Slenderman

 

La primera vez que recorrí solo un pueblo extranjero tenía once años, claro que aquello no era solamente un pueblo. Llegué al Monte Saint-Michel en pleno agosto, aunque por aquel entonces los agostos no eran tan terribles como lo fueron años después y la imagen idílica de Normandía se conservaba. Había cierto aire de espejismo en la atmósfera. Apenas recuerdo el viaje de llegada; sólo sé que, cuando estábamos cerca, la isla mareal, rodeada por una reluciente playa, parecía sacada de otro mundo. Nunca sentí tal impresión de viaje transuniversal hasta años después, cuando vi los inhóspitos páramos del norte de Escocia y tuve por fin una idea aproximada de cómo se debió de concebir La casa en el confín de la tierra. Era tan grande mi excitación que, a pesar de que la subida a la abadía era casi una escalada y de que el lugar estaba repleto de turistas, fui automáticamente absorbido por la majestuosa intemporalidad de su arquitectura benedictina, hasta la era remota que representaba. Después de la visita a la abadía, decidimos separarnos durante una hora para volver a reunirnos en el mirador de la parte inferior del monte. Se trataba de una oportunidad sin precedentes de explorar a mis anchas aquél lugar excepcional: mi primera aventura en toda regla. Comencé a andar sin dirección fija, sólo con la idea de alejarme lo máximo posible de la gente para poder ver con tranquilidad la zona. Mi imaginación se despertó en cuanto di dos pasos en solitario: el agua que corría por los ladrillos del suelo se convirtió en un río cuyas aguas reflejaban los colores del arcoíris, las casas se transformaron en pequeñas chozas y el alboroto que quedaba atrás, en un gran desfile de trapecistas en zancos, payasos disfrazados de animales exóticos, carrozas con reyes y reinas acompañadas por caballeros medievales de armaduras metálicas extraordinarias, y músicos con flautas dulces que relataban las aventuras de los héroes míticos… Las nubes hacían remolinos en el cielo donde los dragones, más largos que los trenes de la ciudad y de escamas verdeazuladas, granates y plateadas, se paseaban sin dejar rastro de su existencia, salvo para los curiosos que alzasen la mirada. El calor húmedo del mediodía facilitaba el sueño de este pacífico mundo, cuando me di cuenta de que había llegado a un camino cerrado que debía de estar al final del monte. No sé cómo debí de llegar hasta ahí, pero al girarme para buscar el camino de vuelta me di cuenta de que la única forma de volver era pasando por un pequeño túnel que sostenía un estrecho puente de piedra y de que en el lado opuesto sólo había una arboleda que parecía ser el principio de un bosque denso. De repente, como si hubiera estado inconsciente hasta entonces, entendí que estaba completamente solo en una ciudad desconocida, con una lengua extrajera y de que no había nadie a mi alrededor que pudiera ayudarme; pero eso no era todo. De la nada surgió una corriente de aire frío que me hizo tiritar y noté que todas las contraventanas de las casas estaban cerradas, que no se oía ni el piar de un pájaro o cualquier otro signo de vida. Ahí no había absolutamente nadie. Parecía una zona abandonada de la ciudad, como si allí no hubiera habitado nadie en varios años, incluso décadas. Me moví con lentitud, procurando observar cada detalle por si encontraba alguna pista que me pudiera tranquilizar, pero no hallé ni un solo resquicio de vida y, de golpe, me sentí estúpido. Tenía sentido que estuviera asustado, al fin y al cabo era la primera vez que iba por mi cuenta, pero si entraba en pánico y mis padres me veían así o pedía ayuda no me volverían a dejar solo en la vida. Me recompuse con la idea de reconquistar mi libertad recién adquirida, y me dirigí hacia el túnel con resolución.

Entonces lo vi.

Al final del túnel, en el centro, había una figura alargada. Me frené en seco y aguanté la respiración. La figura, más que quieta, parecía estática, congelada. Parpadeé y, gracias a la escasa luz que entraba por el final del túnel, noté que se trataba de un hombre extremadamente alto y delgado vestido de negro, al que no podía ver el rostro, que estaba cubierto por un sombrero redondeado y oscuro.  Pasaron unos segundos en los que el tiempo pareció detenerse cuando, por fuerza, tuve que coger aire. Entonces, de nuevo, me dije a mí mismo que no era más que un cobarde: ¡aquello no era un hombre! Se trataba de una estatua de la ciudad o de un maniquí que habían dejado ahí. La falta de luz y los nervios de la travesía me habían engañado, es decir ¿qué podía pintar ahí una persona? Sonreí para mis adentros y, restándole importancia a mi paranoia flexioné la pierna, dispuesto a atravesar lo más rápido posible aquél siniestro agujero, al mismo tiempo que procuraba respirar hondo. Sentí como si estuviera sumergiéndome en un océano sin fondo donde los segundos se alargaban como en esos sueños donde intentas correr pero tu cuerpo es tan pesado que más bien sientes que te estás arrastrando. Fue en ese preciso momento de alivio cuando el maniquí, en un acto inhumano, se movió. Alzó su cabeza sin titubear, como si mis movimientos lo hubieran sacado de un trance, y me miró directamente a través de una cara sin rostro.

Un torrente de frío arañó mi garganta y me quedé paralizado. Me di cuenta de que me encontraba ante el momento más importante de mi vida; de que aquello, fuera lo que fuera, me había visto y de que, en cuanto me girara para huir, él iba a darme caza. Lo supe instintivamente: si no corría lo suficiente, si me tropezaba, o si no lograba encontrar el camino de regreso al monte, me atraparía. Mi cuerpo tomó el control: la sangre bajó hasta mis piernas y estas me sacaron del túnel en dirección al bosque que, ahora, era mi única opción. No sé durante cuánto tiempo corrí sin mirar atrás, pero sabía que si me paraba, él me alcanzaría. Sabía con certeza que se encontraba detrás de mí, que respiraba detrás de mí, solo que algo me decía que él no se cansaba, que no necesitaba correr o coger una bocanada de aire, no, algo me repetía que aquello sólo necesitaba que yo me parara para atraparme. Cuando todas las extremidades me ardían y apenas podía respirar, me topé de lleno contra una especie de muralla de piedra cubierta de hiedra y, exhausto, pero todavía frenético, la seguí convencido de que me llevaría de vuelta a Saint-Michel. Comenzaba a creer que me encontraba ante un bucle infinito de piedra, cuando lo encontré: ¡Un hueco! ¡La salida! Una pequeña brecha en la pared por la que se podían ver algunas casas y por la que sólo alguien extremadamente estrecho podría pasar. Crucé la muralla aterrorizado, temeroso de que el ser sin rostro agarrase mi pierna en el último momento y de que me absorbiese dentro de su dimensión demoníaca, y fue entonces, cuando me sentí a salvo, cuando me di cuenta. No podía haber un bosque; no podía existir un bosque alrededor del monte Saint-Michel porque yo mismo había cruzado una playa que rodeaba el pueblo, entonces ¿qué había detrás de mí? Sentí el frenético impulso de girarme; sabía que si no lo hacía nunca iba a averiguar qué había pasado en realidad y que acabaría creyendo que, por unas horas, me había vuelto loco. El impulso se hizo cada vez más fuerte, pero en ese instante, como un flashazo, me vinieron a la cabeza todas aquellas historias donde los héroes, justo antes de salir airosos de una peligrosa aventura, fracasaban por tentar su suerte y volver atrás la mirada. Si estaba soñando despierto, si sólo había sido mi imaginación, sólo tenía que olvidarlo, pero si, por el contrario, por algún motivo, había cruzado a otro mundo, estaba claro que volver significaría mi muerte. La única posibilidad de sobrevivir era seguir adelante, haciendo caso omiso de la extraña sensación que intentaba atraerme. Empapado en sudor, continué la carrera en dirección a la abadía, que ya se divisaba en lo alto del monte, preguntándome cuánto tiempo había pasado o si volvería a ver a mis padres. A pesar del nerviosismo que aún sentía, no tardé en recuperarme: los turistas, el alboroto, las tiendas. Todo estaba en el mismo sitio en el que lo había dejado. Sin saber con qué me encontraría, corrí hasta el mirador donde debíamos encontrarnos; tuve que esperar exactamente una hora para volver a ver a mi familia, aunque para mí hubiera pasado mucho más tiempo.

Hoy, catorce años después, he vuelto a Saint-Michel con la esperanza de convencerme a mí mismo de que esta experiencia fue una ensoñación. He recorrido las mismas calles que pisé cuando era un niño y me he dejado llevar por todos los recovecos que he encontrado sin ningún resultado, salvo una extraña pintura en una diminuta galería. Una figura alargada, vestida de negro, alargada, sin rostro, en la oscuridad de un hueco iluminado por una nebulosa gris, esperando.

Elia Garcia Zarranz
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