Belcebú

Belcebú, hasta hace bien poco, era un diablo bastante gris, con ojeras, cansado. Harto de su trabajo, de sus quehaceres. Harto, en definitiva, de practicar el mal.

Su fatiga le había pasado factura hace ya tiempo, cuando Lucifer, el Señor Oscuro, le relegó de sus funciones como su representante oficial en la Tierra y le asignó un pequeño puesto, digno sólo de los diablos menores, en una ciudad tan gris como él. Apático, Belcebú aceptó su nuevo trabajo, que consistía en asustar algunos objetivos concretos, aterrar a gente pía para sembrar su corazón de dudas hasta que abandonaran su felicidad y sus esperanzas. Nada del otro mundo, vamos.

Cada mañana Belcebú se despertaba en su vivienda, un estudio muy pequeño en un edificio antiguo, y gestionaba su día: hablaba por vía telepática con los oficinistas del Infierno, quienes le asignaban las instrucciones del día; organizaba su agenda y su horario; transmutaba su cuerpo deforme para adquirir la apariencia humana de turno; ventilaba la estancia para deshacerse del olor a azufre…

—Belcebú —dijo su transistor telepático mientras desplegaba en el aire la imagen de un ser cubierto de pústulas rezumantes de líquido blanquecino y espeso.

—Dime —contestó Belcebú mientras se ajustaba una corbata negra sobre una camisa blanca. Su traje era impecable, y su rostro humano elegido para aquel día bastante agraciado, aunque mantenía la mirada triste característica de él desde hacía ya tantas y tantas décadas.

—Tienes un nuevo trabajo, en adelante te harás cargo de una mujer. Sus datos te acaban de llegar. —El clink inconfundible de la ranura metálica indicó que alguien acababa de dejar un sobre en su buzón—. Belcebú —dijo el diablo oficinista—, no la cagues, debes encargarte de ella hasta el final, ¿de acuerdo? Protocolo 314.

El silenció hizo presencia durante un instante.

—Claro —sentenció Belcebú sin ganas. Y colgó.

Protocolo 314. El protocolo vitalicio. Iba a amargar la vida de esa mujer, como la de tantas personas antes de ella, hasta que se consumiera en su desesperación y muriera. Lo odiaba. Odiaba su trabajo. Pero no tenía más remedio que realizarlo.

Pasaron varias semanas. Durante ese tiempo, Belcebú había hecho un seguimiento exhaustivo de la mujer, puesto que los datos que le habían pasado desde el Infierno eran demasiado vagos. Se llamaba Claudia, y era una joven estudiante, esbelta, cargada de vida. Realizaba labores para su comunidad de forma voluntaria y tocaba el teclado en un grupo compuesto por compañeros de su facultad. Sus aspiraciones en la vida no estaban muy claras, pero esperaba poder dedicarse a algo que pudiera cambiar el mundo. Era la persona más ilusa que se había cruzado Belcebú hasta el momento. Y en cierto modo, le enternecía.

Cada mañana Claudia cogía el metro para ir a la facultad y Belcebú la seguía, transformado en personajes anónimos y cotidianos. Poco a poco iba generando circunstancias cada vez más extrañas, siempre en el metro. Empezó chocándose contra ella transformado en un vagabundo desaliñado. Ella le pidió perdón, y él se quedó con su aroma dulzón impregnado.

Días más tarde, con otra caracterización, le robó a punta de navaja. Vio cómo Claudia lloraba y le daba su bolso sin poner resistencia. Cuando se fue, corriendo con su botín, que tiró en la siguiente papelera, la joven temblaba en el suelo, impotente. Belcebú ya no disfrutaba con este tipo de tareas, pero no podía arriesgarse a enfadar más a Lucifer.

Más adelante empezó con los juegos mentales. Fabricaba en la mente de Claudia ilusiones, como hacerle creer que se metía en un pasillo donde en realidad había una pared, provocando un ridículo choque, además de la incomprensión de la chica. En otra ocasión, en plena hora punta, indujo a su mente a pensar que todo el mundo había desaparecido. El ambiente era siniestro. No se veía un alma, no se oía ni un ruido. Ni siquiera el traqueteo del tren. Era como si todos sus sentidos hubieran desaparecido.

Los juegos mentales acabaron cuando Claudia, camino de casa, cansada, después de unas semanas agotadoras, yendo de pie en el metro, miró a su alrededor y, a través de la ventanilla del fondo del vagón, que daba al siguiente, pudo observar una escena idéntica a la que estaba, con las mismas personas, haciendo los mismos movimientos en sincronía, incluida ella misma. Se acercó al cristal, tanto ella como su versión del vagón de al lado. Lo tocaron al unísono, y cuando Claudia abrió la boca para soltar, seguramente, un improperio, su otra versión desencajó la mandíbula, empezó a vomitar sangre y empapó el cristal violentamente, impidiendo que Claudia pudiera seguir mirando y provocando que gritara y huyera espantada, ante la atónita mirada del resto de pasajeros.

Tras este evento, Belcebú esperó unas semanas antes de seguir actuando. Cada vez se sentía peor por hacer sentir así a Claudia. Había llegado a apreciar, incluso admirar, a aquella chica decidida y alegre. Y sin embargo, ahora era una persona triste y nerviosa, que iba por las calles asustada y apenas hablaba con nadie. En poco tiempo había dejado de lado prácticamente a todas sus amistades, además de los estudios y el grupo de música.

Seguía, a ojos de Belcebú, siendo realmente bella. Y sabía que si paraba de acosarla, en poco tiempo recuperaría su actitud original, seguramente asumiendo que pasó una mala época transitoria.

Pero no podía permitirse parar. Aquello podía significar su propia destrucción.

Ya empezaba a recibir mensajes desde el Infierno instándole a seguir con su trabajo. Llevaba varios días de retraso, y era principalmente porque no se atrevía a seguir. El último mensaje, no obstante, le obligó a decidirse. Era del propio Lucifer. Tenía que actuar.

Al día siguiente violó a Claudia.

Lo hizo cargado de pesar, de remordimientos. Sabía que ella estaría en su casa, y que estaría sola. Había dejado de ir a la facultad. Sus padres se iban a trabajar y ella se quedaba dormida hasta tarde y pasaba el resto del día escribiendo sus inquietudes en su diario.

Belcebú apareció en el interior de su cuarto. Claudia aún dormía. Sabía que sus instrucciones eran violarla como un ser grotesco, sin embargo, adoptó la forma más atractiva que pudo. No iba a servir para absolutamente nada, pero no podía hacer más. Se acercó a su cama, puso una mano en su boca para que no gritara y la azotó con violencia hasta dejarla medio inconsciente, para luego penetrarla. Ambos lloraron. Ella desesperada. Él con congoja. Terminó todo lo rápido que pudo y desapareció sin dejar rastro. Tras ese día Claudia perdió el habla.

Como una maldición, el olor dulzón de su cuerpo siguió a Belcebú durante horas.

El informe que mandaba periódicamente al Infierno pareció calmar a sus superiores, especialmente a Lucifer, quien le aseguraron que estaba bastante satisfecho con su trabajo.

Pasaron años sin que le exigieran más movimientos, aunque Belcebú sabía que podía recibir más instrucciones en cualquier instante. En todo caso, jamás dejó de seguir la pista de Claudia, quien maduró, afligida y muda, recuperándose poco a poco. Los médicos que la trataron confirmaron que jamás podría recuperar el habla, lo que entristeció más a sus padres que a la propia Claudia. Era, en realidad, una mujer sin esperanza.

Mas, poco a poco, se fue recuperando. Cada semana iba a un centro social, donde le ayudaban a superar sus miedos, y pasado un largo tiempo conoció a un hombre del que se enamoró y con el que se casó. A los pocos años tuvo su primer hijo. Era un niño sano y guapo. Un mes después de su nacimiento, Belcebú recibió noticias desde el Infierno.

Tenía que raptar y matar al niño.

¿Cómo iba a hacerlo?, se preguntaba Belcebú. ¿Cómo podía destrozar de esa forma la vida de Claudia? Ese ser que él consideraba perfecto, bella, recuperada, feliz, a quien tanto daño había hecho y por quien tanto se arrepentía. Claudia, con quien soñaba. Claudia, a quien sólo deseaba felicidad. Claudia, a quien amaba.

Pero las órdenes eran claras. Tenía que arrebatar a Claudia su hijo. Eso terminaría destrozándola, definitivamente y sin posibilidad de recuperación.

Al día siguiente apareció en su casa. Su marido trabajaba, ella no. Y el niño dormía en una cuna en un pequeño cuartito. Belcebú, ataviado con la misma piel con la que violó a Claudia años atrás, observaba al pequeño, que lo miraba con ojos enigmáticos. Aún estaba indeciso. No se atrevía a tocarlo.

Tras él, Claudia apareció, silenciosa, pero su presencia sorprendió a Belcebú. Su cara era de sorpresa. Reconoció al hombre que tenía delante. No había duda. Era él.

Belcebú comprendió que no tenía otra opción.

—Claudia —dijo como pudo, con un hilo de voz—, sabes quién soy, sabes lo que debo hacer.

—Se llama Jon —dijo ella con gestos— Es mi hijo. Se llama Jon.

Belcebú miró al niño y volvió a mirar a la mujer que tenía delante. Pese a todo, pese a quién era él, se mantenía tranquila, como si supiese que su deseo no era dañarla.

—Tú sabes que sólo puedo hacer una cosa.

Claudia afirmó con la cabeza.

Belcebú se acercó a ella, le rompió el cuello y se fue, dejando a Jon llorando, huérfano. Protocolo 314. Hasta el final. Aunque no lo había seguido como le habían mandado.

Durante los próximos meses se dedicó a esconderse de los diversos enviados del Infierno para capturarle. Finalmente, alguien dio con él. Estaba en un bar a orillas de una carretera secundaria. Normalmente dormía en la calle, disfrazado como un mendigo, pero siempre vistiendo su última piel, la del violador, la del asesino.

—Belcebú —dijo una voz suave.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres?

—Sabes quién soy y de parte de quién vengo.

Belcebú asintió.

—Hemos oído lo que has hecho.

Belcebú guardó silencio.

—Sabemos que no tuviste más remedio. Escogiste el mal menor. Era preferible una madre muerta que una madre sufriendo la muerte de su hijo, ¿verdad?.

—Si no mataba yo a su hijo, otro lo hubiera hecho. Tenía que matarla antes de que su alma estuviera definitivamente condenada.

—Por supuesto, Belcebú.

El silenció volvió. Belcebú se mantenía pensativo.

—¿Qué queréis de mí? —dijo.

—Creemos que podrías ser más útil haciendo el bien que haciendo el mal. Hemos visto en ti ciertas cosas que nos llaman la atención, como decisiones que has tomado.

—¿Me estáis ofreciendo trabajo?

—Algo así.

Silencio.

—Hecho, con una condición.

—Claro.

—El niño. Quiero que esté seguro. Y su marido también.

El hombre se rio.

—Pero por favor, nos encargamos de eso en el momento que dejaste la casa.

Silencio otra vez.

—Y otra cosa más. Quiero verla.

La cara del hombre cambió de expresión.

—Eso no es posible.

Belcebú gruñó durante un momento. Finalmente, asintió con la cabeza.

Y así, Belcebú dejó de esconderse y volvió a encargarse de las almas humanas, sin olvidar los días grises, pero sin volver a vivirlos, pero sin sonreír. Pero sin Claudia.

Yizeh Castejón. Mayo de 2013

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4 Comentarios

  1. Yizeh dice:

    Un pequeño experimento que no ha satisfecho del todo lo que buscaba.

  2. aixa dice:

    Hola, Sabes me encanto,
    Por que no te ha satisfecho?
    El ser pudo más que el yo, él solo escogió la forma y la manera y a quien…

    1. El final, para mi gusto, me quedó un poco flojo. Con menos fuerza de la que en realidad hubiera querido que tuviera. Gracias, de todas formas. Eres muy amable.

  3. Joanna dice:

    Concuerdo, hilaste tan bien la historia que el final podría haber estado un poco más fuerte. Pero fue un relato cargado de imaginación, nunca hubiera pensado que el infierno pudiera tener jerarquías. Me gustó mucho.

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