La puerta del fondo

Va a ser una noche mágica. Insisten sus catorce años, inocentes. Ilusionada. Va a ser una noche mágica. Temerosa también, como tratando quizá de convencerse. Su madre acaba de marcharse, cena de divorciadas. Su padre, hace años que se marchó para siempre. Se arroja sobre el smartphone, la pantalla cuarteada. ya se ha ido. cuanto tardas? El estruendo agudo del timbre irrumpe en su impaciente espera. Queco. Escondido en el portal, bajo las escaleras, ha esperado a que el taxi se llevase a la madre. Jadea pugnando por recuperar el aliento, el anhelo reniega de ascensores. Sus piernas ansiosas, trémulas ahora, han corrido los siete pisos que los separaban. Va a ser una noche mágica, se repite mientras la gruesa lengua de Queco culebrea nerviosa dentro de su boca.

***

En el espejo ve el relieve crispado de sus manos bajo la leve camiseta. Buscan el clip del sujetador. Se hace difícil besarla con la pericia mínima exigible al tiempo que se forcejea con el intrincado mecanismo. Una carcajada mutua rebosa los besos. Y atisba el reflejo de algo, o alguien, que no debiera estar ahí. Lo súbito de su movimiento la sobresalta. Las manos han abandonado la lucha, huidas de la calidez de su ropa. La boca, la lengua y la risa alejadas un palmo de la suya. La mirada fija en el espejo a su espalda. ¿No me dijiste que estarías sola?

***

La puerta del fondo del pasillo, enmarcada por la tenue luz que escapa entre sus rendijas. El antiguo despacho de su padre, ahora trastero impracticable. Mi madre se ha dejado la luz encendida. Aliviada. Había llegado a asustarla, Queco a veces se pasa de intenso. Ve a apagarla mientras yo pongo unas velas. A medio camino la escucha añadir que el interruptor está fuera, a tu derecha, y los chasquidos de un mechero remolónToda la casa se ordena en torno a este largo corredor en ele, se adivinan puertas a ambos lados. Un piso bastante grande. Más de doscientos metros, calcula. Antiguo. El techo, anacrónicamente alto, se pierde en una oscuridad insondable. Una mullida moqueta, o alfombra ancestral- imposible distinguir- amortigua los pasos que lo adentran en la penumbra. Absurdos miedos infantiles cristalizan en perlas de sudor. Ignaras del frío húmedo que alojan los radiadores inertes, afloran a su espina dorsal y a sus sienes. Llegado ante el marco de luz, hace descender el interruptor. Densas sombras se abaten sobre él. Gira sobre sus talones y se precipita, casi a la carrera, hacia la amable luminosidad que emana el dormitorio de Laura. Cierra la puerta con un suspiro. Otro de muy distinta naturaleza escapa de su garganta al verla. Tendida en la cama, a la luz fluctuante de media docena de velas. Se ha deshecho de unos leggins que amenazaban con darle más trabajo aún que el cierre del sujetador.

***

No demasiado mágico. Tampoco tan doloroso como María le había advertido- Claro que, a María la desvirgó el negro Preciado-. Breve, más bien. Queco se incorpora desnudo, el condón colgándole displicente a media asta. Sacándoselo y haciéndole un nudo, como a un globo de agua, abandona el dormitorio. Taciturno, parece avergonzado. A por los porros, dice. Se da media vuelta en la cama, el espejo de cuerpo entero le devuelve su imagen acalorada, la piel enrojecida de caricias torpes y mordiscos apresurados. Y la puerta del fondo enmarcada de luz.

***

Ofuscado por lo que le aguardaba, hasta había olvidado apagar la luz. No me extraña que haya durado tan poco, se añade divertida, una nota de cariño en el leve reproche mental. Presiona el interruptor, la puerta del trastero desaparece al instante. Camino al cuarto la humedad helada que habita el pasillo parece querer asomarse a todos sus poros. No queda en ella ni rastro del calor que hace pocos minutos animaba sus miembros, coloreaba sus mejillas. En cuatro zancadas gana la habitación. De pequeña rechazaba- odiaba- sus piernas tan largas que la hacían parecer patosa. Pero no hace mucho que ha comenzado una coexistencia pacífica con ellas, en la medida en que se ha dado cuenta de que son motivo de admiración para la mayoría.

Queco se ha puesto los calzoncillos. Sentado en el borde de la cama lía un porro. Levanta la vista cuando la oye llegar, sonríe. Laura se sienta muy cerca y besa su mejilla, que se quiere virilmente áspera bajo la incipiente pelusa. Hay algo distinto en el ambiente que la hace apartarse unos centímetros.

¿Por qué has apagado las velas? Él la mira sin comprender. Y ¿no las has apagado tú?, repone con estupor.

***

Habrá sido el aire. Añade pretendiendo una convicción ajena al tono de su voz. Imposible decir a quién trata de tranquilizar en última instancia, si a ella o a sí mismo. Recelosa, Laura vuelve a encender las velas. Queco da unas caladas al rechoncho canuto. Le ofrece. No, gracias. Deja en el cenicero la pava a medias y vuelve a la carga. Ella no está muy por la labor, algo no marcha bien. Un miedo difuso, no sabe bien a qué- o a quién- ha comenzado a anudarse en su garganta. Desde luego, no a una irrupción inesperada de su madre; todavía le quedan por delante unas cuantas horas- y copas- antes siquiera de plantearse el regreso a casa. Un temor inexplicable, y progresivamente sofocante. La lengua impetuosa de su novio no hace sino agravar la opresora sensación. Sus caricias se han tornado garras de plomo de las que en vano trata de escapar. Iba a ser una noche mágica. El extático rostro de Queco, los ojos casi en blanco. Sus gemidos, gañidos animales, bufidos. Por fin, como atravesado por una descarga eléctrica, se derrumba sobre ella.

Callada, se vuelve hacia el espejo. Queco trata de esbozar una disculpa. Apenas comenzadas sus alegaciones, expiran las velas de pronto. El grito de Laura interrumpe el torpe discurso antes incluso que el inesperado telón de sombras. Él salta de la cama, sube y baja con yerma insistencia el interruptor en la pared de enfrente. Nada. Las mismas prestaciones obtiene ella de la lámpara sobre la mesita de noche. Una negrura inextricable los envuelve. Una negrura que, acostumbrada la vista, parece clarear penetrada por un levísimo resplandor procedente del pasillo. Queco abre la puerta y aventura un paso fuera del dormitorio. Como congelado, no va más allá del umbral. Me cago en la puta, lo oye mascullar. Fulminado ante la fuente de la pálida claridad, busca a tientas, sin dejar de mirar al fondo del pasillo, el interruptor que hace unos segundos tratara en vano de hacer funcionar. Mierdajoder, un mantra desesperado. Acciona furiosamente el interruptor. Nada. Laura se levanta y, con suma cautela, la respiración en un puño, se le acerca. Por encima de su hombro descubre el motivo de la turbación de su novio. La puerta del fondo. De nuevo aureolada de luz.

***

Quédate aquí. Queco se adentra en la negrura del pasillo. Pocos segundos después su silueta se recorta sobre la persistente luz que irradia la puerta del fondo. Al abrirla, su indefensa figura desnuda se revela con nitidez descarnada. De nuevo el condón suspendido de su cuerpo flaco y aterido. Transmutado el rostro por una expresión terrible, mezcla de horror e incredulidad. Titubea un paso al frente. Y otro. Hasta desaparecer de su vista. La puerta del fondo se cierra detrás de él con estrépito. El estampido del portazo no alcanza a ahogar el aullido estremecedor que lo acompaña. Queco. ¡Queco! Corre hasta la puerta y forcejea con el tirador, sin éxito. Desaparece la luz al otro lado. Golpea, araña. Chilla suplicando por su novio. Pesadas lágrimas recorren sus mejillas. La piel floreciente empapada en sudor, pese al frío que abraza su desnudez. Por fin, exhausta por el llanto y el esfuerzo, se derrumba. Se desliza su espalda sobre la pared junto a la puerta, hasta quedar sentada en el suelo. Sepultada la cara entre las manos derrotadas, desolladas tras la estéril pugna. Sacudida por un sollozo postrero, seco de lágrimas ya.

El móvil. Dicho pensamiento actúa como un resorte vivificador. El móvil. Tantea hacia el dormitorio. A gatas primero, en dos zancadas ciegas después. Y no deja de repetirse que está en la mesita de noche. En voz alta, un susurro compulsivo más bien. El móvil. En la mesita de noche. El dedo gordo de su pie derecho, la uña pintada esa misma tarde, golpea con dolorosa violencia una de las patas de la cama. Una punzada atroz recorre toda su pierna, ramificándose a través de cada terminación nerviosa. Probablemente se lo haya roto. El dedo es, no obstante, la menor de sus preocupaciones. La mano palpa angustiada. Y topa por fin con el maltrecho smartphone. Apagado. No, extinto. La batería, joder…

Apenas ha empezado a revolver en la oscuridad a la búsqueda desesperada del cargador, cuando una tímida claridad se asoma a su espalda. Comprende y rechaza a partes iguales. Todavía se resiste unos segundos antes de darse la vuelta. Su apresurada respiración llena el dormitorio. Y el frío del corredor, que ya lo inunda todo. Gira muy lentamente sobre sí misma. Musita fragmentos inconexos de oraciones a un dios en el que últimamente venía pretendiendo no creer.

Vuelve a brillar la luz tras la puerta del fondo. Poco después, se abre con un gemido pavoroso. Para entonces Laura ya ha recorrido el pasillo una vez más, hasta situarse enfrente. No queda ya rechazo, ni temor.

***

Cuando la madre llegue, escasos minutos más tarde y borracha como una viuda, se desplomará sobre la adusta cama de matrimonio. Roncará durante horas, sin siquiera desmaquillarse, uno de los zapatos puesto aún.

Inconsciente del horror que habita tras la puerta del fondo.

Carlos Ortega Pardo
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