El portal de las brujas

 

– Ven a ver esto Aurora… – la cara de Néstor reflejaba un asco practicado- creo que se ha vuelto loco. Léelo:

“El terror me corta la respiración y casi me impide evocar los recuerdos que me han llevado hasta este momento. Noche tras noche he respirado un miedo tan vivo dentro de mí, que incluso ahora, aún cuando ya no tengo más esperanza, y sólo me queda esperar la fatal hora, la simple idea me incita a la huída. Todo lo que he hecho ha sido inútil, y sin embargo, esto no es lo peor, lo que me asusta no es tanto la espera a que este terrible trance termine de la forma más violenta que uno pueda imaginarse, sino que una vez descarnado, mi alma sea injustamente conducida por caminos tortuosos, hasta uno de esos laberínticos infiernos de los que tanto me hablaba mi padre.

Me aborrezco por no haberlo podido evitar, por haber sido tan inútil, estúpido … y que no me haya quedado ni tan siquiera la esperanza, la oportunidad de hablar con alguien; de hablar contigo. Que no haya habido nadie a mi lado: sí, eso ha sido el preludio de lo que me espera. Qué horror… pero ahora estoy tan inmerso en esta oscuridad, que ni siquiera mi propio dolor consigue despertarme de este extraño letargo, y estas últimas horas se han arrastrado por los cuartos de mi hogar sin nada a lo que aferrarse con cariño. Tal es mi desesperanza, tan grande mi cansancio ¡Si tan sólo alguien pudiera haber estado a mi lado! ¿Pero a quién iba yo a poner en semejante riesgo? ¿Cómo iba yo a revelarte el camino que encontré hacia la verdad? ¿Cómo iba a enseñarte la sombra que oculta la vida más cotidiana y anodina, cuando esta implica el concimiento, la certeza de la existencia de lo diabólico?”

– La letra parece cambiar en este párrafo, no sé qué significan estos tachones- Néstor levanta los ojos y los clava en su hermana- pero deberías pensar en lugares en los que suela estar cuando se encuentre… de esta manera.

– ¡Nunca había ocurrido esto!¡No insinues disparates!¡Trae ese papel!- casi parte en dos las hojas, al arrancárselas de las arrugadas manos de su hermano- No lo entiendo, él siempre es tan… tan tranquilo, ¡sabes por cuantos problemas ha pasado nuestro matrimonio y cómo se se ha mantenido siempre en su sitio a pesar de todo! No lo entiendo…

“Hace treinta y tres años que estoy sentenciado a esperar. Treinta y tres años pensando, cada vez con mayor frecuencia y frenesí en aquél instante, el instante. Por aquella época, yo aún era un crío algo anodino, cuya vida no reflejaba más que el aburrimiento y la simpleza de un lugar tranquilo y apartado. Aun con todo, la vida nunca fue sencilla. Después de la muerte de mi madre, toda nuestra vida se esfumó: mi padre se ordenó sacerdote, y decidió vivir en una descuidada soledad que nos destrozó a ambos, en muchos sentidos que estoy seguro que conoces. Quizás puedes hacerte una idea de lo que pienso ahora, si te digo que a pesar de todo, siento que él no este conmigo para dirigirme una sola palabra, aunque fuera de desprecio. La vida en el valle de Arán era bastante llana, y eso a pesar de que nuestro pueblo era, sin duda, un lugar estrecho de difícil acceso, y que venían a visitarnos bastantes turistas. Yo no sé mucho de arquitectura, pero por lo visto la iglesia en la que vivíamos tenía una formación ecléctica, poco convencional, en comparación con el estilo barroco de su interior, y esto la convertía en una pieza única. Te cuento esto porque sospecho que puede que fuera este detalle, aparentemente casual, el que desencadenó todas las desgracias que prosiguieron a la llegada de la vieja. El diablo está en los detalles.

Fue un sábado de otoño cuando el cielo se oscureció más temprano de lo normal, y el viento azuzó las campanas de nuestra Iglesia con una intensidad desconocida, cuando una anciana llamó al portón pidiendo limosna. A pesar de que nuestra década no fue la mejor de este siglo y que era el deber de mi padre ayudar a la mujer, tengo que decir que debimos sospechar de su aspecto y negarle cualquier cosa que saliera del pozo sin dientes que fingía ser su boca. Me entró un escalofrío cuando coincidió el sonido de la débil llamada con el viejo reloj de mi habitación, separada únicamente de la entrada por una pared demasiado estrecha. De no haberme quedado paralizado por el susto, habría corrido a bloquear la puerta, aunque se me tomara por loco, pero ahí estaba mi padre… como siempre, rápido y seguro de sí mismo, cara a cara con una anciana sucia y demacrada que no soltaba palabra: “Ahora mismo la Iglesia está cerrada, ¿necesitaba algo?”- la naturalidad del suave acento de mi padre hizo que todo el dramatismo se esfumara, dándole a todo aquello un aspecto cómico: había algo de tétrico en aquella mujer, y el pobre cura era tan obtuso que ni siquiera percibió un poco de aquella oscuridad. Yo, sin embargo, me asomé al atrio de la iglesia con renovado pavor, deseando que mi padre cerrara la puerta, como si se tratara de uno de esos sueños en los que quieres correr, pero una especie de fuerza gravitatoria superior te lo impide, haciéndote sentir pesado, lento e inútil. Y desde entonces, siempre me he sentido de esa manera, aún en la impotencia del sueño.

Aquella noche mi padre invitó a nuestro hogar “¡al hogar del Señor!”… invitó al mismísimo Diablo. Pero en realidad yo sólo pensaba en lo repugnante que podría llegar a ser cruzarme con la anciana por un pasillo oscuro, beber de su misma copa por accidente al día siguiente, o usar el mismo váter que aquella. Así que decidí dormir con Carlos. Carlos era uno de mis dos mejores amigos en Arán, aunque nunca los hayas conocido. Él vivía en un caserón frente a la iglesia, y no puedo contar las veces que lo usamos como excusa para pasar las noches en vela o para escaparnos y vivir mil aventuras nocturnas. Esta vez decidimos quedarnos en la habitación. Le conté la escalofriante llegada de la vieja y, por supuesto, se rió de mí, aunque eso de que yo viviera en una iglesia siempre le había causado bastante recelo: era muy supersticioso y tenía la teoría de que, si en verdad había fuerzas malignas, ese sería el primer sitio al que acudirían para llevar a cabo sus terroríficos planes. Por esto, aunque ninguno de los dos volvimos a pensar en la anciana en toda la noche, ni le dimos importancia alguna, en nuestro interior arraigó una pequeña duda sobre si nos encontrábamos realmente a salvo en algún lugar del mundo, si estábamos fuera de todas las miradas tenebrosas. Eran las tres de la mañana cuando me desperté sobresaltado por una pesadilla, y me acerqué a la ventana para quitarme el sudor frío que había empapado mi ropa hasta los tobillos. Carlos se movía de lado a lado de la cama, calado hasta los huesos, como si la peor fiebre del mundo se hubiera apoderado de su cuerpo y quisiera ahogarle en su propio humor. Me disponía a despertarle, cuando llegó hasta la habitación una luz de un azul eléctrico indescriptible que iluminaba parte de la estancia, y volví mis ojos. Aquella procedía de la ventana más alta de la torre de la iglesia, del cuarto en el que mi padre había acomodado a la vieja hacía poco más de seis horas. Me quedé petrificado ¿De dónde procedía aquella luz? ¿Acaso mi padre le había proporcionado un objeto tan raro a una indigente? Pero, aunque así hubiera sido… ¡Se trataba poco menos que de un trastero: aquél sitio no tenía ni un maldito interruptor! De pronto, un zumbido que pareció proceder de la torre atravesó el aire y se extendió por todo el valle, provocándome un ataque de ansiedad. Tenía que volver a casa, y tenía que hacerlo rápido. Cogí la chaqueta, y cuando mis pies casi rozaban el escalón de la puerta, de pronto, la luz se apagó. De nuevo corrí hacia la ventana. Nunca pensé que una sola imágen pudiera hacerme desear morir de aquella manera: la anciana estaba asomada a la ventana, su cabello blanco ondeaba en el viento, su cara miraba hacia abajo, donde sus manos ansiaban atrapar las de mi padre, que se hallaba sujeto al alfeizar, luchando por escapar de las huesudas garras. Hasta aquél momento, mi cabeza, mi cuerpo, todo parecía ajeno a la situación, como si aún estuviera dormido. Fue entonces cuando la vieja consiguió atrapar a mi padre, cuando hallándonos a salvo en la oscuridad, Carlos encendió la vela de su mesilla. Fue entonces cuando me vio. Me miró directamente a los ojos, y los suyos, como dos hoquedades de rojo sangre y enajenados, me atravesaron el alma. Con una fuerza sobrehumana tiró de mi padre hacia las profundidades de su dormitorio, y sólo quedó el silencio. “¿Qué miras Arturo?”- la voz de Carlos me sacó del trance de tal manera que, por un segundo, tuve la tentación de creer que todo había sido una de mis pesadillas- “No veas qué sueños más raros he tenido… estaba en una habitación muy sucia, y una especie de agujero en la pared del que salía una luz muy tétrica azulada…”- Casi no escuchaba sus palabras, comencé a gritarle histérico y salí del cuarto a toda prisa, cruzándome con el padre de Carlos, que también parecía estar bastante inquieto. Le conté frenéticamente lo ocurrido mientras me acompañaba hacia la iglesia. Golpeamos la puerta hasta quedarnos exhaustos, pero nadie nos respondió.

La policía, al no encontrar una explicación coherente, dijo que mi padre probablemente había decidido marcharse, que su vida en soledad le había superado y que cuidar de mí había sido demasiado. Dijeron que me había abandonado. Pero el recuerdo de aquella imagen aterradora no se apartaba de mi lado, y comenzó el insomnio, los desequilibrios, las depresiones… Fue la peor época de mi vida, Aurora. Estaba tan obsesionado con la muerte de mi padre que creí perder la cabeza, pero te conocí, y pensé que por fin podia volver a tener una vida. Sin embargo, al poco tiempo empecé a notar que cada año, en una fecha determinada, sucedía un hecho que me inquietaba, aunque este hecho para cualquier otro hubiera sido una casualidad irrelevante. El primer otoño un niño, demasiado pequeño para ir solo por la calle, me miró fijamente a los ojos y murmuró algo inaudible. El segundo fue una mujer de mediana edad, el tercero un vagabundo, el cuarto nuestro propio hijo, que ni siquiera recordaba haber abierto la boca… Todos y cada uno de los treinta y tres años desde la muerte de mi padre, el 31 de octubre, la vieja me encontraba a través de los ojos de cualquiera. Fue entonces cuando tuve una revelación. Al tratarse de un pueblo alejado, repleto de costumbres y guiado por la tradición, los hombres de mi familia siempre habían estado ligados a la iglesia de Arán. Incluso mi padre acabó siguiendo este camino después de morir mi madre como sacerdote. Pensé en las anécdotas que había oído sobre mis antepasados, revise los álbumes de fotografías, pregunté a algunos familiares, y todo ello me llevó a la pavorosa conclusión de que ninguno de los hijos mayores de mi familia había vivido más de cincuenta años. Lo cierto es que nunca he sido una persona tradicional, y mucho menos como para pensar en la remota posibilidad de ordenarme. Nunca, a pesar de la insistencia que había a mi alrededor, y de las cosas que he visto. Sin embargo, después de morir mi padre continué viviendo en la casa de la iglesia con mi tío, y como peculiar herencia, quedó aquella morada a mi nombre hasta que, por su singular forma arquitectónica, fue declarada como patrimonio de la humanidad, siendo yo su último propietario. El último.”

 

Elia Garcia Zarranz
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4 Comentarios

  1. Gonzalo López Sánchez dice:

    Es un placer leerte… 😀 Has conseguido sumergirme en la lectura. Me gusta mucho tu forma de describir, tu meticulosidad y la fluidez del texto, a pesar de que las oraciones suelen ser largas. Creas una atmósfera curiosa, introspectiva… que me recuerda a algunos relatos de Dickens.

    Entre las pegas que se me ocurren, quizás te falta poner algunos espacios entre exclamaciones y entre guiones y letras. Además creo que el texto quedaría más bonito si usases guiones largos.

    P.D. Espero no tener antepasados en el valle de Arán.

    1. Elia Garcia Zarranz dice:

      Gracias! Me apunto lo de los guiones, la presentación es muy importante!!

  2. Carmen F. Mat. dice:

    ¡Enhorabuena por el triunfo! Te lo mereces sin duda. ¡Un saludo!

  3. Enhorabuena, Elia, es un muy buen relato.

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