Los Ojos Verdes

Corría el día de 21 de diciembre del año de 1870. Gustavo estaba realmente exhausto, no sólo por los ataques que la enfermedad del amor había dejado en él, sino porque el viaje en carruaje desde Sevilla a Madrid agotaba a cualquiera, su acompañante, Elena, también daba buena muestra de ello.

Todavía les quedaba una larga jornada para llegar a su destino, así que cuando encontraron aquel pueblo en el camino –una pequeña aldea perdida entre los montes cerca de Toledo por la que nunca antes habían pasado–, aceptaron la recomendación del cochero que habían contratado de pararse a pasar la noche. Tras cruzar la entrada al poblado cuando el sol se ocultaba en el horizonte, se detuvieron ante el sereno que comenzaba a iluminar las cuatro calles que componían el lugar.

—Disculpe, ¿Sería tan amable de indicarnos dónde pasar la noche? Venimos desde Sevilla y apenas hemos parado a descansar… —pidió amablemente el cochero.

—¡Claro! Faltaría más caballero, si tuerce a la derecha en el siguiente cruce, podrá ver con sus propios ojos el cartel de nuestra posada… Que tengan una buena estancia en nuestro humilde pueblo –dijo quitándose la gorra e inclinando la cabeza a modo de reverencia.

El cochero asintió agradecido y dirigió el carruaje hacia dónde le habían indicado. Los viajeros miraban curiosos por la ventana el lugar, a él le resultaba extraño que en tantos viajes que había hecho entre las dos capitales nunca antes hubiera pasado por allí, pero supuso que era parte de la promesa que les ofreció el conductor, llegar a su destino antes que ningún otro por la nueva ruta que le habían contado.  Mientras iban hacia la posada el sereno les miraba fijamente con una sonrisa amable en el rostro. Gustavo se sintió incómodo, aquella sonrisa parecía ocultar algo, como si ésta persona fuera conocedora de algún secreto tenebroso y oscuro que pronto les sería revelado… Borró de golpe ese pensamiento y sonrió, “no estamos en una de mis leyendas, por Dios”, pensó.

Una vez llegaron a su destino, bajaron del carruaje y cogieron su equipaje. El cochero les indicó que en la mañana, cuando el sol saliera por completo, les recogería en la puerta del establecimiento donde se encontraban.

Ya solos golpeó la puerta con la gruesa anilla de hierro forjado de la que disponía, tras unos pocos segundos se oyó cómo el posadero descorría el cerrojo y giraba la llave en la cerradura, al abrir la pesada puerta un hombre de unos cincuenta años les dio la bienvenida.

—Buenas noches viajeros, ¿Vienen a buscar una cómoda cama donde pasar la noche? Pues han dado con el lugar perfecto, se sentirán como en casa…

—Cualquier lugar es bueno para mis posaderas, las tengo cuadradas de tanto carruaje… —dijo Elena más para sí misma que para el posadero.

—¡Elena! ¿Dónde están tus modales? —preguntó Gustavo riendo —. Llevamos un par de días de viaje sin apenas parar y nos pareció buena idea pasar una noche en un nuevo lugar… necesitamos este descanso…

—No hay mucha gente que pase por aquí la verdad, pero parece ser que alguien está corriendo la voz de nuevas rutas, últimamente tenemos más visitas que de costumbre, así que hemos adaptado esta posada especialmente para el descanso del viajero. Les aseguro que mañana se despertarán renovados y podrán degustar de un buen desayuno con productos de la zona, den por sentado que querrán pasar de nuevo por este lugar —el posadero sonrió satisfecho.

—Estaremos impacientes por probar los manjares que tengan para ofrecernos.

Acordaron hacer el pago de la habitación una vez dejaran el establecimiento, escandalosamente barato comparado con otros lugares que habían pisado. El dueño del mismo les condujo a la segunda planta candelero en mano, en la puerta número seis se detuvo y la abrió, encendió los candelabros en ambos lados de la cama y les entregó las llaves.

—Si necesitan alguna cosa no duden en bajar, aún estaré despierto un rato más. Que descansen mucho y nos vemos por la mañana cuando el olor del pan recién hecho les despierte —comentó a la vez que les giñaba el ojo.

Le dieron las buenas noches amablemente. Una vez que el dueño de la posada dejó la habitación, la cerraron con llave y se prepararon para ir a dormir. Gustavo observó deleitado como Elena se desvestía, la había conocido hacía muy poco y tras varios desengaños por fin se sentía seguro con ella. Tras desprenderse del largo vestido y después de las enaguas, retiró despacio la poca ropa interior que le quedaba… Sus dulces curvas giraron en dirección a su amante que ya estaba tendido sobre la cama descalzo. Elena se tumbó sobre él y empezó a desabrochar poco a poco el chaleco y después la camisa. Acariciando el pecho ahora al descubierto, comenzó a besarle y morderle con pasión… De golpe se retiró con los ojos abiertos como platos. Había oído un ruido que provenía del cabecero de la cama de madera, lujosamente labrado.

—¿Qué pasa? ¿Por qué paras?

—¿En serio no lo has oído? —preguntó incrédula aún sorprendida.

—¿Tu corazón latiendo con desenfreno? ¿O te refieres a tu dulce voz susurrando al deseo?

Volvió a acariciar su cuerpo, acercando sus labios a los de Elena. Ella apartó la cara de Gustavo empujándola hacia la almohada.

—¡Déjate ahora de cursiladas maldita sea! Shhhh, escucha por favor… —señaló al cabecero.

—Oh vamos Elena, no seas paranoica…

—¡Hazlo!

Se obligó a calmarse y prestar atención, cuando iba a abrir la boca para decirle que sólo eran imaginaciones suyas, lo escuchó. Se levantó de golpe con un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo, era como si algo entre el tamaño de una hormiga y el de una uña, estuviera rascando la madera desde la pared…

—¿Se puede saber qué demonios es eso?

—No lo sé… tampoco te alarmes, puede que sólo sea la madera crujiendo por la temperatura—dijo él sin estar convencido por completo.

—Y una leche, suena rítmico…

—Puede ser simple casualidad… —seguía sin sonar convincente.

Elena acercó despacio el oído al cabecero, el sonido volvió a oírse tres veces seguidas, después un silencio, otras cuatro veces más, silencio de nuevo… Hizo un rápido movimiento golpeándolo con el puño cerrado y volvieron a prestar atención al ruido. La habitación quedó en silencio.

—Oh mierda, mierda, mierda…

—¿Qué pasa? ¿qué pasa?

—¡Eso es que es inteligente! —dijo Elena abriendo aún más los ojos si cabe. Gustavo estalló en risas, lo que provocó una mirada reprobadora de ella.

—Perdona, perdona… —dijo intentando ponerse serio —. No, si tienes razón, posiblemente sean termitas o carcoma, vete tú a saber…

—No lo estás arreglando ¿sabes? Pues yo no sé tú, pero no puedo dormir con un bicho rascando justo detrás de mi cabeza…

—No te preocupes, con un poco de suerte el posadero seguirá despierto. Bajaré, le contaré el problema y le preguntaré si nos puede cambiar de habitación… Espera aquí, vuelvo enseguida —Elena le miró con cara de alivio, soltando un suspiro.

—Gracias, muchas gracias cariño…

Gustavo se abrochó la camisa y el chaleco y volvió a calzarse, Elena se puso como pudo el vestido y salió a la puerta para esperarle, no pensaba quedarse cerca de aquél cabecero. Con uno de los candelabros en la mano bajó en busca del dueño pero todo estaba a oscuras, no había nadie en la recepción. Tras llamar a la única puerta en la planta baja —donde supuso que dormiría el posadero— y no recibir respuesta, volvió a su habitación.

—Lo siento mi amor, parece que no hay nadie… Tal vez el dueño disponga de su propia casa y se haya ido a dormir…

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo visiblemente preocupada.

—¿Sigue rascando el cabecero? —ella negó con la cabeza —. Entonces tendremos que aguantarnos… Puede que no vuelva a oírse en toda la noche, si lo hace, te prometo que nos iremos de aquí y buscaremos al cochero… seguro que el sereno sabe dónde se ha quedado.

—Si no hay más remedio… —dijo con un hilo de voz.

Se acostaron vestidos por si tenían que salir rápido de aquél lugar. Les costó conciliar el sueño, a ella más que a él, pero al final cayeron rendidos en los brazos de Morfeo.

Ya muy avanzada la noche un ligero ruido despertó a Gustavo entre sueños de termitas gigantes rodeando la cama. No tardó en serenarse al reconocer que era una pesadilla, lo que hizo que se riera de sí mismo. Se dio la vuelta en la cama para buscar a Elena y su reconfortante cuerpo, pero allí no había nadie. Extrañado buscó a tientas las cerillas que el posadero había dejado al lado de los candelabros, encendió una y prendió las velas. Miraba desconcertado a su alrededor, Elena no estaba por ningún lado. ¿A lo mejor había oído de nuevo el rascar y ella misma había salido a buscar al dueño? Era lo más probable… Buscó sus zapatos, al mirar bajo la cama los vio en el lado de ella, mientras ataba los cordones del último, observó que al lado, en el suelo, había unas pequeñas gotas de algún tipo de líquido oscuro. Las tocó con dos dedos y llevó su mano hacia la vela, aquel líquido tenía un tono rojizo.

Asustado recorrió la habitación con la mirada, en la almohada donde Elena había posado su cabeza unas horas atrás, había algunas gotas más. Volvió a mirar rápido hacia el suelo, más pequeñas gotas se dirigían hacia la ventana. Descorrió las pesadas cortinas, cuando lo hizo creyó que su corazón se había parado de golpe… Una mano ensangrentada estaba impresa sobre el cristal.

Intentó abrir la ventana temiendo encontrársela tirada en la calle, pero se dio cuenta que esta estaba soldada al marco. No paró siquiera a preguntarse el porqué, ya que al darse la vuelta encontró un rastro que gotas de sangre que se dirigían hacia fuera de la habitación. Afuera llovía, un relámpago iluminó la estancia dándole a todo un aspecto más tenebroso del que ya tenía, una tormenta se cernía sobre el lugar.

Las siguió temeroso del destino de Elena, cuando llegó al pasillo éste se le antojó más largo de lo que era antes. Fue cuando se preguntó por qué  su pareja había salido así de la habitación sin avisarle y de dónde provenía aquella sangre… Avanzó muy despacio para no hacer ruido, en su mente cientos de oscuras historias aparecían, ¿La carcoma come algo más aparte de madera? ¿Hay algún bicho que lo haga? ¿Y si alguien habría entrado a la habitación? ¿La amabilidad del posadero era verdadera o tal vez un señuelo para atraer a sus víctimas?

Cruzó una a una las puertas cerradas que había a cada lado, unas quince en total, esperando que alguna de ellas se abriera de golpe y saliera el dueño de la posada con cuchillo en mano para atacarle, pero no fue así. Nervioso bajó los peldaños uno a uno atento a cualquier ruido, el silencio en todo el lugar parecía forzado, se sentía observado, acechado por alguna entidad desconocida. Un grito resonó en cada esquina, un grito inhumano, grave y agudo a la vez, clavándose en lo más profundo de su cabeza, haciéndole trastabillar y caer por la escalera. Llegó al suelo de la planta baja dolorido, intentó en vano levantarse pero la pierna le dolía mucho, al mirarla pudo observar el ángulo antinatural que ésta tenía… Se arrastró como pudo hasta la salida, a su espalda la lluvia golpeaba con fuerza el cristal de una ventana, un nuevo relámpago proyectó una gran sombra alargada sobre él, una sombra que pertenecía a algo que nunca había visto.

Al girarse sobre sí se encontró cara a cara con aquello, era muy grande, oscuro, excepto por dos inquisidores ojos verdes que le observaban brillantes, deseosos de su presa herida… No había nada que se le pareciese en este mundo. La bestia gritó de nuevo y unos tentáculos que salían de todo su cuerpo se movieron frenéticos, uno de ellos salió disparado rodeando la pierna herida de Gustavo y lo trajo hacia él mientras éste gritaba de dolor. El ser abrió la puerta de la planta baja y lo empujó con violencia hacia dentro, estaba temblando, cubierto por entero de sudor, muerto de miedo. A su lado de espaldas se encontraba también en el suelo Elena, escuchó un leve quejido que venía de ella. Lloró desconsolado cuando de todos lados surgieron cientos de pequeños seres, del tamaño de un puño, que cubrieron en un instante su cuerpo. Gustavo gritó inundando cada rincón de la posada.

En la esquina más alejada se encontraba el posadero sentado en una silla. Se levantó despacio y fue hacia la salida, cuando pasó al lado de sus huéspedes no dirigió ninguna mirada hacia ellos. Retiró el pesado cerrojo de la puerta y giró la llave, el sol comenzaba a salir y la lluvia se volvió más tenue hasta desaparecer. En la calle el cochero le esperaba fumando un cigarro.

—Buenos días Don Nicolás, ¿Qué tal la noche? —preguntó desde su carruaje, calmado…

—Todo como de costumbre Don Pedro, sin novedades…

—¿Están listos los pequeños? ¿Ha sido suficiente?

—Pronto lo sabremos… están en ello…

—Algún día esa cosa se volverá contra nosotros, tiempo al tiempo… — dijo el sereno, que apareció doblando la esquina con las manos en los bolsillos.

—Mientras sigamos proporcionándole alimento dejará tranquilo a todo el pueblo, sabes que es así… —todos asintieron mientras dirigían la mirada hacia el cielo.

Un par de horas más tarde el sol se tornó oscuro, en la salida del pueblo Pedro y Nicolás estaban subidos al carruaje, cuando la oscuridad llegó una sonrisa inundó sus rostros.

—Ya está, una vez más lo hemos conseguido… —el posadero sacó una bolsa de tela de su bolsillo y se la entregó al cochero — Esto es para ti, dentro del compartimento de viajeros tienes la mochila, ya sabes qué hacer con ella…

—Pagar a algún conocido de la víctima para que diga las bonitas palabras que el difunto dijo en su lecho, al enterrador que prepare un ataúd vacío y al cura para que haga una ceremonia por todo lo alto… Sí, lo sé.

—¿Y ella?

—No te preocupes, no era nadie… Se habían conocido hace poco, ninguna persona cercana los había visto juntos…

—Está bien, buen viaje amigo… Si volvemos a necesitar de tus servicios mandaremos al mensajero como de costumbre.

Nicolás bajó del carruaje y se encaminó tranquilamente hacia la posada. Pedro arengó a los caballos abandonando hasta la próxima vez el lugar. Sonrió pensando en qué gastaría la fortuna que conseguía amasar con su curioso trabajo.

El oscuro pueblo le despidió en silencio esperando que la bestia estuviera satisfecha.

Daniel G. Dominguez
Últimas entradas de Daniel G. Dominguez (ver todo)

Deja un comentario

Tu dirección de email no será publicada