este lugar a tiempo. Aún así, todos confiamos en papá Rommel. Seguro que él puede sacarnos de este embrollo. Bueno, quizás la próxima vez que te escriba esté en un campo de prisioneros, pero eso no importa.

            Sabes que no puedo contarte cuál es mi cometido en Túnez, pero creo que sí puedo adelantarte algo. ¡Por fin hemos encontrado lo que buscábamos desde hace tantísimo tiempo!

            Estaba en un pequeño pozo, muy cerca de lo que fue Cartago. Apenas puedo creerlo.

            Y aquí viene lo bueno. Alguien muy importante está realmente interesado en que le enviemos nuestra especial carga. Un junkers nos sacará de aquí Emma, saldremos para Alemania en cuestión de días. ¡No te escribiré más cartas desde este desierto!

            La carta finalizaba ahí. Pero en el hueco que aún quedaba en la cuartilla, una mano temblorosa había escrito a punta de lápiz unas palabras apenas legibles.

Emma perdóname.  Hemos abierto la caja. Notamos su energía, pero ahora ya no está. Señor, perdónanos.

            Ni siquiera podemos rezar. Hemos tirado la caja al pozo pero ya no sirve de nada. Son mis compañeros Emma, han luchado en esta guerra desde el principio y ahora todos lloran como niños. Estamos muriendo en este desierto.

            La caja está vacía.

            Sálvanos. Sálvanos. Sálvanos.

            Ya no queda nada dentro. Ya no queda nada.

El coronel Smith parpadeó un par de veces sin comprender. Apagó la colilla y sacudió las cenizas que habían caído sobre los papeles de la mesa. Salió de la tienda con la carta en la mano y se quedó observando el horizonte en el punto donde las columnas de humo negro ascendían hacia el cielo y el bombardeo de artillería se recrudecía. Aquella guerra estaba resultando terrible, incluso aún más que la anterior. Había visto muchas cosas horribles, pero nada parecido a la visión de aquellos cadáveres dados de la mano, formando un círculo, quién sabe rogando por qué. ¿Cómo podrían haber alcanzado tal grado de desesperación?

El coronel se atragantó y se encogió, reprimiendo las arcadas que acudieron a su estómago cuando por fin entendió. La caja de Pandora había sido abierta de nuevo.

Gonzalo López Sánchez
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