La Escalera Maldita
- publicado el 12/12/2013
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Pesadilla
Nunca he sido un hombre religioso. La religión es algo que jamás me ha preocupado. No demasiado. Sin embargo, actualmente trabajo como profesor en una universidad católica. El rector de la universidad es un alto cargo de la Iglesia de mi país, y casi todos mis compañeros profesores son sacerdotes o llevan una vida regida por las normas del catolicismo, algunos de manera muy estricta.
No me adentraré en la vida de los demás, mas sí hablaré un poco de la mía. Soy joven, cumpliré los treinta en pocos meses. Soy soltero, dato que quisieron conocer mis jefes cuando me entrevistaron para ofrecerme este empleo. También quisieron saber sobre mis inclinaciones espirituales, a lo que respondí con absoluta sinceridad. No obstante, no pareció ser un problema en ese momento, aunque últimamente el propio rector, a quien todos llaman monseñor Martínez, ha estado insistiendo en que asista a una serie de charlas que se dan en la propia universidad sobre espiritualidad y catolicismo. En realidad no tengo ningún interés en ello, pero la forma en la que el monseñor Martínez insiste me hace pensar en que mi puesto de trabajo puede peligrar, y es algo que no puedo permitirme.
Mi hartazgo por estas charlas y simposios obligados debe ser algo que se note, pues monseñor Martínez en persona me indicó ayer mismo que me personara en su despacho. Parecía algo serio. Temía que por fin me despidiera, pese a que mi labor como profesor era buena y las notas de mis alumnos superaban la media del resto de las asignaturas.
Era una habitación inmensa para ser el despacho de un solo hombre. La decoración era barroca, con decenas de fotos en elegantes marcos colgadas en las paredes. En ellas, monseñor Martínez posaba con diversas personalidades políticas y religiosas. Incluso había varias fotos con el papa en el Vaticano, o con el presidente del gobierno en actitud amistosa. No había ventanas, y toda la luz provenía de una lámpara colgante del techo, de araña, pero no tan grande como las de un teatro. Tras una enorme mesa de caoba, recargada de adornos tallados en la madera, había una cruz, sobria, lisa, oscura, de casi dos metros. Sobre la mesa descansaban unos cuantos papeles desordenados y un ordenador portátil cerrado. Monseñor Martínez me miraba sentado en una elegante silla de cuero negro, protegido por la mesa, y me indicó que me sentara en una de las dos modestas sillas que había frente a ella.
—Verá, creo que tenemos un problema con usted.
Me temía lo peor. Monseñor continuó.
—De verdad queremos que sea usted una parte activa de esta universidad. Como ya le he dicho antes, somos como una gran familia. Más bien como una tripulación de un barco. Y no podemos permitirnos que un miembro de la tripulación se ahogue. ¿Me entiende?
—Sí. Sí, le entiendo —asentí con la cabeza.
—Claro que sí. Yo sé que usted está haciendo un esfuerzo por encajar aquí. Pero aún nos queda mucho por recorrer.
Eso me daba esperanzas. Puede que no me fuera a despedir, al fin y al cabo.
—Dígame, ¿qué necesita que haga? —dije.
Monseñor Martínez se recostó y soltó una breve risa.
—No, no, por Dios, no es algo que yo necesite. Es importante que no lo vea así. Es más bien algo que usted —remarcó con énfasis el “usted”— necesita. Esta formación que le estamos dando es por su bien. Tenemos mucho interés en que permanezca usted aquí, con nosotros. Su trabajo es muy bueno, y pretendemos que lo siga siendo.
Monseñor dejó de hablar y se me quedó mirando. Su cara oronda estaba totalmente quieta, salvo por su papada, encorsetada por el alzacuellos, que temblaba con cada respiración. Debía de tener ya más de sesenta años. Sus ojos, de un azul pálido contrastaban con unas oscuras ojeras que le daban un aspecto casi siniestro. Y las arrugas de su cara, numerosas, se acompañaban de pequeñas manchas en la piel, signo de cierta edad. Yo permanecí en silencio. Realmente no sabía que decir.
—Mire, de entrada, va a ir usted a la capilla de la universidad, la que está en el edificio B, ¿sabe dónde? —me preguntó. Asentí—. Allí le esperaré yo mismo para hablar con usted. Quiero mostrarle el poder de Dios, que nos adentremos más en su yo espiritual, más de lo que han logrado todas estas charlas. Ya sabe.
En realidad no sabía, no sabía nada, pero no creía que tuviera más remedio que ir. Así que acepté.
***
Tenía que estar en la capilla a primera hora de la tarde, y así fue. Me dirigí desde mi despacho hasta el edificio B, donde estaba la capilla, cruzando casi todo el campus. El edificio estaba justo frente a un lago bastante extenso, donde un par o tres docenas de patos acostumbraban a nadar y rebuscar comida por entre la porquería del agua, típicamente oscura, sucia. El día era frío, otoñal, de cielo nublado y viento suave. Un día para no salir de casa. Desde luego, mis ganas de enfrentarme a mi “yo espiritual” eran nulas. Pero, sin pensármelo más, entré en el edificio B.
Nunca había estado allí en los pocos meses que llevaba trabajando en la universidad, y me sorprendió el ambiente ajeno de alumnos de la entrada. Un conserje de aspecto adormilado me preguntó qué quería. Le expliqué que había quedado con monseñor Martínez en la capilla y me dijo que estaba en el último piso, que subiera por el ascensor. Así lo hice. Llegué al piso en cuestión y me dejé guiar por los carteles que indicaban el lugar de la capilla, que estaba al fondo de un largo pasillo.
Abrí la puerta y entré a un cuarto no demasiado grande, con un altar en un extremo y varias filas de bancos orientadas hacia él. En la primera fila estaba sentada una monja, rezando en silencio, con la cabeza gacha y sosteniendo un rosario en sus manos. Me acerqué a ella.
—Disculpe —dije en voz baja.
Ella siguió rezando, parecía estar diciendo algo, como un murmullo leve. Insistí.
—Oiga, discúlpeme.
La monja levantó la cabeza y me miró sorprendida. Era una chiquilla, no debía de tener más de veinte años. De facciones suaves y tez blanca. El hábito cubría su cabeza, pero sus cejas indicaban que era morena. Sus ojos eran grandes y oscuros. Su expresión, interrogativa.
—¿Quién es usted?
—Perdone que le haya asustado. He quedado aquí con monseñor Martínez. ¿Sabe donde está?
La monja se levantó y cambió su semblante, parecía alegre, jovial.
—Ah, sí. Usted. El profesor, ¿verdad? El no creyente.
No dije nada.
—Sí —continuó ella—, monseñor se retrasará un poco. Es la primera vez que viene aquí, ¿cierto? Yo soy la hermana Sara, la encargada de mantener la capilla limpia y ordenada. Por favor, deje su abrigo aquí, le enseñaré todo esto.
Obedecí y dejé mi abrigo sobre el banco. La hermana Sara se dirigió hacia el altar y yo la seguí.
—Una vez a la semana monseñor ofrece misa desde aquí. Es exclusiva para los profesores de la universidad.
—No lo sabía —dije.
—Sería agradable que asistiera.
—Lo tendré en cuenta.
La monja guardó silencio durante un instante, observando los bancos vacíos. Acarició con familiaridad la blanca tela que cubría la mesa sobre el altar y se dirigió a la pared. Fui tras ella.
Los laterales estaban forrados con elegantes paneles de madera, por lo que me sorprendió ver cómo en la pared de detrás del altar había una puerta corrediza, casi camuflada, que la hermana Sara abrió. Pasamos al interior de otro cuarto, mucho más pequeño, con un par de taquillas y un montón más de fotos cubriendo los muros, esta vez desprovistos de más adorno, pintados de un simple blanco. En las fotos volvía a verse a monseñor Martínez con gran parte del personal docente de la universidad. Me sorprendió ver allí a la mayoría de mis colegas. Creo que no faltaba ni uno. En muchas de las fotos se veía a monseñor dando la comunión a algunos de los profesores en el transcurso de una misa, en esa misma capilla. También había varias estanterías repletas de libros y varias biblias en diferentes idiomas, además de una puerta metálica por el que entraba un airecillo bastante frío.
—Aquí es donde monseñor prepara las misas, como puede ver, es un buen espacio para reflexionar —indicó la hermana Sara.
—Claro.
Me acerqué con curiosidad a la puerta metálica.
—Esa puerta siempre está cerrada —dijo la monja cuando posé mi mano sobre el pomo.
—¿Qué hay al otro lado? —pregunté sin levantar la mano del pomo.
La hermana Sara parecía turbada.
—No lo sé, si le soy sincera. Nunca he visto a monseñor abrir esta puerta.
Giré el pomo.
—Pues está abierta.
El nerviosismo parecía haberse apoderado de la hermana Sara.
—No la abra. No es asunto nuestro lo que pueda haber detrás.
Ya era tarde. Había tirado del pomo hacia mí y abierto la puerta, dando paso a un largo pasillo, iluminado por la luz blanca y yerma de los fluorescentes del techo. El pasillo era frío, sin pintar, recto, y al fondo parecía haber otra puerta, también metálica, igual que la que acababa de abrir.
El desconcierto de la hermana Sara era mayor que el mío.
—¿Usted nunca había visto este pasillo, hermana?
Ella negó con la cabeza.
Me adentré, siendo seguido por la joven monja, y juntos cruzamos el pasillo hasta llegar a la otra puerta, la cual también estaba abierta. La abrí.
—¡Oh! —exclamó la hermana Sara.
Ante nosotros, una nueva sala, alargada, grande y espaciosa, repleta de estanterías, mesas llenas de instrumentos antiguos, estatuas de piedra y bronce, alfombras cubiertas de polvo y un par de urnas acristaladas. La cara de la monja mostraba completo asombro. Era seguro que jamás había estado allí.
La sala despertó mi curiosidad y me dirigí a la estantería que tenía más cerca para inspeccionar los libros. Muchos estaban en árabe, otros tantos en latín, y algunos en idiomas que desconocía. También identifiqué varias biblias, la mayoría en griego y arameo.
La hermana Sara también se puso a inspeccionar la sala, con curiosidad y estupor, en silencio. Su vista parecía fija en las urnas de cristal que había en el medio, sobre las abigarradas alfombras en mitad de la estancia. Me acerqué a ella y contemplé lo que había en el interior. En cada una de las dos urnas había un cadáver momificado. Eran grotescos, con los ojos y la boca cosidos, con los brazos exageradamente largos y anchos, sobre todo a la altura de las muñecas. Estirados les llegaban hasta las rodillas. Los cuerpos eran grisáceos y estaban desnudos, salvo un taparrabos raído y gris. Su piel se mostraba curtida, como la de los pollos asados, y tenían pelos dispersos por casi todo su cuerpo. El de la cabeza era muy largo, puntiagudo, liso, blanco. Y cada cuerpo, en su totalidad, era grande, diría que de más de dos metros y medio. En el cuello tenían tatuadas cruces de diferentes formas. Me llamó especialmente la atención una cruz cristiana roja rodeada por lo que parecía ser una serpiente que se mordía la cola.
La visión de las momias me había dejado bastante mal cuerpo. Supuse que a la hermana Sara también, quien las seguía mirando estupefacta y con las manos cerca de la boca, como tapando su expresión. Sus ojos estaban muy abiertos, sorprendidos, con las pupilas dilatadas. La dejé allí y me dirigí al otro extremo de la sala, donde había una puerta similar a las que se colocan en las salidas de emergencia, con una barra para abrirla. Empujé la barra y la puerta se abrió. Daba a una escalera de incendios exterior, metálica. Salí para tomar el aire fresco de la tarde de otoño. El cielo seguía completamente encapotado. Desde donde estaba, sujetando la puerta para que no se cerrara, podía ver perfectamente el lago, con los patos nadando en él. Era una imagen que me tranquilizó, pese al frío que empezaba a notar.
Sin embargo, mientras fijaba mi vista en el lago, me percaté de que una extraña figura estaba emplazada a lo lejos, cerca de su orilla. Era una persona, mas apenas alcanzaba a distinguir su silueta, casi un borrón. De pronto, un susurró alcanzó mi oído.
—Nephem… Nephem…
Miré en todas direcciones, no había nadie cerca, ni en las escaleras. Volví a mirar al lago y me di cuenta de que la silueta ya no estaba. El ligero viento que dominaba la tarde parecía haberse parado por completo, desconcertando incluso a los patos, quienes no paraban de graznar en el agua, nerviosos. Súbitamente, una densa ráfaga de aire alcanzó el lago, agitando la superficie del agua, por lo que se podía ver cómo avanzaba por la onda que se había creado entre el agua agitada y el agua que estaba todavía tranquila. Se dirigía hacia el edificio y, según comía terreno, los patos nadaban nerviosos y cuan rápido podían, huyendo de la siniestra ráfaga. Finalmente, arreció su velocidad y cubrió tanto el lago como el edificio. De inmediato sentí el golpe frío, helado, del viento, llegándome hasta los huesos y haciéndome estremecer.
—Nephem… ¡Nephem!
El susurro esta vez era inconfundible, era casi un grito. Una voz vieja, rota, rasgada, que parecía llegar hasta mi mente.
Fuertemente turbado, volví al interior y cerré la puerta. El miedo se había apoderado de mí. Aquella situación distaba mucho de lo que esperaba. No era normal. Y la sala me parecía cada vez más grotesca. Me acerqué a la hermana Sara, quien aún seguía de pie frente a una de las urnas. Le puse la mano encima y no se inmutó.
—Hermana —dije en voz baja, temeroso de mi propia voz. Aún temblaba.
La monja no dio ningún tipo de señal. Me puse ante ella y le miré a la cara. Estaba completamente blanca. La lividez cubría su rostro. Pero lo que más me chocó fue que su cara parecía estar totalmente arrugada. Como envejecida, como si le hubieran quitado el interior y sólo le quedara piel.
—¡Hermana! ¡Hermana Sara!
La agarré por los hombros y la agité.
—¡Hermana, no temas! Hermana, estamos en la casa de Dios, ¿me oyes? —Me sentí hipócrita por gritar aquellas palabras, pero en el fondo sabía que era lo único que podía aliviar mi miedo—. ¡Dios está aquí contigo! ¡Me oyes!
Pareció emitir un sollozo y la vida volvió a sus ojos. La abracé para darle calor, pese a que yo seguía sintiendo el frío que el viento siniestro me había inyectado. Sin embargo, pareció hacer efecto, ya que salió de su estupor y casi se desmoronó sobre mí.
Yo no podía entender lo que pasaba, pero necesitábamos irnos de aquel lugar. Me eché un brazo de la hermana Sara por encima e intenté cargar con ella hasta la puerta. Pero antes de movernos de donde estábamos, no pude evitar darme cuenta, casi de reojo, de algo que le sucedía a la momia que había frente a nosotros. Para mi sorpresa, tenía los ojos abiertos. Esos ojos, que juraría que habían estado cosidos, me miraban fijamente desde el cuerpo inmóvil del cadáver. Eran totalmente negros, con una pupila blanquecina en el centro que me apuntaba. Y su boca también estaba abierta, como en un grito mudo, estática.
Negándome a mí mismo haber visto eso, tiré de la hermana Sara y nos dirigimos a la puerta.
Como pude, logré cruzar el pasillo hasta llegar a la otra puerta, la que daba al cuarto que comunicaba con la capilla. Dejé apoyada a la hermana Sara contra la pared mientras intentaba abrirla. Parecía cerrada. No, no cerrada, era más bien como si no quisiera despegarse de la pared, pese a que el pomo estaba completamente girado.
—¡Vamos! —grité empujándola sin resultados. Me di la vuelta, cansado, apoyándome contra la puerta mientras recobraba el aire.
La hermana Sara empezó a agitarse. Me volví hacia ella. Murmuraba y señalaba el extremo del pasillo por el que habíamos venido. Miré hacía allí y vi cómo una figura salía de la puerta. Era muy grande, gris, y sus brazos caían casi hasta el suelo, mucho más gruesos por la parte de las muñecas. Era una de las momias, la cual se dirigía hasta nosotros con paso lento, pero acelerando cada vez más.
Nervioso, histérico, empecé a aporrear la puerta. Me lancé contra ella, destrozándome el hombro, y hasta le di una fuerte patada con la suela de mi zapato, lo que logró finalmente abrirla. Podía oír los pasos arrastrados de la momia cuando empujé a la hermana Sara al interior de la pequeña habitación. Me metí tras ella a toda prisa, cerrando la puerta tras de mí. Un golpe sordo la golpeó mientras yo apoyaba todo mi peso contra ella, evitando que el cadáver andante pudiera abrirla.
La monja, cuyo rostro ya había recuperado casi por completo su aspecto original, sin arrugas, no se había desprendido, sin embargo, del miedo, al igual que yo, y corrió hacia la capilla, cosa que hice yo también, de inmediato, cerrando tras nosotros la puerta corrediza, camuflada con las mismas elegantes láminas de madera que el resto de las paredes.
Apenas podía respirar. El corazón me palpitaba de tal forma que podía sentirlo golpear mi pecho. La hermana, no sin antes cerrar con llave la puerta de madera, se dirigió a uno de los bancos de la capilla y se dejó caer, exhausta. Bajó la cabeza, sacó el rosario de su atuendo y se puso a rezar en murmullos frenéticos y entrecortados.
Yo no sabía dónde ir. Todavía estaba asimilando lo que había visto y experimentado. No podía creérmelo. Sin embargo, ahí estaba la hermana Sara, rezando —más bien sollozando— como una loca.
Me sentía bastante desorientado en ese momento, así que decidí salir de la capilla. Todo parecía ahora una alucinación, algo increíble, que desafiaba la razón y toda lógica. Estaba seguro de que el rector entendería que podía sentirme indispuesto, con más razón si la hermana Sara le contaba lo sucedido. Yo sólo sabía que quería estar lo más lejos de allí cuanto antes. Así que cogí mi abrigo y me dirigí a la salida.
Justo cuando me acercaba a la puerta, ésta se abrió, provocándome un respingo. Era monseñor Martínez, quien traía un semblante serio. De pronto me recordó a la silueta siniestra del lago y las palabras del susurro me volvieron a la mente: “Nephem…”.
No, no podía ser.
—Ah, está usted aquí —dijo monseñor—. Disculpe mi tardanza, espero que al menos la joven hermana Sara le haya entretenido. ¿Verdad, hermana?
Dirigió la mirada hacia donde la monja estaba rezando sentada, pero esta no se inmutó.
—Hermana —insistió el rector, dirigiéndose hacia ella. Yo le seguí, inseguro.
Cuando llegó donde estaba la monja y la miró a la cara, la expresión de monseñor Martínez cambió. Se volvió seria y endurecida. Me miró a mí. Mi rostro debía de ser aún la más pura expresión del miedo y la incertidumbre.
—Ya veo… —dijo—. ¿Sabe? Será mejor que dejemos nuestra sesión de hoy.
Yo asentí. Monseñor me colocó su mano sobre el hombro.
—Mejor dicho, venga usted mañana. A la misma hora, aquí. Esta vez le enseñaré yo todo. —Puso un especial énfasis en la palabra “todo” y dejó que se le levantara un poco la manga del brazo que tenía sobre mí, dejando al descubierto un extraño tatuaje en su muñeca, que pude ver en primer plano. Era una cruz cristiana, roja, rodeada de una serpiente que se mordía la cola.
Asentí, notándome pálido, y me fui, retumbado aún en mi cabeza las mismas palabras: “Nephem… Nephem”.
Yizeh Castejón. Noviembre de 2012
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En verdad este relato me quitó el sueño. Que miedo….
Perdón Yizeh, se que has escrito el final, para que imaginemos el resto, pero me mata la curiosidad, el símbolo de la serpiente que se muerde la cola, ¿es un Uróboro? ¿Cómo se relaciona con la cruz? ¿monseñor tiene algo que ver con la masonería? Me quedé con más preguntas que respuestas, pero creo que ese era tu objetivo. (No puedo borrar de mi cabeza la momia que abre los ojos). Gracias por eso.